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El último hablante selk’nam resiste
Cuando Annëken, el zurdo, deje este mundo se llevará el último vestigio vivo del pueblo que alguna vez dominó el sur de Chile y Argentina. Con apenas 17 años, desde la capital chilena da batalla por la memoria.

Annëken, el zurdo, es el último hablante selk’nam del planeta y sabe que cuando sus pupilas oscuras se cierren por última vez la lengua patagónica de sus ancestros desaparecerá para siempre de la faz de la tierra.
Los lagos, bosques y diluvios no volverán a ser reconocidos y entendidos en el idioma de su cultura nómade. Tampoco los cisnes o la luna de los fiordos australes. Nadie más hablará con los espíritus kaspis ni entonará los cantos chamánicos de lolakiepja.
La voz de un pueblo dejará de vagar por los senderos y bifurcaciones de la humanidad. El silencio, que no existe en el idioma de Annëken, el zurdo, se habrá instalado en la vida de una civilización que recorrió el sur mirabílico de América desde siempre.
No obstante este destino, a sus 17 años él sueña con no ser el único que pueda gritar “yik’wa-vuen, kwa-haspen” (estamos vivos) en su idioma.
Rodeado por las torres que amenazan el barrio que lo vio nacer a cuadras del palacio de gobierno de Chile, produce discos y escribe libros para contagiar el amor a su lengua.
Además, comenzó a enseñar los fonemas del selk’nam-chan a su madre, Ivonne Gómez. Ella ya entiende y balbucea las palabras que alguna vez escuchó de sus padres y de sus tíos, obligados a hablar el español y a inscribirse en el Registro Civil con nombres castizos.
Bajo la luz de la solitaria ventana que intenta iluminar la habitación que sirve de living, comedor y cocina de su casa de adobe, Annëken, el zurdo, recuerda que su viaje a la memoria comenzó a los once años.
A esa edad se interesó por la vida de los mapuches chilenos, el único pueblo de América que derrotó a los conquistadores españoles, a los sables renacentistas de Pedro de Valdivia (1497-1553) y las letras epopéyicas de Alonso de Ercilla y Zúñiga (1533-1594).
Por entonces, aún desconocía sus orígenes. Su madre prefirió ocultarle el “pecado” de su sangre para evitar que sintiera la discriminación que ella sufrió desde la infancia en una capital sin fiordos, emus ni nieves, donde el verde de los poetas no se vive como el jestateltenk de los selk’nam.
Fue esa búsqueda iniciática la que lo hizo tropezar tres años después con un libro, el diccionario del misionero anglicano Thomas Bridges (1842-1898) sobre el idioma de los yaganes, los aborígenes navegantes que habitaron la tierra de los selk’nam, también conocidos como onas.
Devoró sus páginas y partió al sur, hasta villa Ukika en la fueguina comuna de Puerto Williams, a 2.500 kilómetros de Santiago. Allí se encontró por primera vez con Cristina Calderón, la última hablante yagana del planeta.
Su “abuela”, como él la llama, comenzó a enseñarle el idioma yagán. De vuelta en Santiago, las viejas fotos de su familia lo sembraron de dudas y su madre terminó confesándole sus orígenes selk’nam y tehuelche, dos pueblos separados y hermanados por el Estrecho de Magallanes.
Decidió dejar atrás su nombre afrancesado de Joubert Yanten y convertirse en Annëken, el zurdo. Luego vinieron los sueños.
Aprendió solo los fonemas y estructuras gramaticales del selk’nam-chan, el idioma de su pueblo. Escuchó antiguos registros de audio y grabó dos discos compactos, “Kwanyipe? el primer Tchön” y “Yik’wa-vuen, kwa-haspen”, en forma independiente. “Pero no sabía que recuperar un idioma era tan importante”, confiesa a DPA y adelanta que ahora termina una tercera producción: “Te cos-kospive”, que es parte de un video sobre una imaginaria mujer selk’nam que se llama Cos-kopive, cara triste.
Un grupo de artistas, académicos y periodistas apoya su creación a través del colectivo Fuego Ancestral, que dirige el gestor cultural Oscar Galleguillos. Ya organizaron un primer concierto en el Museo de Bellas Artes de Santiago y alistan un acto en la Plaza de la Constitución.
Como una paradoja del destino y la civilización, aún no puede presentar su arte en su colegio, el Santa María de Santiago. Advierte que allí no siente discriminación. Hoy, en la ciudad, lo singular “llama la atención”, supone. Por ello es que no considera regresar a las tierras donde hoy sobreviven los últimos tehuelches, yaganes y kaweskas.
“La verdad es que a los indígenas allá los dejan bien de lado. En cambio, acá por internet uno mueve masas”, sostiene. E insiste en que “la mejor manera de explicar un idioma es la música”, la misma que quiere llevar a los onas argentinos de la comunidad patagónica Rafaela Ischton, para que nunca la cheyek (tranquilidad-silencio) se apodere de su historia.
Quizá así la tierra de sus ancestros deje de ser el cementerio de su pueblo, como registró textual y gráficamente hace cien años el sacerdote alemán Martín Gusinde (1886-1969).
Esos eran los tiempos en que por las llanuras y las montañas campeaba el ingeniero judío rumano Julius Popper, quien escopeta en ristre cazaba aborígenes y registraba sus “hazañas” en fotos que inmortalizaron su encuentro con los “bárbaros” que perseguía. Además, ofrecía monedas de oro por cada oreja de indígena que le trajeran. Así abatió a onas/selk’nam, yaganes y alacalufes.
El tiempo, el mestizaje y la vergüenza identitaria completaron el exterminio ante el que Annëken, el zurdo, hoy se rebela.



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