A esta altura de los acontecimientos, pocos le creen a De Vido cuando afirma que no hay crisis energética. Este crudo invierno dejó al desnudo una aguda escasez de gas que obliga a recortar el suministro a las industrias. También falta energía eléctrica, a pesar de que las centrales están operando al máximo. Pero los conflictos no se circunscriben al gas y la electricidad; también es insuficiente el gasoil para sembrar y cosechar. Por eso, aunque las refinerías trabajen a destajo, no queda más remedio que importarlo. Estamos, en suma, ante un problema generalizado que, inevitablemente, perturba todo el andamiaje económico y social. Ahora bien, ¿esta crisis viene de ahora? De ninguna manera: las primeras advertencias fueron formuladas en la primavera del 2003, durante un seminario de la Unión Industrial Argentina. Los especialistas convocados mostraron con sólidos argumentos que existía un problema en ciernes. Lamentablemente, el actual gobierno –que acababa de asumir– desatendió esos indicadores y no tomó decisión alguna al respecto. En otras palabras, nunca entrevió lo que se venía y esto se tradujo en un discurso obstinado que negó permanentemente la existencia del problema. En julio del 2004 los síntomas ya fueron muy claros: hubo que cortar el gas que nos habíamos comprometido a enviar a Chile y ello nos trajo serios problemas legales. Hoy ese recorte tiene una magnitud extraordinaria: a los chilenos se les está vendiendo apenas el 10 al 15% de lo que dice el contrato original (en rigor de verdad, durante dos años seguidos todo el peso de nuestra escasez fue transferido a ese país para que el suministro al mercado interno no se viera afectado). Mientras tanto, hubo que realizar fuertes importaciones de combustibles: en el 2004 y el 2005 se compró más de un millón de toneladas de fuel oil –además de gasoil y energía eléctrica a Brasil y gas a Bolivia–. Nada de esto estaba planificado, así que debió resolverse sobre la marcha. En suma, fueron estas compras las que evitaron que la población sufriera nuestro verdadero nivel de crisis. En el 2006 las insuficiencias se profundizaron severamente: mantuvimos siempre la capacidad instalada funcionando en su máximo nivel pero, aun así, los márgenes de seguridad para el abastecimiento fueron cada vez menores. Fatalmente llegamos a este año, en el que la escasez entró en su fase crítica con cortes y racionamiento del suministro. Además, se trata de un año especialmente frío y con reducido aporte hidrológico a las cuencas naturales (en especial, las situadas en el Comahue). Por otra parte, últimamente no hemos tenido buenas noticias: no se descubrieron pozos importantes de petróleo o gas, la producción de crudo continúa disminuyendo, las reservas petrolíferas bajaron y la producción de gas se estancó. Obviamente, quedó en claro que el país no puede pensar en un sector energético apoyado exclusivamente en gas de origen nacional, y menos aún en un contexto de tanta expansión económica como el actual: afortunadamente, la salida de la convertibilidad se dio con una inusual recuperación productiva que permitió reducir la desocupación e incluso la pobreza. Pero este despliegue requiere fuertes consumos energéticos. Venimos, en efecto, de cuatro años en los que la demanda de energía no ha parado de aumentar (y así es como debe ser, ya que se trata de un insumo básico para el desarrollo social de la nación). Justamente, es esa bonanza lo que hace equivocar a Kirchner cuando manifiesta que “estos problemas deben ser bienvenidos porque son un efecto del crecimiento de la economía”. Hace recordar a esos boxeadores que sonríen después de cada golpe recibido. En realidad, expresiones como ésa sólo evidencian el desorden que existe entre quienes deben planificar, desorden que, por supuesto, transmiten al discurso presidencial. Por cierto, ésta no es una crisis causada por dificultades técnicas o coyunturas adversas. Se trata de un problema estructural: la capacidad del sistema no alcanza para hacer frente a las necesidades de todos los sectores. Concretamente, estamos ante una oferta que no puede responder a la demanda porque no tenemos centrales ni gasoductos suficientes. Ello hace que dependamos del gas de Bolivia (con el agravante de que no sabemos si podrá seguir proveyéndonos como hasta ahora). Incluso, por el affaire Skanska aún no se ha licitado el gasoducto del NEA, imprescindible para traer fluido desde el Altiplano. Entonces, no es ilógico afirmar que vamos a convivir con estas limitaciones durante, al menos, tres o cuatro años más (o sea, el tiempo mínimamente necesario para terminar nuevas refinerías, más usinas eléctricas y otros gasoductos, si hoy mismo comenzáramos con esos trabajos). A la fecha sólo hay en construcción un par de centrales: Timbúes y Campana (que entrarán en servicio en 2008/2009 y aportarán 1.600 MW). Pero no hay otras instalaciones previstas, lo cual mueve a pensar que el problema sigue sin ser encarado: esta Argentina que crece al 8% anual necesita incorporar 1.000 MW nuevos por año y ello es una cantidad tan importante que las obras en marcha sólo servirán como paliativo (o sea, no van a significar una verdadera solución). Sepamos, entonces, que se avecinan tiempos muy difíciles. HUGO JOSE MONASTERIO Director del Centro de Estudios Regionales de la Universidad FASTA
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