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Genaro Aloisio: historias de labradores y de tijeras
Llegó con su madre, desde Italia al Alto Valle, en 1933. Tenía 10 años.
Aquí conoció a Teresa Iuorno, otra italiana de su mismo pueblo: San Chirico Raparo.
Sus madres trabajaron la tierra y sus padres les enseñaron y legaron otros oficios.

Ambos nacieron en Italia, en la misma aldea llamada San Chirico Raparo, en la provincia de Potenza, bastante al sur de Italia. Caminaron las mismas calles empinadas de aquel pueblo incrustado en una colina, fueron al mismo templo y miraron idénticos paisajes. En aquella aldea habría apenas unos 3.000 habitantes, aún así Genaro y Teresa nunca se vieron, la vida los encontró mucho más lejos: en América.
Teresa viajó a este país tiempo después de finalizada la Segunda Guerra. Genaro, en cambio, sólo tenía 10 años cuando llegó a Buenos Aires, en 1933. Ambos tenían a sus papás aquí, a quienes no veían hacía una década.
El padre de Teresa, Angello Iuorno, estaba en Roca desde 1937. Había venido detrás de sus hermanos y escapando de la guerra que se avecinaba. Vitto María Aloisio, el papá de Genaro, llegó a esta zona una década antes y luego de haber participado en la primera contienda. Historias de inmigrantes que se repitieron con frecuencia: familias condenadas a una distancia forzada y dolorosa.
Cuenta Teresa: “Mi papá se vino solo y allá quedamos mamá y mis tres hermanos. En la aldea donde vivíamos estaba mi nonno, el carpintero del pueblo, y tíos, hermanos de mamá. El pueblo estaba un poco aislado de todo… Allí no pasaba el tren. Conocimos los trenes recién cuando llegamos a Buenos Aires, después que pasó la Segunda Guerra”.
Este recuerdo dispara el relato de Teresa, su infancia en Italia durante la guerra: “Yo era una nena cuando empezó. Vivíamos con mamá –Angella Missannelli– y mis tres hermanos: Carmela, Domingo y Pasqualina. Mi papá ya estaba en la Argentina. Pasamos 11 años sin verlo... años muy sufridos. Tuvimos la suerte que el nonno y mis tíos nos ayudaron, porque fueron seis años de mucha miseria. Mamá se las rebuscaba como podía. Trabajaba la tierra, ya que en esa zona se vivía principalmente de la agricultura y crianza de animales. Nosotros ayudábamos como podíamos: cocinando para toda la familia, lavando ropa, hilando lana con el ‘fusso’ (huso)... Mamá iba a la campiña muy de madrugada, le tomaba dos horas de caminata. Al volver, Carmela y Mingo la buscaban a mitad de camino, ya que venía muy cargada con nueces, castañas, aceitunas y canastos sobre la cabeza con leña en las épocas en que nos preparábamos para el invierno”.
 “Otra cosa que recuerdo siempre de ese tiempo es que por seis años en Italia no tuvimos luz. Cuando la guerra al fin terminó volvimos a tener el servicio. Toda la aldea salió a celebrar cuando pudimos volver a encender nuestras lámparas. Así fue con todo. Estaba todo racionado. Nos daban medio kilo de harina por mes para hacer fideos y mamá nos hacía la ropa con telas que tenía. Recuerdo que le hizo a mi hermano un pantalón de invierno con una frazada. Era el único que tenía y, cuando se lo lavaba, se tenía que quedar en la cama y, si alguien preguntaba por él, mamá decía que estaba enfermo (risas)…”.
El padre de Teresa llegó al Valle de Río Negro porque aquí tenía tres hermanos: Pedro, Antonio y Víctor. “Después de 11 años de estar separados –cuenta Teresa– papá nos mandó la llamada. Pidió dinero prestado para mandarnos los pasajes. Yo cumplí 18 años en Argentina. Llegamos en la primavera de 1948. Me acuerdo del viaje... Nos llevó un camión al puerto de Nápoles. Ibamos sentados arriba de un gran baúl llorando como locos. Fue muy doloroso despedirnos del nonno, a quien los nietos no volvimos a ver. Siguió el viaje en barco y la llegada a Buenos Aires. Fuimos al Hotel de Inmigrantes. Mi papá no había recibido el telegrama de nuestra llegada. Estuvimos cinco días esperándolo. Mi mamá no dejaba de llorar y nosotras para alegrarla le cantábamos nuestras canciones. Cuando papá supo que estábamos, mandó a una familia amiga que estaba en Buenos Aires a buscarnos. Estuvimos con esta familia hasta tomar el tren para el Valle. Llegó la hora y siguieron 30 horas de tren en asientos de madera. ¡Estábamos tan asustados!... ¡ Pensábamos que íbamos al fin del mundo! Mamá no abrió la boca en todo el viaje. Llegamos tan blancos de tierra que mi padre y mi tío –que nos conocían por fotos– cuando subieron al tren a buscarnos no nos reconocieron (risas)…”.
La vida que iniciaron aquí tuvo unos dos años eternos de adaptación. La presencia de familia y de otros italianos les permitió conformar un núcleo afectivo para comenzar de nuevo (ver Historias...).
Y así, entre los parientes y los vecinos, unos seis meses después de llegar a la Argentina, Teresa conoció a quien sería su marido: Genaro Aloisio. “¡Era de mi misma aldea¡ ¡Fue increíble! Allá no nos habíamos visto nunca...”.

EL RECUERDO DE GENARO
 
Genaro Aloisio vivió una infancia similar. Nació en 1923 y, cuando tenía apenas seis meses, quedó con su madre –María Gagliardi– en Italia, porque su padre –Vitto María Aloisio– decidió venir a “la América”.
El padre de Genaro era herrero de oficio, pero con los años se hizo peluquero. Se radicó “casualmente” en Roca, por referencias de conocidos y parientes. Durante una década no volvió a ver a su familia. María, durante ese tiempo que estuvo sola con su hijo en Italia, se dedicó a cultivar la tierra y al cuidado de su padre (ciego) y dos hermanos (Doménico y Pascual), hasta que llegó la esperada llamada. María y Genaro también embarcaron en Nápoles. Genaro tenía 9 años cuando inició un inolvidable viaje de 18 días. En Buenos Aires los esperaban unas primas de María. Ellas los acompañaron a tomar el tren. Genaro se acordaría siempre de aquel derrotero que iniciaron en Constitución. Su madre, absorta, miraba por la ventanilla y se preguntaba “¿Questo è América? ¿Questo è América?” y cada dos minutos le preguntaba al guarda del tren cuánto faltaba para llegar. Finalmente llegaron a la estación de Roca una mañana del año 1933. Vitto los esperaba con algunas comodidades. El trabajaba de peluquero y había podido progresar un poco. Había conseguido un lote fiscal y allí había construido una pieza con cocina y un aljibe. Lamentablemente, poco tiempo después de haberse reunido, Vitto enfermó, de modo que Genaro y su madre tuvieron que empezar a aprender a vivir en un mundo nuevo, solos.
Genaro, con los años, completó la obra de su padre. Aquí, madre e hijo se encontraron con gente de su mismo pueblo (gran parte de la familia Iuorno, entre otros), que vivían en el mismo barrio. Vitto murió en el otoño de 1936. Les tocaba ahora hacer su destino, un destino que jamás hubiesen imaginado. Genaro en Italia había ido a la escuela y aquí pudo completarla en las escuelas 42 y 32. Por la tarde, lustraba zapatos y vendía diarios. Su mamá lavaba y planchaba ropa para afuera y esperaba a su hijo con la cena caliente, al lado de la cocina económica. Ella hacía su huerta, una huerta que cultivó hasta los 94 años. Genaro, ya joven, trabajó en la fiambrería Alemana de los hermanos Frank hasta que decidió aprender el oficio de su padre: peluquero. Empezó en la peluquería de Vicente Zangari. “Zangari fue como un padre para él –relata su hija Cristina–. Papá empezó a trabajar con él en 1939, cuando tenía 16 años y su vínculo duró toda la vida. Los Zangari le decían y le dijeron toda la vida ‘el pibe’. Trabajó en esa peluquería 9 años, luego se independizó. Alquiló un salón en calle Belgrano, donde estuvo 32 años. En ese local logró una importante clientela y muchísimos amigos”.
En 1952, Genaro se casó con Teresa. Fueron a vivir a la casa que les había dejado Vitto, una casa que siguieron ampliando y habitaron toda la vida. Allí nacieron los dos hijos del matrimonio: María Cristina y Omar. María Cristina llegó en invierno y, para ayudar a su esposa a secar los pañales, Genaro decidió vender su bandoneón para comprar una cocina a gas. Pero la pérdida del bandoneón no significó la pérdida de los amigos, que siguieron siempre frecuentando esta casa generosa, “la casa grande, la del corazón”, agrega Cristina. El trabajo de la familia fue intenso, tanto que en el álbum familiar sólo guardan unas vacaciones con los hijos en Necochea.
Cuando los hijos crecieron, Teresa y Genaro pudieron conocer la Argentina. Viajaban con Pasqualina, la hermana de Teresa, y su esposo, Baby Chajo, quien fue un hermano para Genaro. Con ellos compartieron los mejores y los más difíciles momentos de la vida.
Con el paso de los años, Genaro comenzó a tener serios problemas de salud; aun así, siempre los superó. “Fue tanto su empeño en ayudarnos a crecer, a estudiar, a independizarnos, que se recuperaba”. Luego de 32 años en su peluquería de calle Belgrano se mudó a otro salón un tiempo y decidió, ya jubilado, habilitar una peluquería en su casa. Los que lo conocieron saben cómo se esforzó y trabajó hasta el día de irse, hace exactamente un año atrás. Despidió a un amigo y unos minutos después murió en su peluquería...”.
En medio, corrió la vida, con sus alegrías y sinsabores. Los hijos crecieron y partieron a estudiar. “Sólo Dios sabe lo que sufrió papá cuando nos fuimos, pero él siempre dijo que el estudio era la herencia más importante que nos podía dejar. Fuimos a Bahía Blanca unos años, hasta recibirnos. Mamá, para ayudar a papá, empezó a tejer a máquina para afuera; le enseñó una gran amiga, Albina Dalmás. Con mucho sacrificio nos recibimos y volvimos al Valle. Mi hermano consiguió trabajo en Neuquén y se radicó allá. En 1990 se casó con Iris Andriollo, y unos años después llegaron sus hijos: Nicolás y María Pía. Por fortuna, mis padres tuvieron tiempo para disfrutar a sus nietos, fue una enorme alegría para ellos tenerlos...”.
En 1997, después de 64 años, Genaro y Teresa regresaron a Italia. Sus hijos les obsequiaron el viaje. Viajaron con amigos, italianos del mismo pueblo, Antonio y Magdalena Luisi, entre otros. Teresa se encontró con su familia y Genaro con una sorpresa que le deparaba la vida, un medio hermano (Vincenzo) a quien conoció en ese viaje.
Teresa y Genaro celebraron sus Bodas de Oro. Se sintieron satisfechos, entendieron que habían hecho una gran familia, entre sus lazos de sangre y los amigos que la vida les trajo, a quienes siempre depararon un sincero agradecimiento. En el año 2000, a los 77 años, Genaro escribió en un cuaderno los recuerdos de su vida. Allí agradeció a su madre, a sus hijos, “que le dieron la satisfacción de los buenos hijos” y a quienes pidió, como reza el Martín Fierro, “que se mantengan unidos”, y a la compañera amorosa y leal de toda su vida…

 



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