pero ¿qué tipo de ciudadano es el argentino? ¿Cuánto le interesa lo público como para ejercer control sobre los poderes institucionales? –En ese tema somos muy anoréxicos... muy, muy anoréxicos –comentaba una tarde, hace ya casi dos décadas, el inteligente Carlos Nino. Fue en la intersección de Corrientes y Callao donde, en un “mentidero” radical situado sobre “La Opera”, el abogado había estado ordenando datos para su trascendente ensayo sobre la anomia en la sociedad argentina. La indagación sobre nuestra calidad ciudadana remite a la historia. Inexorable marcha atrás. Y, mirando ese pasado, nadie está en condiciones de decir que los argentinos venimos de tiempos en que la ciudadanía fue una planta sólida y tan fértil que el mundo no se explica cómo la pudimos secar. –Basta computar nuestra inestabilidad política fundada en nuestras crisis económicas para darnos cuenta de por qué nuestra noción de ciudadanía no existe –sentencia Torcuato Di Tella, sociólogo poco afecto a discurrir en política en términos de lo que “debería ser y no de lo que es”. Profesor en Derecho en las universidades de El Salvador y Austral, Roberto Bosca califica de “muy pobre” la noción de ciudadanía que signa a la sociedad argentina. “Del mismo modo que para muchos fieles la relación con Dios, como producto de una visión cada vez más secularizada, se remite a algunos momentos liminares de la vida humana como nacimiento, matrimonio y muerte, para muchos miembros de la sociedad civil, ser ciudadano significa emitir de vez en cuando y más o menos mecánicamente un voto mediante el cual responde a una obligación legal y pagar –porque no tiene más remedio– unos impuestos que le son exigidos coercitivamente. Eso es todo. Se comprende fácilmente que, en tales condiciones, la democracia deberá tener necesariamente una calidad muy precaria, ya que esta pobreza de actuación se refleja en la pobreza institucional”. ¿Pero basta la historia política de la que venimos para explicar la reducida o, en todo caso, muy dosificada indignación que los argentinos muestran por la degradación que sacude al sistema político? ¿Realmente, más allá del insustancial “¡Qué barbaridad!”, por qué no despiertan algo más que indignación puntual conductas –por tomar un caso– como la sumisión del trámite parlamentario a los designios del poder de turno? –Desde siempre, la dirigencia política se lleva el todo de las culpas cuando se reflexiona sobre estos temas –sostiene el veterano socialista y jurista René Balestra, toda una vida en la lucha por “una República mejor”. Pero inmediatamente acota apelando al gallego José Ortega y Gasset: –El señaló, refiriéndose a la política, que ésta no es más que un iceberg que emerge del inmenso mar de la realidad. Pero que bajo el agua está el enorme témpano del que esa cúspide es parte, el que la mayoría no advierte. El témpano es el resto de la sociedad. La moraleja es que el conjunto nunca es totalmente inocente de lo que pasa, aunque los referentes sociales y políticos se llevan la parte del león de la responsabilidad de las tragedias. Y entonces escribe Balestra: “No todos los escritores son Jorge Luis Borges, no todos los pianistas son Marta Argerich, no todas la mujeres abnegadas son Teresa de Calcuta. ¿Por qué, entonces, la generalidad de la calle habría de ser elogiable? Para el jurista, el corolario es uno solo: en materia de des-ciudadanización, la sociedad no es una caperucita roja extraviada y engañada por un lobo disfrazado de abuela. Psiquiatra devenido en excelente escritor y ensayista de desigual calidad, cuando a los 72 años el cordobés Marcos Aguinis reflexiona sobre la calidad de los argentinos en materia de ciudadanía, su rostro se torna agrio. Entonces habla desde el reciente lanzamiento del segundo tomo de su ensayo “El atroz encanto de ser argentino” (Edt. Planeta), interesante pero opinable reflexión sobre la decadencia del país. Y un éxito editorial. –La ciudadanía es cómplice de esa degradación terminante de nuestro sistema institucional –comenta con seguridad casi absoluta. Y suma: –La ciudadanía salió a la calle con las cacerolas cuando se le afectó el bolsillo. Pero no lo hizo cuando el Congreso de la Nación entregó poderes extraordinarios al jefe de Gabinete. Esto revela la falta de conciencia cívica –remarca con énfasis en su acogedor departamento de Barrio Parque, el lugar más elegante de la Capital. El escritor formula su sentencia desde el espacio de lo ideal: la existencia en algún momento de la Argentina como una República vigorosa en civismo e instituciones. Pero República que aquí jamás existió. A lo sumo amagó ser, pero nunca fue plenamente. Reflexionando el tema desde dictados más ajustados a matices, la socióloga y directora del Departamento de Ciencia Política y Estudios Internacionales de la Universidad Di Tella, Catalina Smulovitz, sostiene: “No es de esperar que problemas como la composición del Consejo de la Magistratura, violaciones a la libertad de prensa o la cesión de poderes del Congreso al Ejecutivo den lugar a la aparición de movilizaciones masivas”. Pero a la hora de interrogarse quién cubre ese déficit en el ejercicio de control democrático, la respuesta es la misma: la prensa, las ongs y éste o aquel grupo que sale a la calle para reclamar sobre una cuestión muy puntal desde la perspectiva de los intereses del conjunto. Sin embargo, Smulovitz, advierte: –Muchas causas pueden no generar presión a través de movilizaciones, pero el efecto político de su recurrente aparición no puede ser desestimado. Con este punto de vista coincide Carlos Piedra Buena, doctor en Historia y licenciado en Ciencia Política. En un sabroso ensayo publicado recientemente sostiene que estamos asistiendo a la participación solidaria como paradoja relevante del sistema político-institucional. Dice: “Junto con el fenómeno de la desciudadanización se da, por un lado, un serie de formas de participación vinculadas con la solidaridad, que ponen en evidencia interés y ocupación de distintos actores de la sociedad civil, en forma individual o colectiva y, por otro, una sucesión de prácticas políticas tales como cacerolazos, cortes de rutas, bloqueo de edificios, ocupación de empresas cerradas, etc., a las que podríamos calificar como demandas sociales anárquicas, verdaderas formas de participación inusitadas y autoconvocantes en búsqueda de otros canales alternativos eficaces frente al desinterés puesto de manifiesto por los partidos políticos en el tratamiento y solución de problemas acuciantes de la sociedad”. Pero entonces queda claro que la mudanza en las prácticas políticas quizá tienda a arrinconar el orden establecido por el mundo de las normas constitucionales. En uno de sus dictámenes sobre la cultura cívica del Cono Sur del continente, en el 2005 la Corporación Latinobarómetro brindó datos que mantienen vigencia. El informe dice que “sólo el 30% promedio de los ciudadanos dice conocer mucho o algo de las cartas magnas, mientras que un 67% lo encuadra como poco o nada”. ¿Pero es imprescindible que una sociedad conozca su Constitución nacional en todos sus pliegues y repliegues para tener chapa de poseer los atributos propios que hacen a una sólida ciudadanía? –No –sentencia Jorge Giacobbe, líder de Giacobbe y Asociados, una consultora que con tenacidad asiática pasa días y sus noches auscultando a los argentinos. –La gente no anda cotidianamente pensando en si lo que va a hacer ahora o un rato después es o no constitucional, ni acá ni en ninguna parte del mundo. La formación de una cultura política no pasa por saber el contenido de la Constitución, pasa por la tradición cultural que forja un sistema político, cómo lo signa, cómo lo define e incluso lo condiciona y le pone ritmo; en otros términos: pasa por la historia de un país. Y, por las razones que sean, en la carencia de una tradición de ejercicio permanentemente democrático de nuestra política está nuestro débito. Somos políticamente como somos porque venimos de donde venimos: un país sin tradición de una digna estabilidad política. Mire por donde se la mire, la calidad institucional, la calidad ciudadana, está jaqueada además por los cambios que se están dando en la política misma y la percepción que la gente tiene de la política –advierte Giacobbe. La reflexión pivotea en el desencanto que anida en la sociedad para con la dirigencia política. Volvamos a Carlos Piedra Buena. Cree que, en relación con la política, los argentinos comienzan a moverse hacia un sitio en que quizá ésta esté desaparecida. Estima que el hombre, en tanto actor central de la política, se “encuentra inserto en un ámbito distinto al que dio lugar al constitucionalismo del siglo XIX. Las características de la sociedad posindustrial –contenidas en esa paradoja global que pone en evidencia las tendencias a la globalización y a los tribalismos y su impacto en el Estado-Nación– han dado lugar a un hombre más preocupado por sí mismo, descreído de la política a causa de la falta de respuestas válidas frente a los desafíos de la nueva realidad. El escenario en que se desenvuelve (el hombre) es el más próximo a ese fenómeno conocido como la desaparición de la política y en ese espacio entonces no tendrían cabida ni sentido los partidos políticos”. Siguiendo este razonamiento, ¿es posible que los argentinos estemos reconceptualizando la política? Por ahora no hay espacio para una respuesta que asuma el “todo” de ese interrogante. Entonces, la pregunta se anula en sí misma. Sin embargo, no pierde validez como acicate para la especulación. En un reciente seminario realizado en Buenos Aires, algo más de un centenar de psicólogos y psiquiatras reflexionaron sobre la catástrofe político-social del 2001. –Cuando sobreviene la catástrofe –dijo el psiquiatra Isidoro Berenstein en el cónclave– se establece un corte en la regularidad de la vida, si ésta fue concebida como continua, y lo que se haga de ahí en más adquiere “otro sentido”; en realidad adquiere “un sentido otro”, y a veces se establece como diferente de la vida previa. Genera otra vida, otra subjetividad. Y luego aclaró: –Tomar “otro sentido” sugiere una continuación del sentido anterior, aunque se haya desviado. “Sentido otro” marca –en cambio– una interrupción, un corte y un comienzo de sentido. ¿No estará Berenstein dando en la clave de lo que está sucediendo entre los argentinos y la política y de ahí en más que pierda interés en determinados temas que sin embargo son consustanciales para vivir en conjunto? ¿Qué sucede, por caso, con la corrupción estatal en relación con la percepción que la gente tiene de ella y cómo actúa frente a ella? –La sociedad la percibe como un factor negativo, claro. Y la coloca en las encuestas entre sus inquietudes, pero no le genera tanto fastidio como para salir masivamente a la calle en contra de ella –precisa Giacobbe. Doctor en Ciencia Política egresado de la Universidad de Berkeley, Marcelo Cavarozzi aborda el tema en términos muy descarnados: –La corrupción no conmueve a la gente... los reproches sobre ella sólo funcionan en el largo plazo y no afectan a los funcionarios mientras haya estabilidad. No me refiero sólo a la estabilidad económica sino también a cierta predictibilidad, aunque los términos de esa estabilidad no sean del todo primorosos. ¿Pero acaso hay que resignarse y aceptar que Hegel tenía razón en sus Lecciones Preliminares de Filosofía de la Historia cuando, al mirarla desde el altar de vetusta racionalidad, prácticamente dice que América Latina –por ende, la Argentina también– es sólo tierra de enfrentamientos sin esperanza de conductas políticas superadoras? –No, eso es una desmesura –sostiene el sociólogo, diputado nacional y ex rector de la Universidad Nacional de Córdoba Francisco Delich. Y escribe: “Hegel condenó a las Américas a un oscuro rincón porque creía que eran incapaces de alcanzar el Espíritu Absoluto, ya que carecían de historia. No era cierto; él no la conocía ni la imaginaba”. Pero, entonces, volvemos al principio: por esa historia estamos como estamos. ¿Será así de terminante esa historia?
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