El tren transcurría con el monótono traquetear que habitualmente le vale consumir 32 minutos para hacer el tramo Retiro-San Isidro. Dos señoras, sentadas, miraban distraídas el coqueto paisaje urbano que rodea las vías a poco de arrancar de la estación Vicente López rumbo a Olivos. –¡Qué terrible! ¿Te enteraste de que el martes pasado encontraron una beba de tres días en un canasto de basura enfrente de la estación, en Retiro? Abandonar un recién nacido, yo no lo puedo entender... ¿qué clase de madres son ésas? –Yo no lo entiendo ni lo justifico, aunque se esté en la peor de las miserias el instinto materno es más fuerte... si hasta los animales son capaces de dar la vida defendiendo la cría. ¡No sé! Es antinatural, es negar la condición de mujer. –Y hay cada caso... fijate esas nenas de trece o catorce años que murieron quemadas en un vagón donde vivían con sus bebés de meses. Seguramente tomados o drogados, con los fríos que están haciendo, ni se habrán dado cuenta... –Mirá: ahí la falla está en los padres, como los de Cromañón. Uno tiene que educar a los hijos, hacerse cargo, controlarlos. Si no, después aparecen las consecuencias. –Te diría que es más grave que eso. Yo estoy convencida de que una cosa es la educación y otra, la naturaleza humana. Si sos una mujer con sentimientos, los hijos están por encima de todo. Podés ser pobre, podés ser ignorante, pero antes que nada sos mujer y madre. Eso lo tenés adentro, nace con vos. Este diálogo –palabras más, palabras menos– es real. Lo mantuvieron dos mujeres que rondarían los cuarenta años, con apariencia de clase media de relativo buen pasar que bien podían ser profesionales, comerciantes o empleadas calificadas. Lo que estaban expresando en esas pocas frases es todo un sistema de creencias acerca de lo que significa ser mujer y ser madre, un sistema de creencias que, por ser vivido como “natural”, se expresa en juicios irreductibles. Una forma de pensar que, me atrevo a decir, representa un sentir comúnmente aceptado. El “instinto materno” supone la existencia de una fuerza interior innata, una condición propia de la feminidad, presente a lo largo de la historia evolutiva y que comprendería todas las especies del mundo animal. Este instinto estaría ligado a la preservación de la especie y cabe concluir que quien no lo tuviera estaría atentando contra la vida misma y le cabría –por lo menos– la condición de “desnaturalizada”. Para avanzar en el análisis de la cuestión, debemos adentrarnos en el origen y significado de esa particular relación que es la materno filial y definir, –si resulta posible– si se trata de una cuestión instintiva (innata, genética, generalizada y predeterminada) o si estamos hablando de un comportamiento socialmente construido (adquirido, aprendido, sujeto a variables histórico-culturales y a condicionamientos de la experiencia y situación de cada individuo). Las posturas son encontradas, pero el avance de las ciencias nos ha permitido discutir con fundamentos que van más allá de cuestiones ideológicas o dogmáticas. Previamente al extraordinario desarrollo científico del siglo XX, las ideas sobre este tópico se sustentaban en razonamientos prejuiciosos que se expresaban como verdades indiscutibles; en realidad, se trataba de conceptos elaborados de acuerdo con la moral imperante para el poder de cada época. Hoy están quienes, con argumentos biológicos, químicos y genéticos, proclaman su carácter instintivo y, del otro lado del arco quienes, basados en estudios de antropología cultural, historia y sociología, se refieren al concepto de instinto materno como un mito, prefiriendo hablar del amor materno filial como una cuestión vincular. Justamente en las últimas dos décadas, los conocimientos en materia de los procesos fisiológicos, neuroinmunoendócrinos y genéticos han dado apoyatura a la base biológica de los comportamientos. En el caso del amor maternal, se plantea el protagonismo de la ocitocina, una hormona producida en el hipotálamo cerebral que se secreta en gran cantidad en los momentos previos al parto e interviene facilitando la contracción uterina y se mantiene en niveles altos, constituyéndose en lo que muchos denominan la “hormona del amor” ya que estimula comportamientos de defensa de la cría, la disminución de la ansiedad materna y la sensibilización del tacto, el olfato, el oído y la memoria de la madre, lo que le permite reconocer inmediatamente las necesidades de su hijo y lo vincula estrechamente con él. También está demostrado que, más allá del nacimiento, la persistencia del amor incondicional de las madres hacia sus hijos sigue teniendo base cerebral, ya que se activan regiones del cerebro ligadas a la euforia y la recompensa, al tiempo que se inhiben la capacidad crítica y las emociones negativas que se podrían producir. También otras hormonas y mediadores químicos desbalanceados en los procesos depresivos se relacionan con el desinterés e incluso la agresividad y el rechazo a la descendencia en mujeres y animales de experimentación. Por último, cada vez se descubren más genes que tienen que ver con comportamientos maternos específicos, positivos o negativos. Con el mismo énfasis, quienes consideran el instinto materno como un mito, lo encuadran entre otros que surgieron para establecer el dominio y el sometimiento de las mujeres: el “mito de Eva”, en el sentido de que fue creada de una costilla del hombre, lo cual le resta autonomía desde su propio origen; el mito del “sexo débil” que, más allá de consideraciones a la fuerza física, remite a debilidad emocional o incapacidad para la toma de decisiones; el mito del “ama de casa”, que impone limitar el mundo al reducido espacio familiar. En ese contexto, desde hace miles de años las sociedades –patriarcales en su mayoría– han sacralizado la función materna consiguiendo un doble efecto: por un lado, sustraer al hombre del compromiso en los vínculos afectivos y de las responsabilidades de crianza y, por el otro, asegurar el enclaustramiento de las mujeres, que se suponen “naturalmente” predeterminadas a ese tipo de quehaceres. Las hipótesis del amor maternal como sentimiento aprendido se valen, a su vez, de experiencias negativas con niñas criadas en instituciones que, en la medida en que no han recibido afecto, estimulación ni cariño personalizado, han desarrollado actitudes pasivo agresivas, carencia de habilidades sociales y retraso neuromadurativo. De no revertirse esta situación, tempranamente se terminan cristalizando conductas de aislamiento e incluso antisociales. Se rebaten las tesis de lo innato y permanente, mostrando cómo a lo largo de la historia han sobrado los ejemplos de inexistencia de ese instinto. En efecto, desde la Edad Media ya se recogen testimonios de rechazo a la maternidad, siendo prácticas habituales el abandono o la entrega de niños cuando no el sofocamiento o la muerte indirectamente provocada al negarse secretamente las madres a alimentar a sus recién nacidos no deseados. En su libro “Historia del amor maternal entre los siglos XVII al XX”, la socióloga Elizabeth Badinter dice que “el amor maternal es un sentimiento humano y como tal es incierto, frágil e imperfecto que, contrariamente a las ideas que hemos recibido, tal vez no esté profundamente enraizado en la naturaleza femenina”. Abona sus comentarios con abundante estadística sobre índices de abandono en todas las clases sociales. En definitiva, lo que se postula es que la mujer se comporta como madre en la medida en que aprende de su propia crianza, se siente reflejada en moldes culturalmente establecidos y finalmente hace suyo el deseo y la necesidad de ser madre y criar a sus hijos. Tratar de resolver el dilema nos lleva a otras preguntas: ¿el ser humano es sociable por naturaleza o lo es por aprendizaje? ¿Se invalidan mutuamente la existencia de una carga genética y un condicionamiento social? La respuesta, por ahora provisional, es que ambas situaciones no se excluyen. Toda conducta tiene una base biológica y cerebral en la que se sustenta y experiencias vinculares que la refuerzan en uno u otro sentido haciéndola desaparecer, transformándola a lo largo de la vida o consolidándola como propia de nuestra vida cotidiana. Lo que se debe tener en cuenta es que, desde antes de ser procreado, cada individuo está condicionado por una historia familiar que lo precede, la presencia o no del deseo de que existan recursos materiales que cubran o no sus necesidades básicas y un contexto social favorecedor o que tienda a su destrucción. De acuerdo con esto, habrá mujeres que podrán elegir qué ser y sentirse seguras para rechazar aquello que no quieran ser; otras serán lo que puedan y, en los peores casos, otras estarán condenadas a no ser. Romina Tejerina, la mamá que abandonó a su recién nacido en un canasto de basura; las niñas madres que se quemaron junto a sus bebés e incluso las señoras del tren, son mujeres de nuestra sociedad que sólo podrán ser comprendidas –y ayudadas– si escapamos de la tentación de juzgarlas de acuerdo con los modelos de normalidad/patología propuestos desde un abordaje exclusivamente biologista o concepciones moralistas que pretenden natural lo que se conforma socialmente. De abandonos e infanticidios ç“Un bebé de apenas cinco horas de vida fue encontrado en el sótano de un edificio de Parque Centenario cuando un vecino del lugar bajó a las cocheras y escuchó el llanto de la criatura. La Policía buscaba a la madre del bebé entre las personas que viven en el edificio o que trabajan como empleadas domésticas en algunos de los departamentos”. (“Clarín”) “Romina Tejerina tenía 18 años y no quería tener un hijo. Escondió su embarazo y confesó luego que sentía vergüenza porque había estado con un hombre mayor, por la fuerza. Pero tuvo el bebé –una nena– y lo mató. Fue en febrero del 2003”. (“Clarín”) “Fuentes de la Defensoría General de la Nación informaron que los defensores de menores atienden entre dos y cuatro casos nuevos por mes de chicos abandonados solamente en la ciudad de Buenos Aires”. (“La Nación”) “El lunes, en La Rioja, se conoció el caso de una joven cordobesa que se presentó a la Policía con un bebé ‘encontrado’. Quería adoptarlo. Era mentira: tras escapar del hospital con su hijo envuelto en una frazada, inventó esa historia por temor al estigma de la ‘madre soltera’”. (“Clarín”) “La baby box ya funciona en varios países. Se trata de una caja que está al alcance de los que han engendrado un hijo que no desean o no pueden mantener para depositar al recién nacido sin necesidad de que nadie les vea ni sean juzgados. El sistema consta de una ventana y un cubículo en el que se deposita al bebé. Después se debe presionar el timbre para que el médico acuda a atenderlo y llevarlo a un hospital de maternidad donde las autoridades procederán a los trámites para su adopción. La iniciativa está instaurada en Alemania, Bélgica, Austria, Eslovaquia, Suiza, Italia, Sudáfrica y Hungría. Así se pretende que los niños no sean abandonados en lugares insalubres y darles la posibilidad de que puedan vivir... la preocupación de ser juzgados y reconocidos ha hecho que muchas de estas ‘personas’ lleguen a matar a sus propios hijos, tirarlos en contenedores de basura o río abajo metidos en una bolsa de plástico”. Fuente: www.bebesymas.com “... me limitaré al comentario de una paciente de clase obrera argentina quien, años atrás, tuve que entrevistar en un servicio psicosomático de ginecología. Cuando pregunté a esta mujer cuarentona y desgastada sobre su vida sexual, me contestó: ‘Mi esposo es muy considerado. Como sabe lo cansada que estoy de noche, no hace ya uso de mí sino que se arregla fuera de casa’”. (Marie Langer, psicoanalista) “(…) Los estereotipos no serían malos si únicamente fueran pensamientos: tan sólo serían una prueba de nuestra ignorancia. Pero el problema es que contribuyen a hacer desgraciada a la gente que los sufre y a la gente que los tiene. La persona destinataria de un estereotipo, además de ser juzgada según este estereotipo, también puede sentirse obligada a adaptarse, o sea, a actuar no como ella quiere sino como manda el estereotipo. El aprendizaje tradicional de la masculinidad y la feminidad es un buen ejemplo de adaptación al estereotipo”. (J. Beltrán, “Derechos humanos y ciudadanía”, Almadraba, páginas 11 y 12)
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