En un momento de crisis en la Iglesia signada por las pérdidas, Benedicto XVI cierra las puertas a las demandas de su feligresía, a la juventud y al futuro tomando la opción del repliegue sobre tradiciones oscurantistas y llamando a la obediencia debida. La fe no entiende de razones; es un sentimiento producto del amor y la confianza. La fe religiosa se remonta al principio de los tiempos, fundada en la necesidad del ser humano de ayudarse a sobrellevar la angustia frente a la muerte. El problema es que, con la fe y la necesidad de dioses, también surgieron los intermediarios y administradores de la fe que edificaron iglesias cuyas verdaderas piedras basales, más que las rocas con que fueron construidos los edificios, fueron los dogmas que se impusieron como verdades de orden divino. Durante siglos estas verdades fueron aceptadas por convicción, ignorancia o a sangre y fuego, cuando fue necesario. Con la aparición de las sociedades democráticas, el concepto de libertad e igualdad como derecho humano y la posibilidad de acceso al conocimiento, la razón fue imponiendo su lugar y hoy podemos decir que se libran luchas en todos los frentes desde el fructífero debate filosófico, pasando por el campo de las ciencias hasta las más crudas luchas de poder que siguen costando vidas y sufrimiento a los seres humanos. Hay tres grandes religiones monoteístas que ocupan un lugar protagónico en el mundo actual –por lo menos en lo que hace al mundo más cercano a nuestra geografía, cultura e intereses–: la cristiana, la judía y la musulmana. Las tres se rigen por libros emblemáticos en los que a lo largo de los tiempos se fue depositando “la palabra” y las tres tienen administradores que median entre la divinidad y sus creyentes. Alá, Yahvé o Dios tienen sus imanes, rabinos y curas que, desde mezquitas, sinagogas e iglesias, predican la palabra surgida del Corán, la Tora o la Biblia. Estos libros, elevados al plano de lo sagrado por sus respectivos sacerdotes, narran historias, cuentos, parábolas, leyendas, preceptos y normas para la vida cotidiana de los pueblos que dieron origen a estas religiones. La interpretación que se fue haciendo de ellos constituye la base de rituales, dogmas y principios morales dirigidos a regir los destinos de los creyentes primero y, con el tiempo, de los estados donde estas religiones sentaron sus reales formando parte del poder. En un mundo poblado de conflictos, donde la posibilidad de gozar de paz y libertad es extraña a miles de millones de seres humanos, las grandes religiones monoteístas son protagonistas, incitadoras o, por lo menos, acompañantes acríticas de guerras que en cualquiera de sus formas llevan a propios y extraños al sometimiento, la tortura, el desplazamiento, la miseria y la muerte. A lo largo de la historia de la humanidad, estandartes religiosos de alguna índole marcharon junto a la espada en las conquistas imperiales. Valga el ejemplo del Cuzco, donde los incas establecieron un imperio y edificaron maravillosos templos religiosos con el esfuerzo y la sangre de miles de esclavos de su propio pueblo y de los conquistados. Luego, los españoles destruyeron y saquearon lo hecho y con la sangre indígena y esas mismas piedras levantaron, arriba de las ruinas, su catedral. Distintos pueblos, distintas culturas pero siempre un dios y sus profesantes en el centro de la escena. Hoy, en nombre de Dios, el islam mata y se mata entre facciones; en Medio Oriente fundamentalistas de ambos bandos proclaman la aniquilación del otro y en su nombre, con perversa simetría respecto de la guerra santa islámica, Estados Unidos desata su “cruzada” contra “el eje del mal”. En nuestra propia historia reciente, argentina o latinoamericana, hubo capellanes en las salas de tortura mientras altos dignatarios eclesiásticos daban sustento ideológico y espiritual a los dictadores de turno. La situación de las tres religiones mencionadas es diferente en algunos aspectos pero coincidente en el sentido de propender en este momento de la historia, en pleno siglo XXI, a propuestas fundamentalistas y retrógradas que penden sobre la vida y el destino de creyentes y no creyentes. La Iglesia Católica, parte de este tríptico de poder, padece algunas situaciones críticas, tanto dentro de la institución como en la relación con sus acólitos, y la reciente exhortación papal a través del “sacramentum caritatis” constituye una reacción de su más alta autoridad, digna de ser analizada. Internamente, la Iglesia cruje. La falta de vocaciones ha ido raleando las filas de sus sacerdotes en toda la geografía del planeta. La salida a la luz de infinidad de transgresiones a las normas para ellos establecidas va desde comprensibles rupturas del celibato, pasando por atendibles crisis existenciales, de identidad sexual o profesional, hasta perversiones agravadas por el carácter y el poder que les otorga la investidura sacerdotal. Existen también escisiones evidentes entre la jerarquía conservadora de cada país o región y los grupos de clérigos a los que les toca profesar en el llano y deben dar respuestas, contención y ayuda a seres de carne y hueso que viven “la realidad real”. A estas señales de malestar interior se debe agregar la cada vez más difícil relación con las sociedades sujetos del accionar de la iglesia. En éstas, e incluso a despecho de pertenecer a sectores económicos pobres o más favorecidos, se empiezan a manifestar los efectos positivos de la globalización de la información y la cultura del conocimiento. Hay cada vez más curiosidad, más cuestionamiento a lo establecido, más preguntas y menos apego a los dogmas. Frente a esta compleja realidad, la máxima autoridad pontificia emite un documento con carácter de exhortación doctrinaria donde hace un llamado a respetar las tradiciones, volver a los rituales más antiguos y cerrar filas a cualquier tipo de cambio en los dogmas. No al fin del celibato, no a los católicos divorciados, no a la introducción de ritmos musicales “no respetuosos” en la liturgia. Frente a la magnitud de lo señalado en los primeros párrafos, estas actitudes de Benedicto XVI pueden sonar a banalidades, a simples exordios dirigidos a levantar el ánimo de las raleadas filas de feligreses de avanzada edad que dicen “presente” en algunos templos cristianos. Una reflexión contextualizada desemboca en que esto, lejos de ser algo mínimo, muestra al papa Ratzinger, histórico custodio de la fe y la ortodoxia, actuando en consonancia con los aires de guerra e intolerancia a lo diferente que se respira desde algunos centros motores del poder mundial. Veamos qué han opinado al respecto voceros autorizados de la propia Iglesia. El rector de la Universidad Católica Argentina, monseñor Alfredo Zecca, aprueba lo actuado por Benedicto XVI fundamentando que “trata de recuperar lo que pertenece a la tradición y lo que puede unificar”. Por otra parte, el director de la revista católica “Criterio”, José María Poirier –citado por “La Nación”– no deja solo al Papa sino que considera que su documento refleja “la opinión del Colegio Cardenalicio y la Iglesia que dejó Juan Pablo II”. Esto muestra, entonces, a una jerarquía eclesiástica que, frente a las demandas de la realidad, responde con “cerrado de sacristía”; que, frente a la angustia existencial de sus oficiantes, pretende encolumnarlos militarmente detrás de la obediencia debida y, ante la duda de sus acólitos, cuya creencia en un ser superior ya no marcha de conjunto con el sometimiento a una moral impuesta como dogma, los amonesta y llega incluso a negarlos como miembros de derecho de su propio rebaño. Lo interesante y paradojal es que el verdadero problema de la Iglesia de hoy no parece ser la falta de unión sino la pérdida –en términos de pérdida de vocaciones– de fieles, de influencia sobre la vida cotidiana de la gente, y la pérdida a manos de innumerables iglesias y sectas cristianas no católicas, una multiplicidad de pérdidas en las cuales Ratzinger no parece reparar o a las que se niega a ver. Lo paradojal es que los resultados que se logren, partiendo de una errónea caracterización de la realidad, probablemente sean contrarios a los esperados. La búsqueda de unión y cerramiento de filas alrededor de lo tradicional, lo dogmático y lo absoluto sirve para conservar el poder dentro de la estructura, es una solución para hoy que deja de lado la función trascendente; es como si se estuviera, en definitiva, promoviendo una Iglesia para sociedades que ya no existen, como si se pudiese exorcizar la modernidad, el relativismo y la inquietud del espíritu humano con la sola amenaza del castigo divino. Porque, en definitiva, cuanto más apegado a la doctrina es este Papa, cuanto más intenta ponerse en el lugar de la infalibilidad pontificia que –siempre desde el dogma– puede pretender que su voz es la de Dios, más suenan sus dichos a demostraciones terrenales de furia de quien ve con impotencia que, detentando un enorme poder, no domina la simple interioridad de aquellos a quienes dice conducir. “Bien acorazados” “Las religiones son complejos simbólicos particularmente bien acorazados ante la crítica racionalista. Su defensa consiste en que nunca están en la palestra a la que se les requiere para la justa dialéctica. “Si se les busca en el campo de la verdad fáctica, se refugian con agilidad en el terreno de la verosimilitud poética o de la espontaneidad psíquica; si se intenta contrastarlas con los resultados históricos de sus doctrinas, rechazan tal grosería en nombre de la intemporalidad de principios que han sido mansillados por sus agentes seculares; si se les toma en serio como teología, se hacen ingenuas como carbonero cuya fe ha quedado ascendida a paradigma, pero si se critican los supersticiosos hábitos populares que sobre ellas se sustentan, se transforman de inmediato en sutilísimas revelaciones intelectuales que poco o nada tienen que ver con lo que entretiene la piedad –frecuentemente peligrosa– del vulgo y sus más próximos pastores. “Si nadie les coarta ni se les enfrenta, saben ser perseguidores y aun verdugos pero, en cuanto fuerzas sociales ponen en entredicho su prestigio o recortan sus privilegios, se transforman inmediatamente en víctimas del ‘materialismo’ reinante. “Esta última protesta bastaría para permitir afirmar que toda auténtica filosofía es materialista, al menos en el sentido religiosamente derogatorio en que se escribe este término. “En su polémica epistolar con Spinoza sobre la existencia de fantasmas y espectros sobrenaturales, Hugo Boxel cita la autoridad de Platón, Aristóteles y Sócrates como testigo de tales apariciones. Spinoza responde a su crédulo corresponsal que ninguno de ellos le impresiona demasiado ni le extraña que crean en íncubos quienes también creen ‘en cualidades ocultas, especies intencionales, formas sustanciales y mil otras tonterías’; en cambio, le hubiera resultado muy raro que hubieran testimoniado a favor de los fantasmas Epicuro, Demócrito, Lucrecia o cualquiera de los antiguos materialistas. Del mismo modo, concluye Spinoza, tampoco hay razones para creer en los milagros de la virgen y de todos los santos, a pesar del apoyo que les prestan tantos filósofos y teólogos celebérrimos. “Este cruce de cartas es muy significativo por la tajante tersura racional con la que el filósofo judío, excelente conocedor de los libros sagrados y él mismo teólogo a su modo naturalista, rechaza la realidad fáctica de la balumba ultramundana por muy prestigiados que sean su mentores ideológicos”. Fernando Savater en “Diccionario filosófico”; Editorial Planeta, 1977, Barcelona, páginas 306 y 307.
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