Cuando se enteró de que la Argentina iba a recuperar las Islas Malvinas, horas antes del desembarco del 2 de abril, sintió “una tremenda emoción” y que vivía “algo irreal”. Cuando llegó a su base de operaciones, “pasado el momento de euforia”, estaba “convencido de que no había posibilidad alguna de tener una victoria sobre las fuerzas de Gran Bretaña”, pero existía un “compromiso demasiado profundo e importante”. Cuando se enteró de la rendición, sufrió “un dolor muy grande como soldado, pero también como argentino”. Sin embargo afirma y sostiene que, si hoy pasara lo mismo, “seguramente” se presentaría a combatir, aunque espera que esa situación, la guerra, no ocurra. Estos conceptos pertenecen al jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas, brigadier general Jorge Chevalier, el oficial en actividad con más antigüedad que participó de la guerra contra el Reino Unido por la soberanía de las Islas Malvinas hace 25 años. –Al estallar el conflicto, ¿qué funciones desempeñaba? –Tenía 35 años y el grado de mayor. Cuando se produce el desembarco en nuestras Islas Malvinas cursaba mi segundo año en la Escuela Superior de Guerra Aérea, aquí en Buenos Aires. Hasta 1980 había pertenecido al grupo II de Bombardeo en Paraná. Me entero de nuestro desembarco en Malvinas el 1 de abril a la noche, a través de un camarada que me cita para darme una noticia importantísima. –¿Qué sintió en ese momento? –Una tremenda emoción. Fue de golpe. No teníamos noticias de que eso estaba siendo planeado. –¿Era consciente de lo que se venía? ¿De que iba a ser convocado para pelear? –En ese momento había una sensación de alegría, de poder concretarlo y de que éramos partícipes históricamente de ese hecho. Lo de la convocatoria me fue apareciendo con los días. Decidí, voluntariamente, y lo pedí a quien se desempeñaba como jefe de la II Brigada Aérea, que me llevaran a volar junto a mi escuadrón. Sentía un compromiso tremendo que no podía abandonar. Logré que me convocaran y vía Paraná terminé en Trelew, donde era la base del escuadrón Canberra. –¿Cuándo comenzó a operar? –Yo operé desde el continente como en general lo hicieron los aviones de la Fuerza Aérea. Llegué a Trelew el 3 de mayo, después del bautismo de fuego de la Fuerza Aérea. Cuando llego a Trelew el escuadrón había tenido su primera baja. Habíamos perdido un Canberra y su tripulación, el teniente de Ibáñez y el primer teniente González, en un ataque a la flota. –¿Qué le pasa por la cabeza cuando está en un teatro de operaciones sabiendo que está en guerra? –Pensábamos como seres humanos que somos. Más allá de que nosotros decimos estar preparados para asumir este tipo de situaciones límites en la vida de una persona. Porque es uno contra la muerte. Cuando uno estaba relativamente relajado pensaba en la familia. Inclusive cuando uno subía al avión, la primera parte de la navegación daba tiempo para pensar en esas cosas, pero a medida que uno se iba alejando y llegando al blanco ya no le importaba demasiado siquiera la propia familia y, hasta por ahí, también dejaba de preocuparse un poco de lo que usted estaba defendiendo, sino que usted pensaba en su propia vida. Porque era usted contra él. O uno o el otro. –¿Y cuando volvía de esas misiones? –La satisfacción de poder retornar. –¿Cuál fue su primera misión? –Fue de bombardeo rasante al monte Kent. Tuvimos que desplegar a Río Gallegos y desde allí cumplir la misión. Llegamos todo a oscuras, se vivía el clima de guerra y ahí nos trasladaron a la base donde se nos impuso de la misión a llevar a cabo. Inicialmente era San Carlos, donde estarían operando aviones ingleses. Luego vino una contraorden para bombardear el monte Kent. Despegamos la escuadrilla de tres aviones a las 4 de la mañana con situaciones innovadoras que no habíamos hecho nunca, como vuelo nocturno en formación, a bajo nivel y con todas las luces externas apagadas. Debimos despegar en sentido opuesto al destino porque se corría el riesgo de que fuésemos detectados por radares de otro país (Chile). Los tres aviones nos reunimos en ruta a unos 27.000 pies y 150 millas antes del objetivo iniciamos el descenso. En el canal de San Carlos el número dos de la escuadrilla informó que tenía problemas con el combustible. Le di orden de que retornara al continente. Continuamos la misión dos aviones. Nuestro nivel de bombardeo era a 150 metros. Nos preparamos para atacar tomando distancia entre los dos aviones, con nuestros sistemas de navegación y bombardeo que no eran demasiados precisos porque es un avión de la década del 50. Cuando pudimos ver el cerro nevado del monte Kent lanzamos nuestras bombas en forma individual. Desde la cabina pudimos ver el reflejo de la bomba como un flash de las viejas cámaras fotográficas. Cuando volvíamos, el radar Malvinas no pudo tener contacto con nosotros y había detectado un avión enemigo que venía en persecución. Pero el avión que había tenido que regresar antes del bombardeo recibió la información del radar y nos avisó que éramos perseguidos. Pero no nos atacó porque se quedaba sin combustible. Llegamos a Río Gallegos; con el otro piloto nos juntamos en un gran abrazo, un viva la patria. –¿Hubo algún momento en el transcurso de la guerra en el que se dio cuenta de que estaba perdida? –A decir verdad, al llegar a Trelew, pasado el momento de euforia, estaba convencido de que no había posibilidad alguna de tener una victoria sobre las fuerzas de Gran Bretaña. Yo sostenía que, si hubiésemos hundido todos los barcos, otro país se iba a encargar de ponerle otra flota. No hubiese permitido que Inglaterra perdiese la contienda. –¿Tuvo oportunidad de encontrarse con otro combatiente inglés? –Tuve la oportunidad siendo jefe del Estado Mayor Conjunto en una celebración que se hizo en la Embajada de Inglaterra. Charlando con el agregado inglés que era infante de marina, compartiendo una copa, salió el tema Malvinas del cual él era excombatiente. Y él me mencionó que, el día en que mi escuadrilla había bombardeado, un compañero de él lamentablemente, lo digo como ser humano, por una esquirla de una de esas bombas había perdido un ojo. –Termina la guerra se firma la rendición y se desmovilizan. ¿Qué sintió? –Un dolor muy grande como soldado. Pero también como argentino porque en definitiva nosotros fuimos parte, pero la que había perdido había sido la Argentina. –¿Fue una decisión equivocada ir a la guerra? –Creo que había un proceso que se había iniciado años anteriores que era diferente a esta decisión tomada y que podría habernos llevado a una solución favorable. Creo que no estábamos en condiciones de afrontar semejante enemigo. Lo que uno sentía estando allá era que estábamos peleando contra el mundo entero salvo contadísimas excepciones de países latinoamericanos. Creo que la decisión en definitiva no era acertada. –Si hoy pasara los mismo, lo que parece imposible, ¿usted volvería a tener la misma actitud? –Seguramente, si no yo no tendría que estar sentado acá ni estar vistiendo el uniforme. Espero que esas cosas no ocurran. ERNESTO BEHRENSEN -- DyN
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