Recuerdo una nota que le hizo “El País”, creo que antes de que usted ganara el Premio Planeta… –Fue en 1991. –En esa nota, usted hablaba de cómo lo había marcado lo que ustedes, los españoles, llaman “mili” y aquí, por ese tiempo, era el servicio militar obligatorio. Ahí usted decía que la “mili”, tal cual la vivió, era uno de los instrumentos de reproducción de poder del franquismo, un sistema de poder que, junto con la religión católica, aparece mucho en sus novelas. Ahora, en “El viento de la Luna”, vuelve sobre franquismo y catolicismo. ¿Cuánta marca es esa sociedad de poder en la España de hoy? –El franquismo ya es historia, pero ha dejado marcas muy profundas, como todo régimen cruel, dictatorial. Marcas que, por supuesto, van quedando atrás pero no se olvidan. Tan así es que hoy se reactiva la memoria en función de saber cómo se sucedieron aquellos o estos fusilamientos… aquellas y estas tapias llenas de sangre… quiere conocerse lo que el franquismo, desde el poder, ocultó durante 40 años, y no me parece mal que se revuelva esa historia. Nada está en peligro por conocerse la verdad total. Ahora se revuelven tumbas, como lo habéis hecho vosotros en la Argentina, claro… con alguna diferencia. –¿Cuál? –Bueno, no es lo mismo una dictadura que dura siete años, como pasó aquí, y que deja el poder derrotada, que una dictadura que duró casi cuatro décadas y comienza la transición cuando muere su constructor, Franco. –¿Y la Iglesia Católica española? Usted sacude a las sotanas en cuanta página puede... –A lo largo del franquismo, el catolicismo fue siempre funcional al régimen, fue su gran aparato adoctrinador. Más allá de algunas franjas muy minoritarias del clero, no bien estalló la guerra civil, el conjunto de curas y obispos se sumó al franquismo. Una adhesión ideológica, desde ya. Basta leer las declaraciones de los obispos de aquellos tiempos para saber dónde estaban ubicados. Y, una vez el franquismo triunfante, se ratificaron en ese respaldo. Fue la iglesia que perseguía lo diferente, que excluía lo distinto, que controlaba conductas metiéndose hasta en la intimidad última de la familia. No debemos olvidar tampoco que el papa Pío XII declaró que “la sublevación franquista contra la República legítima” tenía “el carácter de cruzada”. Y ya sabemos qué connotaciones tiene la categoría “cruzada” en el catolicismo. –La Iglesia Católica a la que usted le debe el ser ateo, ¿no?. –Es una suerte que le debo: ser ateo. Aun viniendo de cuna republicana, viví, palpé muy de cerca cómo funcionaba sobre el conjunto de los españoles esa estructura conservadora y reaccionaria que fue la Iglesia Católica durante el franquismo. Pero también cuentan las paradojas: hoy España es una Nación abierta, con una legislación que permite todo aquello que aquella Iglesia sólo podía imaginar como creación de… no sé, Satanás... el matrimonio gay, por caso. En la España franquista, la idea de pecado fue muy castradora o, en todo caso, intentó y logró castrar conductas generación tras generación y, por supuesto, fue la Iglesia la que la agitó hacia todos los vientos… –El pibe que es eje de “El viento de la Luna” resulta atrapante. Si uno juega con comparaciones, tiene algo –en otro contexto– del pibe de “El imperio del sol”, de Spielberg. Son chicos que no se resignan a la circunstancia por trágica o compleja que sea. ¿De dónde nace esa vitalidad en un marco tan opresivo como es la guerra en el Pacífico para el primer pibe o la dictadura franquista para el suyo? –Interesante comparación, con todas las distancias, claro. ¿Desde dónde funciona esa fuerza, esa vitalidad? Desde percibir que, a pesar de todo, la racionalidad está. Mi pibe, criado en los finales de los ’50, busca liberar su pensamiento de las ataduras educacionales-religiosas que dominan el sistema, liberarse de la doctrina que se le baja como se les bajaba a todos los chicos españoles, de la culpa; de haber nacido en una cultura que hace de la “culpa” una marca para siempre. En la novela este chico se defiende buscando, sabiendo, que hay racionalidad para explicarse el mundo la vida… ese saber es su vitalidad. –Impresiona la serenidad con que busca esa explicación. ¿No podría pensarse que, a esa edad, asomando a la adolescencia, esa búsqueda debería realizarse en términos más rebeldes, contestatarios? –A partir de formularse interrogantes sobre el mundo que le genera la llegada del hombre a la Luna, él va formándose algo así como un sistema deductivo para lo cual lo ayuda la lectura, ese quedarse en su habitación leyendo cuanto puede. Es en esa intimidad que él va descubriendo el mundo que está por afuera de aquella España que, para el ’69, hay que reconocer que ya transitaba lentamente hacia el pos-franquismo. En esa España, como en la que va del fin de la guerra civil hasta esos finales de los ’60, la lectura fue toda una historia… –Leer a hurtadillas todo lo que andaba suelto pero estaba censurado o no, dice Savater en sus memorias de tiempos en que la lectura podía ser motivo de sospechas cuando se transgredían los condicionamientos que ponía el régimen. –Bueno, en el caso de mi novela, el círculo que rodea al pibe, como usted lo llama, ve la lectura como algo que saca al pibe de las tareas que lo obligan: levantarse temprano e ir a trabajar al campo. No entienden la significación que para ese chico tiene la lectura… el acto liberador que tiene el leer, el saber, el conocer ese más allá que hay de la España que los circunda. – Al pibe le viene al pelo la llegada del hombre a la Luna, ¿no?. –Lo alienta a descubrir ese otro mundo que la España franquista le niega, le escamotea. EL ELEGIDO Antonio Muñoz Molina tiene 51 años. Nació en Ubeda, provincia de Jaen. Pasa su tiempo entre Nueva York y España. En la Universidad de Granada hizo la licenciatura en Historia del Arte y en Madrid estudió periodismo. En 1991 logró el Premio Planeta. Es autor, entre otros trabajos, de “El dueño del secreto”, “Diario del Nautilus” y “El jinete polaco”. Desde mediados de los ’90 integra la Real Academia Española. Le encanta la Argentina, a la que visita periódicamente. Y, cuando se lo interroga sobre Jorge Luis Borges, responde: “¿Qué más decir de él?”. –¿Qué es lo que hace poderoso a un escritor? –le preguntó tiempo atrás la periodista Andrea Stefanoni para la revista “Quid”. –Creo que su amor por las cosas, por la gente, por la experiencia de la gente, la fuerza de su curiosidad y su urgencia por enterarse de cosas y contarlas –respondió para, a renglón seguido, acotar: –El mundo no lo podemos explicar si no es creando modelos de explicación, y esos modelos son estéticos o científicos; la Ley de la Gravedad de Newton es un modelo que hace inteligible el mundo, y los cuentos, los relatos, son una manera de ponerle orden al mundo... la ficción es una necesidad mucho más profunda que el deseo cultural de leer novelas: es una necesidad para explicarse el mundo.
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