Desde hace tiempo, la Unión Cívica Radical vive la hora crítica de la dispersión estratégica y la fragmentación organizativa. Y, si alguna vez logró obtener credenciales para un federalismo partidario distintivo con respecto al sistema de partidos políticos argentino, su historia reciente nos señala que ello ya no es posible. Lo cierto es que los dirigentes del Comité Nacional se han decidido a encauzar una agonía electoral en la competencia por la presidencia del país impulsando simultáneamente su firme voluntad para disciplinar a las tropas provinciales. De allí los tres últimos movimientos, algunos de ellos recientemente cuestionados por la Justicia: primero, la intervención a la filial rionegrina conducida por Pablo Verani; segundo, la suspensión de la afiliación partidaria al gobernador de Santiago de Estero, Gerardo Zamora, y por último, el nombramiento de un interventor para la Convención de la UCR de la provincia de Buenos Aires. Si bien cada una de aquellas decisiones tiene sus fundamentos –que giran en torno de la política concertacionista de los Kirchner y el incumplimiento de los acuerdos pro-Lavagna de Rosario–, pareciera que la intervención al radicalismo rionegrino tiene mayores implicancias para la vida partidaria del centenario partido. Cuando se afirma que la decisión tomada “no se trata de una intromisión del gobierno central en la vida partidaria distrital sino de poner coto a la insubordinación de sus autoridades constituidas”, se reconoce el final de la ilusión de un partido que se suponía debía ajustarse a reglas de cooperación basadas en el delicado equilibrio entre poder estatal y poder partidario. La apelación a la resolución de la Convención reunida a fines de setiembre del año pasado en Rosario señala el camino de ruptura que se quiere evitar. Ampulosamente se define a la UCR como partido nacional y federal y, por ello, no “se trata de una declaración más, vacía de contenido, sino, por el contrario, de toda una definición donde lo ‘nacional’ cobra una importancia esencial al dar la idea de unidad de criterio y de doctrina en todo el país”. Y señala que en sus filiales provinciales no se “puede hacer lo que le venga en gana sino que debe mantenerse unido al conjunto en función, sobre todo, de una coherencia ideológica y política”. En definitiva, según lo resuelto, la UCR como empresa colectiva no es “un partido provincial ni la suma de diversos partidos de distrito”. Resulta curioso, por lo menos como pieza de estudio, que en esos flamantes documentos que reflejan las decisiones tomadas por su Comité Nacional reunido el 12 de julio se reconozca la realidad de que la UCR ha devenido en partidos provinciales. Por supuesto que ese reconocimiento no proviene de un resignado realismo originado en las ventajas que le brindan sus distintas partes que, a pesar de todo, ganan elecciones y con ello retienen poder estatal y poder político dentro de una estructura federativa partidaria. Por esa razón, la misma conducción del compañero de fórmula de Roberto Lavagna, Gerardo Morales, podría pasar por alto los alineamientos de sus expresiones distritales de la misma manera que lo harían tantos sobrevivientes de un naufragio que, desde sus barcazas salvavidas, no pueden evitar el hundimiento del envejecido navío que los hizo conocer tantos puertos como mejores tripulaciones. Porque, en resumidas cuentas, el radicalismo sigue contando como maquinaria en varios distritos, con gobernadores, intendentes y legisladores capaces de retener una buena bolsa de sufragios. Es en esa tensión entre el poder estatal retenido y el poder político heredado donde la UCR no parece moverse con comodidad. Otras expresiones políticas como el peronismo saben del asunto y por ello asumen definiciones menos tajantes cuando de intervenciones partidarias se trata. O, en todo caso, esas mismas herramientas son reconvertidas en instrumentos de mayor flexibilidad. De hecho el PJ, cuando procedió a la intervención de alguna de sus estructuras distritales, lo hizo porque no tenía ninguna cabeza con quien siquiera hablar. La razón siempre era la misma: un feroz internismo que había llevado a varios caciques a reclamar la titularidad de la franquicia partidaria. De allí que en el peronismo raramente se produjeran intervenciones cuando reteniendo poder estatal se contaba con suficiente poder político. La mejor síntesis de todo aquello era un gobernador conservando en sus manos la jefatura del partido. Que el radicalismo no pueda aceptar esta fórmula pragmática se debe a la falta de equilibrio entre ese poder estatal y el poder partidario. Cuentan para ello el número de los gobiernos provinciales volcados a la estrategia presidencial de los Kirchner y los convocados a la otra concertación, la de Lavagna-Morales. Fue con el nacimiento del nuevo milenio y la crisis final del gobierno de Fernando de la Rúa que se agudizó esa tensión entre poder partidario y poder estatal. Ese proceso se había iniciado a mediados de los noventa y posiblemente tenga mucho que ver el fracaso electoral de la UCR en 1995. Desde ese tiempo, la conducción orgánica del centenario partido comenzó a inclinar la balanza a favor de las organizaciones provinciales que tenían un buen desempeño electoral en sus distritos. De allí que el poder de los miembros del partido –mediatizado por elecciones internas– fuera neutralizado por el poder estatal en manos de gobernadores e intendentes. Esta realidad ha continuado, ya que la actual tensión parece reducirse a la puja de radicalismos de provincia que en ello comprometen el capital de un poder partidario que hoy parece residual.
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