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Las torres de Patagones

Aldo Sessa las captó un día espléndido de años atrás. Cielo abierto. Todo el sol. Pero ellas saben de todos los cielos imaginables. Los cerrados y muy negros. Esos cielos cruzados por la elegancia histérica serpenteante de ese instante tan efímero y sobrecogedor que se llama rayo. El rayo impetuoso que por un instante ilumina Viedma. Abajo, a su derecha, en la orilla sur de ese tajo largo saturado de historia que es el río Negro.
Y los cielos de viento. Viento que llega con la mochila cargada de tierra traída desde recónditos sitios del Oeste. Cielo desdibujado de tanto ventarrón. Días de los eucaliptos de las plazas 7 de Marzo y Villarino doblados. Agitados. Ruidosos. Tanto quiebre para aquí y para allá que parece llegar el fin de sus centenarias vidas.
Y los cielos de la quietud del verano. Días de costa de río de sauces llorones. Río de lanchas que fatigan sus cascos en ese ida y vuelta que desde tiempos inmemoriales es comunión entre ambas márgenes.
Un tirón de vida en el que ellas siempre están. Imperturbables. Casi a modo de sentirse dueñas de todo el tiempo en que crecieron y crecen la linda Patagones y la linda Viedma.
Huelga decirlo, pero “lo que huelga decir no huelga decir cuando se trata de lo bello”: una de ellas, la blanca, corona la iglesia de Carmen de Patagones. Tiene otra a su lado. Igual, claro. Si la memoria no juega sucio, ambas fueron levantadas en los años ’30, en tiempos de Justo. Y por decisión de Justo, un general que imaginó las torres desde su profesión de ingeniero. Un presidente de facto que desde lo intelectual fue casi un remanente de la Generación del ’80. Un hacedor en un tiempo que la historia mira con desdén. Militar que tuvo un motivo muy íntimo para dar la orden: su esposa –Ana Bernal– era de Patagones.
Y la otra torre. Más baja. Rechoncha. Gris. Gordita de paredes. A metros de las esbeltas, de las blancas. Creció cuando Mayo no era Mayo. En soledad. Toda la soledad. La parió un puñado de voluntades más tiradas allí que llegadas a ese sitio. Y la torre del Fuerte del Carmen comenzó a ver pasar la historia. Con una escalera que corcovea en su interior. Interior frío. Oscuro.
Desde ahí pispeó la torre el Patagones de aquel 7 de Marzo de 1827. Día templado a coraje y sangre.
A pura entrega por esa cosa confusa que era y quizá aún lo es y que se llama Argentina.
Ese día de los Martín Lacarra, Santiago Bynon, Sebastián Olivera, Manuel Alvarez; de Eustaquia Miguel de Rial, que –cuentan– corría por la muralla del fuerte meta tiros contra los brasileños. Un entrevero en el que también se entusiasmó y talló fuerte el corsario francés Francisco Fourmatin... día también de muchos otros.
Ahí siguen estando las torres. Las blancas y la gris.
En un Patagones que parece haber inspirado a Borges en aquello de que la patria está “en la memoria de los mayores”... “en el olor de la madreselva”... “en el arco de un zaguán, el aljibe” ...y en “todos los árboles que me dieron sombra”.
(La foto es de Aldo Sessa y está publicada en el álbum “Patagonia Panorámica”, editado por Sessa Editores para el Banco Patagonia)



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