Están sentadas en el corazón de la Feria del Libro. Tienen rostros surcados por un tramado de arrugas que conmueven. Hablan de años, sí. Pero también de dolores acumulados. De vidas a las que la dialéctica de la historia de golpe las situó en terrenos inesperados, jamás pensados por ellas. Un lugar al que la mayoría de ellas llegó desde existencias sencillas. Modestas. Criar hijos, llevar adelante la casa. Ahorrar un peso. Siempre en la esperanza de un futuro de plasmado difícil, pero posible en un país que se imaginó rico. Y con posibilidades para todos. –¡Mamá!... ¿ Me planchaste el pantalón?... ¡Mamá, dejá la llave en el macetero, vengo tarde! –solía decir Osvaldo Soriano cuando unido al dolor de ellas, reflexionaba sobre cómo había sido la vida de esas mujeres hasta esa noche cruel en que les arrancaron sus hijos. –¡Pintá una de ellas y estarás pintando a tantas de nuestras “viejas”! –agregaba el gordo, en sentencia que no tenía mucha originalidad. Tienen su stand. Ven pasar junto a ellas a mucha gente desinteresada con el dolor que sobrellevan con una dignidad que conmueve. Después de todo, a millones de argentinos jamás les importaron ni les importan ni les importarán jamás los desaparecidos ni la represión de la dictadura. Y la justificación: –Y… algo habrán hecho. Otros pasan casi como esquivando el lugar, mirando para otro lado. Quizá un acto defensivo destinado a resguardar sus propias conciencias. –Y… yo no sabía lo que pasaba. Entonces, viene al recuerdo Primo Levi, de cuyo suicidio se cumplieron 20 años por estos días. –La mayor parte de los alemanes no sabía porque no quería saber, más aún, porque quería no saber… Veían el humo negro de las chimeneas, pero no sabían. Olían el olor a muerte de los campos de concentración, pero no sabían. Hasta los pájaros –como recuerda Jorge Semprún de su días de prisionero de los nazis– huían de tanto olor a muerte, pero los alemanes no sabían. –Yo comprendo –dice ella–. ¡Pero usted sabe cuánta gente joven se nos acerca! ¡Eso es muy lindo!… Pibes, pibas… pasan los colegios, se paran. ¡Los chicos saben quiénes somos! ¡A veces he pensado que a los chicos les impresiona el pañuelo blanco! –dice una de ellas a este diario. Tiene ojos grises, tez cetrina. Manos muy débiles. Lentas. Tuvo un hijo. Era físico. Casado y con un bebé. Una noche de 30 años atrás llegaron los asesinos. Se lo llevaron. Nunca más lo vio. Ella toma agua. Pregunta quién es el que pregunta y qué hace el que pregunta. Una mujer muy flaca y muy larga le toma el rostro entre las manos. Lo acaricia. Le da un beso y se va sin decirle palabra. –¡En 30 años de lucha hemos visto tanto!... ¡Usted sabe lo que fue arrancar, con la Plaza de Mayo llena de patotas que nos insultaban, nos empujaban! ¡Las cosas que nos decían!... ¡Nos escupían!... Nos vamos quedando en el camino… somos grandes. Pero siempre estaremos –dice ella y sonríe con suavidad y ojos de inolvidable calidez.
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