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Dos inmigrantes rusos, en el valle del Colorado
Fiodor Pristupa y Tekla Tatarchuk llegaron a la Argentina huyendo de la guerra en ciernes. Con el transcurso de los años y un esfuerzo descomunal, lograron armar "El Viñedo". Hoy, su hijo Pedro con su esposa manejan la chacra, que es símbolo de prolijidad.

A pocos metros de ingresar a la chacra de los Pristupa, el visitante acusa el impacto al tomar contacto con cuadros frutales prolijos, caminos vistosos, señalización con carteles indicadores e instalaciones cómodas y funcionales.

Sin dudas, en cada centímetro del establecimiento está cimentado el legado del matrimonio de Fiodor Pristupa y Tekla Tatarchuk, dos inmigrantes rusos que llegaron al país escapando de una segura Segunda Guerra Mundial.

Originarios de la aldea llamada Ziolovo, ubicada al sur de Rusia, Fiodor Pristupa participó de la Primera Guerra y sufrió sus consecuencias. Incluso fue tomado prisionero por los alemanes, que lo encerraron en un campo de concentración durante cinco años.

Allí se tuvo que acostumbrar a los trabajos forzados, el hacinamiento, la suciedad y la mala comida. El hambre y la fiebre tifus hacían estragos entre los prisioneros. Fiodor quiso escapar en reiteradas oportunidades de aquel infierno, pero siempre lo atrapaban. Hasta que, en determinado momento, lo mandaron a trabajar a una granja y, ahí sí, pudo escapar de los alemanes y de una muerte segura.

Cuando volvió a la aldea,

encontró todo destruido. Tuvo que tomar agua de los pantanos, lo que le trajo consecuencias de por vida. Con un escenario deplorable y un futuro aún más tétrico, Fiodor decidió buscar en la Argentina un futuro mejor. Tras dos meses de surcar el Atlántico, llegó el 4 de diciembre de 1924 a Buenos Aires y, de ahí, hasta

Médanos (provincia de Buenos Aires) donde su tío Nicolás Tatarchuk lo esperaba. Chocó rápido con los problemas que le ocasionaba el desconocimiento total del idioma y por eso fue imprescindible adquirir el libro "Gramática Española para el Uso de los Rusos", libro que se puede apreciar en el museo Granaderos de San Martín y de los Inmigrantes que su hijo Pedro armó en medio de la chacra.

Allí se acumulan fotografías, documentos y elementos que van marcando una hoja de ruta de estos audaces inmigrantes que contribuyeron al desarrollo del país y de cada una de las ciudades en donde se instalaron.

Incluso en ese lugar están el baúl y la canasta que trajo Fiodor en su viaje a América, como testimonio silencioso de ese inicio de los Pristupa en Argentina.

Su esposa, Tekla Tatarchuk, llegó el 5 de mayo de 1927 y se reencontró con Fiodor en Médanos, donde vivía en pleno monte bajo, desmontando a pico y pala durante horas. Literalmente vivía en una cueva, tapado con chapas, sin disponibilidad de agua y para ello tenía que hacer rodar varios kilómetros un tambor con 200 litros de ese vital líquido.

Cuando su compañera Tekla vio ese panorama, no aceptó vivir en el poblado y se fue a vivir con su pareja para compartir la dureza de la vida y del trabajo, porque para eso había venido.

Y vaya si trabajaba a la par de su marido. Cuando fue el turno de arar para sembrar trigo, se levantaban temprano, a las 3 de la mañana, para agarrar los seis caballos y transitar las inmensas extensiones de aquellos campos.

Cuando la situación se puso muy dura y no había trabajo en Médanos, Fiodor no dudó en buscar el sustento en otro lado. Su hijo Pedro recuerda que su padre se subía a los techos del tren carguero, porque no tenía dinero, y de esa manera viajaba hacia Villa Regina para llegar a trabajar en la producción de alfalfa.

"Aguantaba lluvia, viento y calor, lo que viniera, para poder viajar y conseguir el alimento para su familia", sentencia su hijo.

Siguiendo el camino de un nuevo trabajo y un mejor porvenir, el matrimonio llegó a El Viñedo, un polo productivo en vías de desarrollo ubicado a unos 15 kilómetros de Río Colorado. Entonces se estaba plantando la viña y su tarea era hacer los pozos para las plantas. Como pagaban por tanto, Fiodor y Tekla trabajaban hasta de noche, para que les rindiera y de esa manera les permitiera seguir avanzando.

En virtud a su esmerado esfuerzo, los dueños de las tierras le otorgaron al matrimonio ruso 20 hectáreas de viña para que la trabajara. La tarea era extenuante, porque también había que limpiar los canales a pala, en una extensión proporcional a la cantidad de hectáreas que tenían.

Sin embargo los trabajos rudos del campo nunca fueron impedimento para progresar. Allí estuvieron 12 años, en tiempos en que se podía ahorrar merced a que casi todo se hacía en casa. Cocinaban el pan casero, criaban todo tipo de animales y eso les permitía juntar peso sobre peso, detrás de un objetivo superador.

En aquellos tiempos lograron reunir 12.000 pesos, cifra que les alcanzó para comprar 13 hectáreas en Colonia Juliá y Echarren (ahora tienen 20 hectáreas).

Pedro pasó su infancia en esas amplias superficies de El Viñedo, época de su vida que le marcó el talante y el espíritu inquieto, emprendedor y ordenado.

"Mi padre seguía las alternativas de la Segunda Guerra Mundial a través del diario 'Crítica', que llegaba a las 12 de la noche en el tren pasajero. A esa hora me mandaban a buscarlo porque, si no lo compraba a esa hora, después no se conseguía. Yo tenía 11 años e iba con mi petiso que me llevaba a todos lados. En el trayecto había un eucaliptus gigante que decían que estaba embrujado. Imaginate la cabecita de un chico de 11 años cuando pasaba por ahí. Creo que pasaba a una velocidad record por ese lugar", recuerda con una sonrisa sonora.

A la Colonia Juliá y Echarren llegaron en 1941. Desembarcaron en una chacra con apenas un cuadro de peras y mucho trabajo por delante. Prácticamente había que armarla de cero y en eso pusieron manos a la obra. Todo lo hicieron con cuatro nobles caballos que les demandaron meses, meses y meses emparejando el terreno que parecía interminable.

"Hacíamos poroto, manteca y papas. Cuando el poroto estaba maduro, lo sacábamos y lo poníamos en una playa que hizo mi padre. Le pasábamos dos caballos por

encima, lo dábamos vuelta y entonces el poroto caía. Después, con una cuchara grande que inventó mi padre con la mitad de una lata de aceite cinco litros, lo íbamos juntando en bolsas", explica.

Sin embargo ahí no terminaba todo. La parte más complicada estaba por venir. "Había que limpiarlo. Eso se hacía de noche y en familia, bajo la luz de una vela porque no había energía eléctrica. En una mesa grande se volcaba la bolsa y todos seleccionábamos los porotos, dejando sólo los buenos porque queríamos vender mercadería de excelente calidad. El rendimiento era una bolsa por noche. Después lo entregábamos a la casa Alonso y López, en donde comprábamos toda la mercadería, y cada cinco o seis meses le entregábamos el poroto, las papas y hasta panceta que hacíamos en casa para saldar la deuda. Así íbamos pagando las cuentas".

La chacra seguía creciendo. El cuadrito de pera original que aún está de pie se fue ampliando. El sistema que usaba Fiodor Pristupa era transformar un ternero por año en plantas frutales. "Mi padre

vendía un ternero y con eso compraba plantas de frutales, especialmente manzanas. Antes la poda se hacía fuerte, cortando bastante la rama, y había que esperar hasta doce años para que empezara a producir", amplía.

Pedro recuerda que una vez se le ocurrió a su padre hacer adobes. Al otro día ya estaba la playa donde trabajar el barro con los caballos y la construcción de adobes estaba en marcha. Con esos mismos adobes se levantó una cocina, una despensa y un galpón.

"Admiro tanto a mi viejo... aún me guía", sintetiza Pedro.

GRANADEROS

En el año 1950, Pedro Pristupa cumplió con el servicio militar y, según él mismo confesó, se corresponde con uno de los hechos más importantes de su vida. Ocurre que Pedro fue seleccionado para el Regimiento de Granaderos a caballo del General San Martín y compartió, con otros doscientos granaderos, actividades intensas en el año del Libertador de América.

"Primero nos mandaron a Neuquén, y estuvimos 15 días estacionados allí. Llenamos con pasto el forro-colchoneta para dormir; hacía mucho frío y encima la primera noche me robaron las frazadas. La pasé bastante mal. Después, a varios de nosotros nos destinaron al Regimiento de Granaderos y hacia allá fuimos, cerca de Campo de Mayo", explica.

Entre otras cosas aprendieron a manejar el sable largo y preparar sus caballos, una de las tareas más importantes. Realizar las trenzas de la cola y la crin, pintar los vasos de negro y no dejar nada librado al azar en vísperas de desfile.

"No nos daban nada para tomar porque teníamos que estar muchas horas arriba del caballo sin poder ir al baño. Después del desfile sí, nos convidaban chocolate", recuerda.

Agrega que en una oportunidad efectuaron un simulacro de viaje a caballos y en el transcurso se largó a llover copiosamente. Como algunos pocos no tenían capote para protegerse, el teniente ordenó que nadie se ponga el capote y así fue. En cierta manera, explica la camaradería y el espíritu de cuerpo que envuelve a este mítico regimiento.

Pedro tiene los mejores recuerdos del lapso de marzo a noviembre de 1950. El evento más importante fue, sin dudas, el desfile del 17 de agosto en el año del Libertador.

"Vinieron delegaciones de muchos países. En ese entonces estaba el general Perón en la presidencia. Nosotros lo estuvimos esperando en la plaza San Martín, mientras un asistente mantenía listo el caballo Mancha, esperándolo para que lo use el presidente. En determinado momento llegó el general Perón, se bajó de su auto, subió al caballo y todos nosotros (unos doscientos granaderos) lo escoltamos hasta el palco oficial".

Cuatro años tuvo la oportunidad de revivir parte de estos recuerdos imborrables, dado que fue invitado al regimiento como reservista, hecho que le permitió tomar contacto directo con uno de sus compañeros. El único que ha podido encontrar después de tantos años y a los que sigue buscando para compartir anécdotas y vivencias de un hito fundamental de su vida.

Las fotos de su época de granadero y junto a sus compañeros de regimiento conservan un lugar privilegiado en el museo personal de Pedro, que no por nada se llama Museo Granaderos de San Martín y de los Inmigrantes.

UNA EMPRESA FAMILIAR

Actualmente Pedro Pristupa y su esposa Etelaine Danfe Gómez manejan la chacra de 20 hectáreas que, si no es la más prolija y atractiva del valle del Colorado, está muy cerca de ese galardón.

En verdad, llena la vista del visitante la disposición de las espalderas, el orden interno, la señalización de cada uno de los sectores y la ornamentación tan particular del jardín, el cual está poblado con muchas de las herramientas y maquinarias que hicieron posible la concreción de esta chacra frutícola.

Dentro del establecimiento funciona también el galpón de empaque que trabaja la fruta propia y de terceros. Esa misma fruta la vende su hijo Marcelo, que vive en Bahía Blanca, en donde tiene un puesto de comercialización.

También tienen dos hijas: Michele, que también vive en Bahía Blanca, y Lidia, que vive en La Plata. Asiduamente la familia se reencuentra en la chacra, donde Pedro y Etelaine disfrutan de la reunión y de sus nietos.

En el transcurso de la charla, los gestos y el énfasis particular de sus palabras delatan que esta chacra despierta fuertes sentimientos a este descendiente ruso. "De acá no me sacan ni loco. Quiero morirme acá", afirma con decisión.

 

ALBERTO TANOS

DARIO GOENAGA



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