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El espíritu de la Moncloa y las
La candidata Cristina Fernández de Kirchner llamó recientemente al diálogo
social entre empresarios y trabajadores y mencionó al emblemático acuerdo de la transición española. Sin embargo, hay que recordar que este pacto incluyó
medidas económicas estructurales y un amplio consenso en políticas de Estado.

n Argentina, un “batacazo” es un golpe de suerte o un éxito inesperado. En España significa todo lo contrario. Es un “golpe fuerte de una persona al caer” y se utiliza para denotar un sonado fracaso. Esta anecdótica diferencia es útil para recordar que las palabras, al igual que las instituciones, están insertas en un contexto cultural que las condicionan y las preforman. Al igual que las plantas, las arquitecturas institucionales no siempre se pueden trasladar mecánicamente de un hábitat a otro, de una sociedad a otra.
Esta introducción viene a cuento de la iniciativa anunciada por la candidata a presidente por la Concertación Plural, Cristina Fernández de Kirchner. En el acto de lanzamiento de su candidatura en La Plata, destacó la importancia del diálogo social entre los trabajadores y empresarios para “acordar metas a mediano y largo plazo, no solamente discutir precios o salarios” y pactar así políticas a largo plazo que eviten los “cimbronazos” y cambios de dirección. Más adelante, acertadamente, señaló que estos acuerdos “deberán tener el espíritu de los Pactos de la Moncloa, pero no necesariamente su contenido, por tratarse de situaciones muy distintas en países y épocas diferentes”.
Los Pactos de la Moncloa figuran, con ventaja, entre las grandes obsesiones de los políticos argentinos. Ya en enero del 2002, el presidente Eduardo Duhalde convocó a una mesa de diálogo, supuestamente inspirado en aquellos pactos. La iniciativa, coordinada por la Iglesia y por Carmelo Angulo, como representante del PNUD, se fue diluyendo con el paso del tiempo. Al retomar CFK aquella idea, resulta oportuno indagar acerca del “espíritu” de los Pactos de la Moncloa, es decir, para seguir con el uso de las metáforas, pinzar el nervio político central de aquellos acuerdos.
En primer lugar se impone una labor de contextualización, que nos permita reconocer el terreno en que aquel árbol fue plantado. España atravesaba en el año 1977 una grave crisis económica, producto del desgaste de las políticas económicas de “autarquía” heredadas del franquismo y del aumento del precio del petróleo. Con una grave déficit exterior, una inflación “latinoamericana” del 40 %, déficit público y baja presión fiscal (19,5 % del PBI) se imponía un cambio radical de políticas económicas.
El vicepresidente de Economía, Enrique Fuentes Quintana, presentó entonces, un “Programa de Saneamiento y Reforma de la Economía Española”. Se trataba, como su nombre lo indica, de un extenso catálogo de medidas, básicamente económicas, dirigidas a reconvertir la economía española para preparar su futuro ingreso en la Comunidad Económica Europea.
Se reflejaban en la propuesta presentada a los partidos políticos una serie de compromisos en materia presupuestaria, monetaria, de empleo, de seguridad social, educativa e inclusive políticas agrícola, pesqueras y de comercialización.
La iniciativa económica más original consistía en establecer un acuerdo, que fue luego suscripto por las centrales sindicales UGT (socialistas) y las Comisiones Obreras (comunistas) y la Confederación General Económica Española (CGEE), fijando un ajuste de los salarios en función de la inflación prevista y no de la del año anterior. Ese acuerdo fue seguido luego por una política de “concertación” social (“acuerdos marcos interconfederales”) que se ha venido prolongado desde aquella época hasta la actualidad.
En materia política, los Pactos de la Moncloa no tuvieron mayor sustancia, limitándose a un Acuerdo sobre Programa de Actuación Política que garantizaba los derechos de reunión y de asociación política. En declaraciones posteriores, Felipe González devaluó el valor de estos pactos destacando que “no tenían un contenido político notable” y que su importancia residió más bien en “el cambio que representaron en el estilo de la relación entre las fuerzas políticas en función de los problemas del país”.
Ahora bien. Si bien escasos de contenido político, es innegable el valor simbólico que tuvieron los Pactos de la Moncloa. Diez partidos políticos, entre los que se encontraban desde los comunistas de Santiago Carrillo hasta los ex franquistas de Manuel Fraga, –enfrentados 40 años antes en una guerra civil que provocó un millón de muertos– se sentaron en una mesa a consensuar políticas de Estado. Ese “espíritu” fue el que permitió que se elaborara luego la moderna Constitución Española, aprobada en referéndum del 6 de diciembre de 1978.
Aquí conviene no omitir un dato relevante. La verdadera ruptura política, que da inicio a la transición española, la provocó la ley de Reforma Política que Adolfo Suárez, con grandes esfuerzos personales, consiguió que aprobaran las cortes franquistas en octubre de 1976. En virtud de esta ley, las cortes aceptaron su disolución y se hicieron una suerte de harakiri político. Esa ley, que contemplaba la convocatoria a elecciones, fue ratificada en referéndum en diciembre de 1976.
El reconocimiento del Partido Comunista –“la clave de la credibilidad interna y externa” en palabras de Suárez– se produjo en abril de 1977 y las primeras elecciones se realizaron el 15 de junio de 1977. De modo que cuando se acordaron los Pactos de la Moncloa, el terreno político ya estaba allanado.
Retomando ahora la iniciativa de la candidata Cristina Fernández de Kirchner, no cabe dudas de que Argentina necesita alcanzar un consenso para definir una serie de políticas de Estado, al modo que lo hicieron los españoles y también nuestros vecinos chilenos. En palabras del consultor político Eduardo Fidanza, “Argentina está empantanada por la enorme dificultad de sus actores políticos para generar un consenso intelectual que se antepone a un consenso político: tener un diagnóstico compartido sobre diez o quince temas importantes e identificar soluciones comunes y alternativas a seguir”.
En nuestro país, un acuerdo político alcanzará el “espíritu” de la Moncloa si se definen una serie de políticas de Estado y aparece suscripto por todos o la mayoría de los partidos políticos argentinos. Evidentemente, se trata de una aspiración ambiciosa y en las actuales circunstancias tal vez parezca sencillamente fantasiosa. En Argentina se ha reproducido un excepcional fenómeno político que distorsiona toda la función tradicional de los partidos políticos y crea una enorme dificultad para el consenso. Se trata del fenómeno del “clientelismo”, entendido como el uso desenfadado de los recursos públicos para sostener las políticas hegemónicas.
Por “clientelismo” entendemos un conjunto de prácticas políticas que abarcan: el uso de los fondos públicos para hacer políticas sociales utilizando una red de punteros; la masiva incorporación de operadores políticos a los cargos públicos, de modo que utilizan los recursos del Estado –desde tiempo de trabajo hasta helicópteros y aviones– para financiar una campaña política permanente a favor del partido en el poder; la utilización arbitraria de los fondos coparti- cipables para obtener lealtades por encima de las identidades partidarias; la concesión de subsidios y licitaciones de obras públicas a empresarios amigos del poder.
Es evidente que sin poner fin a esta forma perversa de construir poder, que utilizan los partidos hegemónicos –es decir los que controlan la caja del Estado– el resto de los partidos políticos no podría ni querría alcanzar algún tipo de consenso.
Por consiguiente sería necesario que el próximo presidente tuviera el coraje político de un Adolfo Suárez para comprometerse a hacer el harakiri de estas prácticas anacrónicas y se fijaran pautas de comportamiento garantizando la imparcialidad política y financiera del Estado.
En este sentido, por su valor pedagógico, conviene reproducir in extenso el Capítulo III de los Pactos de la Moncloa que fijaron las siguientes pautas de “Perfeccionamiento del Gasto Público”:
 “El perfeccionamiento del control del gasto público responderá a los siguientes principios y directrices:
”• 1. La Administración se compromete a establecer el control de la asignación de recursos a través de presupuestos de programas a partir de los Presupuestos para 1979, comenzando por los gastos de Sanidad y Seguridad Social, Obras Públicas y, en cuanto técnicamente sea posible, Educación.
”• 2. Del mismo modo se aplicarán las normas de la ley General Presupuestaria en relación con la especificación territorial de la asignación de recursos.
”• 3. La Administración se compromete a desarrollar, en el plazo de seis meses, las normas establecidas en la ley General Presupuestaria en cuanto a control de legalidad, control de auditoría y control de eficacia.
”• 4. Sin perjuicio de la futura estructuración constitucional del Tribunal de Cuentas, el ámbito de su competencia y el sistema de designación de sus miembros se regulará de tal manera que quede asegurada la independencia en el desempeño de sus funciones y la eficacia del control a su cargo.
”• 5. Se considera conveniente la creación de subcomisiones, dentro de las correspondientes comisiones parlamentarias, que garanticen un más adecuado control parlamentario del gasto público. Especialmente se considera conveniente la creación de subcomisiones sobre ‘subvenciones y transferencias a empresas y organismos públicos’, ‘gastos fiscales’ y ‘retribuciones de personal del sector público’”.
Argentina necesita alcanzar un consenso entre todos sus actores político.
Pero no es posible llegar a ningún acuerdo fundacional si no se establece antes una clima de confianza entre partidos políticos e instituciones, que pasa por erradicar definitivamente las prácticas clientelares. Un mero “acuerdo social” entre sindicatos y empresarios, en el actual contexto político, sería insuficiente y carecería de la envergadura política necesaria para generar verdaderos cambios.
Una prematura decepción, frente a las expectativas generadas, podría inclusive convertirlo en un “batacazo”, según el sentido español de la expresión.

A 80 años de Sacco y Vanzetti

Hace 80 años, el 23 de agosto de 1927, los anarquistas italianos Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, acusados y condenados por un crimen sin pruebas, eran ejecutados en la silla eléctrica en una prisión de Massachusetts, noreste de Estados Unidos. Casi un siglo más tarde, este caso sigue siendo “una de las páginas más negras de la historia estadounidense, una historia de pasiones mortíferas alimentadas por temores políticos y prejuicios étnicos”, estimaba la semana pasada el “New York Times”.
El 15 de abril de 1920 un transportador de fondos y un guardia que trasladaban los salarios de los empleados de una fábrica de zapatos de South Braintee, en las afueras de Boston, fueron víctimas de un atraco. Las dos valijas que contenían la paga de los obreros fueron robadas y los dos hombres mortalmente heridos.
El 5 de mayo de 1920 la policía detuvo en un tranvía a dos pasajeros. Eran Sacco y Vanzetti y estaban armados. Fueron encarcelados por portar armas prohibidas. Sin pruebas formales, la policía los acusó del millonario asalto y el doble asesinato.
En esos inicios de la década del 20 el contexto social en Estados Unidos era explosivo. Los sindicatos, animados por militantes anarquistas a menudo de origen extranjero, multiplicaban las huelgas en todo el país. Varias personalidades, entre ellas el presidente de la Corte Suprema, recibieron paquetes bomba.
Las manifestaciones callejeras degeneraron en enfrentamientos violentos. Reinaba un clima de cuasi guerra civil y algunos responsables políticos no dudaban en amalgamar a huelguistas, extranjeros y “rojos”.
Massachusetts, considerado actualmente uno de los estados más progresistas de Estados Unidos, era en esa época un bastión del conservadurismo. El proceso de los dos anarquistas fue dirigido por el juez Webster Thayer, convencido desde el inicio de la culpabilidad de quienes consideraba “anarquistas bastardos”, recuerda Bruce Watson, autor del libro “Sacco and Vanzetti. The men, the murders and the judgment of mankind”, que acaba de ser publicado en Estados Unidos y ha sido muy elogiado por la crítica. “El proceso fue una farsa”, sostiene Watson.
El jurado compuesto únicamente por blancos de origen anglosajón dio su veredicto en apenas tres horas. Todas las apelaciones fueron rechazadas, incluso luego de que un reincidente, Celestino Madeiros, admitiera ser el autor del doble crimen. Intelectuales y escritores como Bertrand Russell, John Dos Passos, George Bernard Shaw y H.G. Wells asumieron la defensa de Sacco y Vanzetti. Manifestaciones a menudo violentas estallaron en Estados Unidos y en Europa, especialmente en Londres, París y Berlín, para reclamar la liberación de los italianos. Pero fue en vano. Muchos años más tarde, en 1969, un juez de la Corte Suprema, William Douglas, escribió que a cualquiera que lea la transcripción de las audiencias “le costará creer que ese proceso se desarrolló en Estados Unidos”. En su libro, Watson estima que este caso sigue “atormentando la historia estadounidense”.
“El fanatismo de un juez y de un fiscal, la indiferencia de demasiados estadounidenses y la moral dudosa de demasiados testigos llevaron a una negación de justicia”, concluye. No obstante, Watson recuerda que Sacco y Vanzetti –lejos de la imagen de estereotipada difundida gracias a la célebre canción que les dedicara Joan Baez “Here’s to you”– no eran unos bebés de pecho. Los dos hombres “creían en la insurrección armada” y eran “militantes revolucionarios”, afirma. El 23 de agosto de 1977, exactamente 50 años después de su ejecución, el gobernador de Massachusetts Michael Dukakis absolvió simbólicamente a Sacco y Vanzetti y declaró que “todo deshonor debía ser suprimido de sus nombres para siempre”.
ALAIN JEAN ROBERT
AFP



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