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El déficit habitacional alcanza a 100.000 personas
De acuerdo a los datos del censo 2001, el déficit habitacional de la provincia está representado por unas 100.000 personas. El interventor del insituto de la Vivienda, Gustavo Durán, dijo que un 30 % son familias que sí tienen un lugar dónde vivir, pero que lo hacen hacinados o en malas condiciones y que necesitan una mejora en la calidad de las viviendas. Por José Názaro, diario La Gaceta de Tucumán, integrante de la Red de Diarios en Periodismo Social.

Aunque en la penumbra de la tarde sus ojos no lo puedan ver, el paso cansino, pero constante del tren se le anuncia cuando las tablas de la casilla que construyó a tres metros de las vías comienzan a temblar.

Patricia Pedraza tiene 36 años y llegó hace dos meses a un terreno en Marco Avellaneda al 900. Tiene los ojos demasiado chiquitos como para poder observar el mundo que la rodea, pero ella siente el temor acuciante que aqueja a las otras personas que se instalaron en el lugar. Con los $ 300 que ingresan mensualmente en promedio en cada una de las seis familias del asentamiento, no pueden ni siquiera soñar con tener una vivienda propia. Y cada vez que los desalojan de un terreno, deben buscar otro para instalarse.

Estas familias son una versión moderna de un grupo de nómades: tienen sus ancianos, sus jóvenes, sus animales y hasta sus discapacitados. En cada una de las casillas al menos vive una persona con discapacidad, lo que agrava la situación del grupo.

Patricia nació con problemas en la vista. Nunca consiguió trabajo y apenas pudo educarse. Hace seis años conoció a Roberto, que trabaja como cadete, y, desde entonces, él se ocupa de cuidarla, según sus propias palabras. La historia de esta pareja podría ser un buen argumento para una novela sobre un amor que supera los estragos de la pobreza. Pero lo que ellos viven está muy lejos de la ficción y muy enquistado en la realidad tucumana.

Desde que se conocen, vivieron en distintos lugares (el fondo de las casas de algunos parientes, habitaciones alquiladas por muy poco dinero, terrenos ocupados) hasta que terminaron en Marco Avellaneda al 900 en una casilla que le compraron, paradójicamente, a otra familia pobre por $ 300.

"Me recorrí todos los pasillos de la Municipalidad para pedir un freezer chiquito con el que pueda vender algo. Pero nunca me dieron nada. Yo sólo quería conseguir algo de dinero para poder alquilar y tener un lugar fijo para vivir. Y, en cierto modo, ellos fueron los que me obligaron a venir acá", cuenta Patricia con una voz dulce, que parece haber quedado a salvo del endurecimiento al que la realidad sometió su caracter.

Junto a su casilla hay cuatro palos de madera cubiertos por un plástico negro. De su interior aparece un hombre que apenas puede caminar. En el asentamiento, a Atanasio todos lo llaman "El abuelo". Quizás sea porque su aspecto da la impresión de que tiene mucho más de 60 años. Era obrero de la construcción hasta que tuvo un accidente. Ahora casi no levanta los pies y todos sus bienes son los cuatro postes, el plástico y una cama desvencijada.

Con calma, sin maldad en la mirada, sus palabras son contundentes: "Yo ya no confío en nadie; sólo en Dios. Nunca me dieron nada y vivo así. Pero tampoco le guardo rencor a nadie. Algún día me va a llamar Dios para que me vaya junto a él".

Nélida tiene siete hijos y está esperando el octavo. Como la casilla en la que vive es muy chiquita, su hija mayor levantó otra a pocos metros y ella mandó a dos de los chicos a vivir con la abuela. Lo llamativo es que dos de las chicas con celíacas y ellos ni siquiera sueñan con poder comprarle los alimentos indicados para la afección. "Nos la arreglamos como podemos", asegura.

"El sueño de todos es poder tener un terreno propio. Pero no hay manera de que podamos comprar uno. Y me parece que el Gobierno tampoco nos va a regalar nada. Mi marido hace changas y apenas llegamos a $ 300 para vivir", explica.

Da la impresión de que con la llegada de la tarde, una especie de desasosiego envuelve el asentamiento. Pero sus habitantes rápidamente se lo sacuden cuando las maderas empiezan a temblar: llegó el momento de decirles a los chicos que se metan dentro de las casillas para que ayuden a sostener las paredes mientras el tren pasa por las vías con un ritmo cansino, pero constante y demoledor.

 



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