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“Debemos ayudar a los jóvenes a nivelar hacia arriba”
El filósofo y profesor honorario de la UBA acaba de publicar el libro “Dédalo, tecnología y ética”, en el que recopila las notas aparecidas en el “Río Negro”.

usted pone como título de su libro “Dédalo, tecnología y ética” el nombre de un personaje de la mitología griega. ¿Qué significado reviste ese nombre?
–Que el contenido del libro tiene como enfoque general la relación que guarda la tecnología con la ética. Y Dédalo –inventor genial, arquitecto, ingeniero, artesano– es, justamente, un referente clásico de esa relación. Evoca la necesidad de que los que saben sean responsables de sus logros científico-técnicos en bien de los demás; ciencia con conciencia. Pero, en particular, enfoca en el tema de los múltiples avances de las tecnociencias y su gravitación sobre la sociedad; los agudos problemas que están planteando.
–Si usted no lo ve mal, yo prefiero en esta entrevista no tratar esos temas específicos porque, reconociendo que son apasionantes y que todos los ensayos que los tratan enseñan en un nivel alto de claridad y erudición, para esta edición nos interesan algunas ideas particulares que son, por así decirlo, más “políticas”. Veamos. En los artículos que integran su libro, aparece en ocasiones más o menos directamente, un tema que es apasionante: la relación difícil entre el pensamiento, lo intelectual directamente hablando, y el poder.
–Ciertamente, tenemos ahí una relación conflictiva. A muchos pensadores les ha subyugado querer influir en el poder. Al poder le incomoda el manejo que ellos hacen de las ideas, el pensamiento como fluir constante, los cuestionamientos intelectuales, éticos y hasta estéticos. Y no me refiero sólo al poder en su expresión política sino al poder en general, como estructura, como organización.
–El cuestionar es la “más alta figura del saber”, escribió Heidegger. ¿Me equivoco si digo que usted comparte opiniones como la de George Steiner acerca de la profundidad de la reflexión filosófica de Heidegger? Creo que ello se desprende de sus reflexiones.
–No, no se equivoca. Fue un pensador excepcional (del nivel de Platón, dicen algunos), casi inaccesible por profundidad, complejidad y expresión lingüística, aunque su afiliación inicial al nacional-socialismo casi siempre está presente cuando se lo juzga mirando con horror ese episodio de su vida. Steiner lo defendió de eso, admitiendo que no estaba del todo equivocado un interlocutor suyo que exclamó “fue el más grande de los pensadores y el más pequeño de los hombres”. Pero hay antecedentes. Platón también se ilusionó con gravitar con sus ideas en situaciones políticas de su tiempo, hizo tres viajes desde Grecia a Siracusa y a la Corte de su déspota. Por supuesto que, en materia de querer influir desde la filosofía para reformar una sociedad, no han sido los únicos. En esa intención fracasaron pensadores como Voltaire con Federico el Grande y Diderot con Catalina de Rusia. Están Bacon, Hegel, Marx, hasta quizá Ortega y Bertrand Russell. Y, muy lejano, Confucio, que desde siglos aún orienta con sus ideas a los tecnócratas actuales de China que algunos identifican como “el partido único de los ingenieros” pero también “el partido único de los confucianos”.
–Pasando a la actualidad y a nuestro país, ¿qué problemas de orden público lo están, en particular, preocupando?
–Uno es la tendencia a constreñir el pensamiento del oponente, a condicionarlo... estigmatizar la idea que no se comparte, bloquearla desde el prejuicio, evitar el debate; el “no se puede”, por definirlo de alguna manera, típico de la Argentina. Otro, la reiteración enfermiza de temas que pertenecen al pasado ominoso y la vulgaridad expresiva y gestual de los que gobiernan. O el “todo vale” para la injuria. Pero en estos últimos tiempos hay otros problemas mucho más descorazonadores todavía. Una creciente anomia social, el desorden permitido y hasta alentado desde arriba, la carencia de límites para comportamientos inciviles, la generalización de conductas agresivas. Y otra cosa: la presencia de grupos que pugnan para nivelar hacia abajo en lugar de proponerse que en todos los órdenes los criterios de valor sean la exigencia y el mérito. Fíjese en lo que ocurre en las universidades (y hasta en niveles inferiores de la educación pública), la acción desembozada de minorías ruidosas y prepotentes que parecen tener, so capa de “democratización” o “participación” en la enseñanza, un propósito único de destruir jerarquías y “nivelar hacia abajo”. Es la invitación a un “haraquiri” de la sociedad…
–¿Por qué ese ahínco en nivelar hacia abajo?
–Por intereses creados, por miedo a lo distinto, por temor a que lo distinto ponga en evidencia la propia mediocridad, por apoderarse de pitanzas que brinda el poder (“El poder –decía Alberdi– es la suma algebraica de todos los placeres de la vida”), por nihilismo, por prepotencia, por utopías idiotas y ensoñaciones revolucionarias. Debemos procurar, los que tenemos ya experiencia, debemos ayudar a los jóvenes a nivelar hacia arriba, a trabajar en una escala de valores que los ayude a ellos y al conjunto.
–“Todos igualados es mejor, aunque sea en la mediocridad”, ésa sería la consigna...
–Podría ser. Muchos hombres de nuestro país, grandes pensadores y maestros, han sufrido esa desconsideración por parte del poder o de la sociedad. Recuerdo a muchos y de ellos hablo en el libro.
–¿Sólo del poder público? ¿O esas miserias también anidan en otros planos de la vida nacional? El mundo de las empresas tiene mucho de eso...
–En todos lados pero, con los años, las verdades de aquellos hombres estallan de cara a las crisis, a los problemas que sobrellevamos. Mientras tanto, los estigmatizamos, los descalificamos. Y están las burocracias, que son enclaves que siempre resisten los cambios. Pasa en lo público y en lo privado.
–¿En quiénes, en particular, está pensando cuando habla de estos hombres?
–En muchos... en Alberdi, en Sarmiento, en Deodoro Roca... en muchos y, más próximo en el tiempo, en Ezequiel Martínez Estrada, un escritor excepcional.
–Pero para el común denominador él trasciende en términos de un nihilista; es contradictoria la idea que se tiene de él.
–Nihilista, no. Amargado sí. Le dolía el país.
–Es un diagnóstico fuerte. Me recuerda a, por ejemplo, De la Torre…
–Martínez Estrada fue un incomprendido por sus contemporáneos y aún ahora lo es por muchos. Nadie como él diseccionó las razones de los males que afectan a la Argentina. Un pensador entrañable, valiente a la hora de desmenuzar el rol retrógrado que para el país tiene formas y estilos de ejercer poder en la Argentina... el caudillismo, la burocracia, el militarismo, el populismo, la demagogia. Lo refractaria al progreso que es la Iglesia Católica como institución. Anticipó problemas que hoy son metástasis en la Argentina, por así decirlo.
–¿“La cabeza de Goliat” puede ser apreciado como uno de esos anticipos? Años después de publicarlo, muchos años después, Martínez Estrada le escribió a Pedro Eugenio Aramburu y le dijo que lo mejor que podía hacer como gobierno era desmantelar Buenos Aires:“Hay que dinamitarlo”, le decía, concretamente.
–Hay dos, por tomar sólo dos, libros suyos deslumbrantes para meditar el país: “Radiografía de la pampa” y “La cabeza de Goliat”. También “Las 40”, es cierto (y no olvidar la autopsia histórica de la Argentina que hizo en “Muerte y transfiguración de Martín Fierro”). Cuando hoy se ve lo que sucede en el Gran Buenos Aires y Capital Federal en el plano que uno quiera –problemas, degradaciones de conductas, etc.– y lo relaciona con lo que él escribió hace, en algunos casos, 80 años atrás, no puede dejar de admirarlo. ¡Un visionario de verbo tajante! Y pensar que cuando Alfonsín puso en marcha el proyecto de trasladar la capital a Viedma lo combatieron los mismos intereses que combatieron todo el pensamiento de Martínez Estrada: los verdaderos reaccionarios que siempre tiene este país. La desjerarquización de ideas, pero evitando el debate, es una de las constantes más graves que tenemos desde siempre. Les pasó a tantos y nos está pasando ahora con ese círculo áulico de quienes desde la Rosada se autodefinen hablando siempre de un mayestático “Nosotros”... ¡y en qué prosa!
–Alguna vez, en una conversación hace ya muchos años, me habló usted de Jorge Sábato.
–¡Ah, sí, sí! Yo fui muy amigo de Jorge, el hombre cuyas ideas fueron argamasa para la Conea e inspiraron al Invap como fábrica de tecnología. Un hombre de enorme creatividad y dinamismo, muy inteligente y acostumbrado a llevar su pensamiento más allá de lo dominante. Tan talentoso que yo entonces le dije a usted –pensando en que integraba una generación de talentosos y patriotas que hubiera llevado al país muy arriba y a la que los malos tiempos de tantos despotismos militares y populistas frustraron– que había que organizar un congreso de hombres como él. El país perdió mucho con su muerte, que se produjo en 1983, justo cuando se daba quizá su ocasión política y técnica. Además, un hombre alegre, lleno de vida, ingenio y comunicatividad…¡un tipo total, como dicen los pibes ahora!
–Desde esta perspectiva, algo distinto a su primo Ernesto…
–Sí, pero él respetaba mucho a Ernesto, lo admiraba y comprendía como a un hermano. Con Jorge nos pasábamos tardes hablando del país, comentando el desdén de los de arriba por el pensamiento creativo y su desprecio por la inteligencia.
–Quien sigue sus escritos y conversa con usted, Ciapuscio, llega a la conclusión de que Perón también trató con desdén a muchos pensadores y científicos argentinos. ¿Es así?
–En materia de desarrollo científico, Perón pensó en términos de necesidades de la defensa nacional, en términos militares. No bien terminó la Segunda Guerra, él estaba convencido de que “ya” venía la tercera. De ahí que se atendió sobre todo a la técnica en función de objetivos militares y de ahí también su empeño en recoger lo que quedaba de la estructura de técnicos y científicos del Tercer Reich luego de que los norteamericanos y los rusos pasaran el rastrillo y se llevaran a los mejores.
–¿Qué alcance tiene “lo que quedaba”?
–El que le da la misma naturaleza de lo que se podía traer, que no eran hombres de primer rango en el campo técnico y científico de la Alemania nazi. El trae a Kurt Tank, a Richter, al que le brinda todo el apoyo para que cometa el fiasco de Isla Huemul. Jorge Sábato, por ejemplo, decía en el caso concreto de Richter, que Perón –que como científicos admiraba a médicos– decidió desde su ignorancia sobre los físicos del país. Su álter ego en lo tecnológico, el coronel González, decía que los físicos argentinos no eran utilizables porque eran opositores al régimen, eran “contreras”, por eso no tuvo en cuenta las advertencias que sobre el nivel científico de Richter le hacían los físicos argentinos, que no podían creer que una persona sin currículo estuviera a cargo de semejante proyecto. Y todo termina en lo que inexorablemente tenía que terminar: un desaguisado. Pero de todo ello hay que informarse en memorias como las preciosas de Enrique Gaviola y en libros excelentes como los que nos han brindado varios físicos de Bariloche.
–Tengo curiosidad por lo que usted podría contarme de otros argentinos valiosos que frecuentó.
–Me gustaría citar, en particular, a uno que compartió ideas con Jorge Sábato y vivió hasta no hace mucho, Manuel Sadosky, un maestro por antonomasia. A principios de este año se oficializó la creación de una fundación que lleva su nombre y esto hace oportuno el recuerdo. El objeto establecido para ella parece calcado del “triángulo” que Sábato proponía como estrategia de desarrollo nacional: que la universidad, la industria y el Estado integren, con el auxilio de la informática, sus esfuerzos tecnológicos.
–¿De qué manera harían efectivo ese propósito?
–La idea es que los centros y grupos que se crearán en varios puntos del país, con participación de investigadores universitarios, brinden soluciones de investigación y desarrollo a las industrias y los servicios que lo requieran. Para ello se han comprometido fondos importantes, tanto desde el Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología como desde las empresas asociadas de la informática.
–Parece una fórmula muy atractiva.
–Creo que es así y estoy seguro de que los dos grandes argentinos que recordamos en esta charla se hubieran sentido muy felices al momento de una concreción que aguardamos con esperanza.

EL ELEGIDO

Héctor Ciapuscio tiene 83 años y una vitalidad intelectual y física inmensa. También unas cejas muy cargadas, muy marcadas.
Pero su capital, su inmenso capital, es la dosis de humanidad y talento con que llega a tantos años atravesando la vida. Un largo trayecto siempre enrolado en todas las causas que hacen de la vida un valor excluyente a la hora de apreciarla, de defenderla, de ayudarla en ese tortuoso y permanente desafío que implica la lucha por dignificarla día a día. Un compromiso que él asumió siendo adolescente en un Entre Ríos de mucho verde, esteros, inundaciones con perfiles de literatura del realismo mágico y la necesidad de comerse la vida aprendiéndola.
Encontró en la filosofía un medio para manejarse en el rico tironeo entre la duda, la certidumbre, el manejo agobiante por momentos entre ideas antitéticas y, fundamentalmente, para ayudar a reflexionar desde la cátedra, desde la investigación. Esos planos de la vida académica desde los cuales se entregó y entrega de lleno por esta pasión llamada Argentina, este país que forma parte de sus desvelos. De sus sueños. Pensar en el país aun en la noche más negra, casi como un ir a buscarlo desde la reflexión y como diciéndose a sí mismo “No todo está perdido”. Como aquel personaje de una novela francesa cuyo título se escapa ahora, diciendo “...aun en estos días de furia, siempre es necesario que alguien enhebre collares”.
Espíritu crítico. Ausencia de todo deslizamiento hacia el dogmatismo. Ajeno al discurso único. Amante del debate. Distante de rendirse ante la contradicción. Inquisitivo. Adversario de la vulgaridad.
Así es el intelecto de Héctor Ciapuscio quien, desde hace ya casi dos décadas, enriquece las ediciones de este diario.



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