El ocaso de los que han trascendido en la vida adquiere múltiples formas, desde la melancolía productiva del filósofo Norberto Bobbio que afirmaba que la vejez es “tener conciencia de lo no conseguido”, al esperanzado mensaje de una Nobel de Medicina, la Dra. Rita Levi Montalcini, diciendo que “la vejez debe vivirse haciendo planes para el tiempo que nos queda, tanto si es un día, un mes o unos cuantos años, con la esperanza de realizar proyectos que no pudieron acometerse en la juventud”. La vejez de los políticos argentinos trascendentes ofrece variantes dignas de ser comparadas. Algunos de los protagonistas de nuestra historia, que vivieron por muchos años, terminaron sobrellevando duramente su vejez en soledad y sólo el tiempo permitió revalorizar sus acciones. El “Padre de la Patria”, languideciendo como un anciano aburrido en Boulogne Sur Mer, o El “Restaurador de las Leyes”, convertido en un modesto farmer en Southampton, son ejemplos válidos de esto. Otros de presencia más cercana como Arturo Frondizi u Oscar Alende llegaron al ocaso con migajas de lo que supieron construir ideológica y estructuralmente. Juan Domingo Perón, en tanto, vivió su epílogo en pleno ejercicio de un poder al cual quizás retornó demasiado tarde. Los dictadores omnipoderosos del 76 hoy no son nada, murieron o vegetan prisioneros de sus propias mentes en medio de la repulsa o la indiferencia social. Carlos Saúl Menem es quizás el último símbolo vivo de quien en la Argentina fue ungido de un poder que desbordó, en el momento de tenerlo, al propio de la investidura presidencial, para ser imaginado como totipotencial y vitalicio. Menem construyó una carrera política desde la audacia y sus habilidades comunicacionales intuitivas. Aun antes del apogeo de la ciencia y tecnología del marketing político creó una imagen de sí mismo que se inscribió en el imaginario colectivo como la de alguien especial, un “predestinado” a triunfar. La metamorfosis fue una constante de su vida, tanto en lo físico como en lo ideológico, haciendo de la contradicción permanente una virtud. Es así que llegó ser la más genuina representación del peronismo en el mismo instante en que paradójicamente desde el gobierno desarrolló en su nombre las acciones que configuraban la antítesis de la doctrina inaugurada en el 45. Supo mutar sus patillas de tigre de los llanos por complejos aditamentos capilares y colágeno facial mientras nos embarcaba desde Chamical al Primer Mundo en un viaje sin regreso. El triunfo y el reconocimiento de las mayorías lo puso en la posibilidad de encarar transformaciones sociales y económicas, que sólo el cedazo del tiempo permitirá juzgar con la objetividad de la historia en sus más y en sus menos. Pero no cabe duda de que hoy es el recipiendario de todo lo malo que cómodamente deposita la sociedad en los políticos declinantes. El patético periplo electoral que recorrió durante las últimas semanas en La Rioja lo mostró en un infructuoso intento de retorno. De la multitudinaria cohorte de operadores, adulones, estrellas de toda laya y caciques lugareños que otrora lo seguían, sólo quedaron dos hijos y el eterno secretario privado. La imagen que hoy le devuelve el espejo a Carlos Saúl Menem es la de un hombre viejo y derrotado, donde el rubio ceniza de su cabellera en vez de hipnotizar a las masas es una muestra de lo que alguna vez fue, hoy querría parecer, pero ya no es. Parece ser, el suyo, un final sin títulos ni honores.
|