Aunque el proceso no está finalizado, las moratorias previsionales ya implicaron un masivo ingreso de nuevos jubilados en el régimen público de reparto. Se trata de un compromiso presente y futuro de fondos públicos de magnitudes inéditas, superior incluso al que en su momento involucró el Plan Jefes y Jefas de Hogar. No se ha previsto financiamiento específico que le dé sustentación a esta operatoria ni existen evidencias de que la estrategia ayude a mejorar la regresiva distribución del ingreso que sigue prevaleciendo en la Argentina. El INDEC informó que el coeficiente de Gini se redujo desde 0,494 a 0,490 entre el primer trimestre del 2006 y el mismo período de este año. Se trata de una mejora casi imperceptible en el nivel de desigualdad. En una perspectiva de más largo plazo, la distribución del ingreso es prácticamente la misma que hace una década. Se presentan oscilaciones a lo largo del ciclo económico, pero el rasgo estructural es que el nivel de iniquidad es muy alto y persistente. ¿Por qué la Argentina no consigue cambiar la distribución del ingreso a través de las políticas públicas como sí lo hacen, por ejemplo, los países desarrollados? Las moratorias previsionales constituyen un caso muy ilustrativo para entender el fracaso distributivo de la Argentina. Los datos de la Anses permiten hacer el siguiente cálculo: • El total de jubilaciones y pensiones pagadas por el sistema de reparto en noviembre del 2005 fue de 3,1 millones y en abril del 2007, de 4,3 millones. Es decir que las moratorias generaron 1,2 millones de nuevas jubilaciones. • Suponiendo que el haber neto de la moratoria sea de 350 pesos, en el corto plazo implica un gasto anual del orden de los 5.500 millones de pesos. • Dentro de cinco años, cuando se termine de pagar la moratoria, y sumando las asignaciones familiares y la cobertura de PAMI para los nuevos jubilados, el nivel de gasto público adicional comprometido alcanzará a los 10.300 millones de pesos al año. Para dar una idea del orden de magnitud de recursos públicos involucrados, basta con señalar que el Plan Jefes y Jefas de Hogar llegó a cubrir en el 2003 –que alcanzó su “pico” de ejecución– a 2,2 millones de beneficiarios, con una asignación anual de 3.800 millones de pesos. Además, el Plan Jefes se asumió como una ayuda transitoria; en cambio, las jubilaciones son un compromiso vitalicio que no puede ser alterado. En este sentido, las moratorias previsionales tienen que ser consideradas una decisión inédita y trascendental que por su envergadura condiciona decisivamente el futuro de la política fiscal y sus impactos distributivos en la Argentina. Desde el punto de vista de su financiamiento, no se ha contemplado ningún mecanismo que le dé sustentación en el largo plazo. En los primeros cinco años el gasto es más bajo y se va a contar con los recursos de personas que –voluntaria o involuntariamente– enviarán sus aportes al régimen de reparto. Pero esta gente en pocos años llegará a la edad de jubilarse, entonces se hará explícito que el retorno a reparto no es una solución para el Estado sino un alivio transitorio que agrava las inconsistencias financieras en el mediano plazo. Por otro lado, como las moratorias no han contemplado un mecanismo de focalización a favor de los hogares pobres, su impacto redistributivo es, en el mejor de los casos, neutro. Hasta es probable que sume algún efecto regresivo, ya que no todas las personas sin cobertura son pobres. Como el esquema administrativo de acceso al beneficio es muy burocrático y requiere de la contratación de gestores, los segmentos de más altos ingresos son los que en mejores condiciones están –y siguen estando– de aprovechar este subsidio estatal de por vida. Las moratorias previsionales son el mejor ejemplo de improvisación y oportunismo en materia de administración de las finanzas públicas y gestión del gasto social. Los países bien organizados aprovechan las bonanzas económicas para consolidar su posición fiscal con fondos anticíclicos y/o utilizan la abundancia para ejecutar planes de inversión que no pueden ser financiados en épocas de menor holgura. En paralelo, concentran el gasto social en los segmentos más desfavorecidos. La Argentina sigue el camino contrario: perpetúa la fragilidad fiscal y una tendencia a usar fondos públicos a favor de segmentos medios y altos. Con estos criterios de asignación, no hay esperanzas de que la distribución del ingreso mejore significativamente. Lo más grave es que cuando el contexto internacional deje de ser tan favorable reaparecerán los síntomas crónicos de insolvencia fiscal y la necesidad de “ajustes” que recortan gasto social de manera muy rudimentaria y sin posibilidades de evitar los costos sociales que ello implica.
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