Cómo es hacer ciencia aplicada en Argentina, un país del Tercer Mundo? –Se ha recorrido un largo camino, desde el inicio de los años ’50, teniendo como gran ideólogo a Jorge Sábato, un físico que hizo desde complejos desarrollos hasta manuales que leíamos en la escuela industrial en los ’60, toda una generación de gente con la mentalidad de usar el conocimiento científico en aplicaciones concretas. Eso generó grupos tecnológicos en distintas áreas de la Comisión de Energía Atómica, que fue la base para que a principios de la década del ’70 naciera un programa de investigación aplicada, liderado entonces por el doctor Conrado Barotto, que finalmente se transformó en Invap, una empresa estatal que hoy fabrica reactores nucleares, radares o satélites, entre otras cosas. En paralelo con el proceso nuestro, hubo otras experiencias exitosas en otros campos, como Biosidus, que es una empresa privada argentina que desde principio de los ’80 ha desarrollado procesos propios en biotecnología, patentando medicamentos y procesos que no sólo se producen acá sino se han exportado a otros países (India, China y 30 países del mundo), después de que su creador Marcelo Argüelles estuviera años preparando equipos e invirtiendo sin rédito. Es que el secreto para desarrollar cosas aplicadas que tengan impacto en la economía real del país, ya sea desde el Estado o desde una empresa privada, se basa en dos ingredientes: buen material humano, que ya se genera en las universidades argentinas, y un espíritu empresario de largo plazo, invertir un dinero a futuro. En el corto plazo, todo lo que implique desarrollo tecnológico es muy difícil que dé ganancias, a veces ni siquiera en el mediano. Hay que esperar años o a veces decenas de años antes de conformar un grupo que logre resultados importantes y ver los frutos. –¿Hubo que cambiar la mentalidad del científico argentino, muchas veces orientado más a lo teórico, especialmente en el campo físico-nuclear? –Hubo un proceso importante. En mi experiencia personal, lo viví de cerca a principios de los ’70, cuando se inició el grupo de investigación aplicada en el Centro Atómico de Bariloche, en ese entonces un centro de excelencia pero en investigación básica. Hubo resistencias, no todo el mundo estaba de acuerdo con esta inserción, pero la perseverancia de Barotto de a poco los fue convenciendo de los beneficios. Hoy, incluso la gente que hace ciencia básica no tiene la menor duda de la conveniencia y la necesidad para el país de que haya una sinergia entre los especialistas teóricos, que miran el largo plazo, con la gente que hace investigación aplicada. Sin duda compartimos el método científico y un origen en el estudio. Cuando uno habla de tecnología aplicada se refiere a solucionar un problema concreto, implica pensar en una ingeniería, aunque no necesariamente tenga un fin comercial o un mercado. Sí hay una necesidad que satisfacer. En lo científico teórico la idea es generar o ampliar las bases del conocimiento, pero muchas veces no sabe bien adónde va a parar el resultado de la investigación o cuál será el uso. Hoy, 30 años después, no se discute esto, hay un gran respeto mutuo. –¿Cómo se hace para pensar en el largo plazo, como usted dice, en una Argentina que ha vivido de crisis en crisis? –Hubo dos cosas importantes. Primero, hemos visto a los países que crecen; de alguna manera sabemos que a quienes les ha ido bien son aquellos que apostaron al conocimiento. En el caso argentino, tuvimos una época difícil entre fines de los ’80 y en los ’90, pero ahora con el actual gobierno, excepto el primer año que estuvo marcado por las urgencias, podemos decir que poco a poco se vislumbra una política que ojalá se transforme en una de Estado, de apoyar desarrollos nacionales. En el caso concreto de Invap, el habernos encargado el primer satélite de comunicaciones confiando en nosotros (que tenemos experiencia en el área satelital pero nunca hemos hecho de comunicaciones) es ejemplo de lo que hace falta para desarrollar la industria. Si el gobierno no hace una apuesta primaria de ese tipo, el capital privado no toma el riesgo. Una vez que lo hizo el Estado, después sí se puede incorporar capital privado, que ve que el riesgo es menor. Otro caso son los radares. ¿Quién iba a pensar que en Argentina íbamos a hacer radares? Bueno, ya en Bariloche tenemos uno que se está probando hace unos meses en el aeropuerto local, y a fin de año queremos tener dos más en otros lugares del país, íntegramente diseñados y fabricados en Argentina. Si funcionan bien un par de años, se demuestra una capacidad confiable, competitiva a nivel internacional y recién entonces puede pensarse en exportar esa tecnología, por ejemplo. Es lo que llamamos un “uso inteligente del poder de compra del Estado”. –¿A qué se refiere con esto? –Es una capacidad propia del Estado de financiar los desarrollos tecnológicos con razonables chances de éxito y, como en este caso, de “gastar” en comprar a Invap 11 radares, lo mismo que si los hubiera comprado en Europa o EE. UU, como se hizo por 50 años, con la siguiente diferencia: al final de tres años el país se queda con radares más baratos, un mantenimiento nacional más rápido y económico y además con capacidad de exportar. Esto no se había hecho en Argentina; sí lo hicieron por décadas países desarrollados tecnológicamente, como Francia, Japón o Estados Unidos. Todos han usado esa capacidad de compra del Estado en infraestructura, más allá del esfuerzo que se hace en las universidades para crear el recurso humano. Esto Argentina sí lo hizo durante mucho tiempo: nunca hemos tenido que dejar un proyecto porque no haya chicos o chicas argentinos capacitados para hacerlo. Eso es un activo muy importante del país, más allá de que pueda perfeccionarse. –La inauguración del reactor OPAL en Australia ¿marca un hito para la ciencia aplicada en Argentina? –Como todo hecho histórico, se apreciará con el paso del tiempo. Desde el punto de vista político, no tiene precedente que un país sin tradición tecnológica encare un proyecto de este tipo, cumpla con los plazos fijados y al final el cliente esté tan satisfecho como ustedes escucharon por parte del gobierno australiano. No es sólo el mérito técnico, sino cómo hemos actuado como equipo, por ejemplo el rol de la Cancillería en los momentos difíciles como el 2001, cuando la crisis azotaba a nuestro país, pero ésta no se sentía en el proyecto. Demuestra que en Argentina no hay límites en cuanto al tipo de proyecto que se puede encarar cuando hay comunión entre los distintos actores públicos y privados y éstos trabajan coordinadamente más allá de las orientaciones políticas. En Invap hay radicales, peronistas o de otros sectores. –¿Qué le dejó este proyecto a Invap, independientemente del dinero? –Algo más importante: ocupar un lugar de avanzada en el mercado de proveedores de centros de investigación nuclear, donde el reactor es lo más importante, pero puede ser también una planta de elementos combustibles o una de radioisótopos. Con la provisión de habilidades que tenemos en la empresa pasamos a liderar ese sector. De los proyectos importantes que se han licitado en el mundo en la década del ’90, que son tres, ganamos dos: el de Egipto, que se terminó en 1998 y funciona normalmente; otro en Tailandia, donde salimos segundos pero el que nos ganó nunca pudo avanzar; el tercero de Australia, que también estuvo a cargo nuestro. –¿Y fuera del sector nuclear? –Bueno, el hecho de tener el aval de la NASA es algo también impresionante. Ellos nos confían un instrumento suyo de 200 millones de dólares para instalarlo en un satélite hecho íntegramente en Argentina por técnicos la Comisión Nacional de Actividades Aeroespaciales (Conae) e Invap. Hay una sinergia entre los éxitos que se logran en el sector espacial y nuclear, donde Invap es “la” empresa de tecnología en nuestro país . Todos los barilochenses y rionegrinos nos sentimos muy orgullosos de eso. –Al recorrer el reactor en Australia, usted dijo: Invap aprendió a lidiar con proyectos complejos. ¿Cómo es eso? –Es otra pauta clave, difícil de transmitir. Otra diferencia entre los científicos que operan en un laboratorio y los que trabajan en un proyecto complejo, como fabricar un satélite o un reactor como el de Australia, es que se debió combinar el trabajo de especialistas de distintas áreas. No sólo de la empresa sino también de organizaciones oficiales de ciencia y tecnología argentina y el gobierno nacional. Además, proveedores internacionales privados, empresas australianas y el gobierno local que nos encargó el proyecto. Cómo hacer que toda esa “orquesta” suene de manera razonable para que el proyecto se cumpliera no fue sencillo. Un acierto de los australianos, por ejemplo, fue que el hombre que fue nuestra “contraparte” en todo el proceso fuera alguien que antes había liderado la construcción de fragatas para la Armada y no un científico nuclear. –¿Por qué? –Porque tenía experiencia en proyectos complejos. Los australianos contrataron a un especialista en cómo diseñar la licitación, cómo preparar los contratos, cómo manejar proveedores por montos millonarios en dólares. Para esto, muchos científicos brillantes no están preparados. Podrían haber dicho: para hacer un reactor nuclear necesitamos a un gran científico nuclear, pero que como organizador podría haber sido un desastre. De hecho fue una decisión muy resistida al principio por organismos de ciencia y tecnología australianos. Realmente, a veces se subestima la complejidad de un proceso como éstos. –Una pregunta de varios al recorrer el reactor de investigación australiano, del cual hay pocos en el mundo, fue: si lo hizo una empresa argentina, ¿por qué no se puede construir uno de esta magnitud en el país? –Bueno, realizar se puede realizar. Pero nuestro país ha vivido situaciones de crisis económicas recurrentes desde hace más de dos décadas... Argentina ya tiene un reactor de investigación de 10 MW, el RA3, que produce la mayoría de los radioisótopos que necesita el país. En algún momento deberá ser reemplazado: esperemos que cuando eso ocurra el país haya mejorado y se pueda pensar en un centro nuevo, comparable al de Australia. La capacidad está, el tema son las prioridades y los fondos. –¿Qué falta para el despegue del sector de la ciencia aplicada en Argentina? –Hay muchas empresitas que se han estado formando alrededor de las instituciones señeras de ciencia y tecnología: el INTI, el INTA en la parte agropecuaria, con las nuevas tecnologías de semillas y cosechas. Hay varias empresa de tecnología agropecuaria que están exportando. Creo que se debe profundizar la línea de promoción de esas actividades con créditos blandos y de largo plazo. Y sobre todo tener paciencia, porque estos procesos llevaron décadas en otros países y nosotros estamos recién arrancando, no lo vamos a hacer de un día para el otro. Debemos seguir en la línea de valorizar el conocimiento en las cosas aplicadas, que los entes de ciencia y tecnología premien los mejores desarrollos. Prestigiar las carreras de ciencia y tecnología como las de economía o derecho, por ejemplo. Hoy es cada vez más difícil conseguir mano de obra especializada, porque otras industrias se están tecnologizando. –¿Y lo salarial? Ser científico no es de los más redituable en Argentina... –Bueno, hubo cambios en el Conicet, mejorando drásticamente los sueldos, que hoy no son exuberantes pero son mejores que hace un par de años. Y también promocionar a los jóvenes. Ellos son la clave de la ciencia y tecnología: la inyección de sangre nueva, para apoyar a los que estamos más maduros. Generalmente, las ideas innovadoras vienen de los investigadores de 25 a 40 años. Debemos tener becarios que puedan llegar a doctorarse acá o en el extranjero, tener un “semillero”, una base de 1.000 o 2.000 por año para sustentar el sistema en el tiempo. A medida que el sistema científico y tecnológico vaya requiriendo profesionales se deben ir generando nuevos, el sistema científico tiene que tener una masa crítica o, de lo contrario, se viene abajo. La gente de ciencia tiene que tener una perspectiva de salida económica, no exuberante, pero sí de buen vivir. Ningún científico de corazón quiere hacerse millonario, pero sí vivir decentemente, algo que no ocurría en los últimos años y ahora se está empezando a remediar. EL ELEGIDO Héctor Eduardo Otheguy es un entusiasta de la tecnología y a veces cuesta frenarlo al comentar los proyectos en marcha, tanto de Invap como otras empresas. De la energía nuclear salta a la eólica y de los satélites a los radares, con un estilo llano que denuncia su vocación docente, hoy un tanto postergada por la empresaria. Se graduó como licenciado en Física en el Instituto Balseiro, de la Universidad Nacional de Cuyo, en 1970, comenzando su especialización en la CNEA en Investigación Aplicada. En 1972 obtuvo un Master of Science en Física en la Universidad de Ohio (EE. UU.). De 1976 a 1978 se desempeñó como jefe de la División Metalúrgica Extractiva del Departamento de Investigación Aplicada del Centro Atómico Bariloche. En 1985 obtuvo un Master of Science in Management en la Escuela de Negocios de la Universidad de Standford (EE. UU.). Formó parte del grupo creador de Invap, donde se desempeñó como subgerente técnico de 1978 a 1982, como gerente técnico de 1982 a 1991 y, desde 1991, es gerente general. Actualmente es, también, CEO de Invap.
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