Parecería que en los últimos años surgen periódicamente y por turnos fenómenos sociales explosivos que denotan un permanente estado de crisis o, por lo menos, de inestabilidad que afecta a nuestra sociedad reflejando la existencia de carencias básicas en importantes sectores de la población. En las últimas semanas y –como afirman algunas publicaciones– al calor de un año electoral, asistimos a la multiplicación en gran parte del territorio nacional de conflictos relacionados con la vivienda o, mejor dicho, con la falta de la misma. Ocupaciones, nuevos asentamientos, usurpaciones, tomas o crecimiento de villas preexistentes son noticias de todos los días tanto en Capital Federal y el conurbano como en la periferia de las grandes ciudades y también, aunque en menor escala, en nuestra región. Como efectos colaterales se producen enfrentamientos entre los distintos involucrados, que no sólo se remiten a lo esperable entre sectores propietarios pudientes y ocupantes ilegales sino que han comenzado a librarse disputas de pobres contra más pobres, pequeños propietarios contra ocupas o “villeros”, vecinos “del barrio” versus tomeros, residentes habituales contra extranjeros e incluso villeros censados contra nuevos ocupantes. Pobreza, migraciones, desocupación o distribución inequitativa de recursos no son problemas nuevos y, si se analizan los últimos cincuenta años de vida, se puede decir que los argentinos nos hemos curtido en la inestabilidad y las crisis recurrentes. Pero es posible afirmar que ha habido un punto de inflexión en la segunda mitad del siglo pasado, cuando comenzó a desaparecer el llamado Estado de bienestar y se quebró consecuentemente la ilusión del progreso permanente para el argentino medio, mientras que para los más desfavorecidos de la escala social quedó literalmente borrada la posibilidad de cubrir necesidades mínimas de trabajo, educación o vivienda. En este contexto, la “pobreza digna” descendió a la indigencia y, mientras que el primer concepto podría ser aceptable en un marco de posibilidades de superación, el segundo traduce directamente el hambre y la desesperanza. La consecuencia de esto es que a las carencias que también existían en el pasado se le agrega el descreimiento en la posibilidad de superarlas. La desesperanza constituye para el psiquismo individual y grupal un fenómeno desestructurante que bien puede conducir al sometimiento y a la pasividad como a la explosión y el descontrol, estando cualquiera de estos caminos signados por el sufrimiento, la enfermedad y la pérdida. Por otra parte, el enfrentamiento entre vecinos está señalando la descompensación del equilibrio necesario del espacio urbano y la profundidad de su descomposición. Ya no son sólo los reclamos a gobernantes para la solución de los problemas descriptos sino que se estableció una batalla por la posesión del espacio: unos, por no tenerlo y otros, por miedo a perderlo. La invisibilidad de los marginales Los seres humanos tendieron desde sus orígenes a agruparse por múltiples motivaciones: primero, en familias; luego, en tribus o clanes y, más adelante, en grupos cada vez más numerosos que iban conformando pueblos que, a medida que construían una cultura en común, lograban una identidad grupal; ésas eran las primeras sociedades. Tras decenas de generaciones en un mismo espacio, se fueron conformando las ciudades y se puede decir que desde el medioevo en adelante el fenómeno de la urbanización sufrió una verdadera explosión. Lo interesante es que, salvo contadas excepciones como Washington DC, San Petersburgo o nuestra cercana ciudad de La Plata, las ciudades no fueron fruto de una planificación anticipada con un objetivo dado sino que se desarrollaron errática y espontáneamente al modo de lo que hoy se llaman sistemas emergentes. En los sistemas emergentes sucede que se parte de múltiples acciones individuales de baja complejidad que se organizan espontáneamente para dar lugar a comportamientos más complejos e inteligentes. Las ciudades, al modo de los hormigueros, el cerebro o las redes informáticas, son sistemas emergentes complejos y organizados, es decir, con agentes múltiples que interactúan dinámicamente en forma cambiante pero organizadamente. La función del Estado en estos conglomerados es la de interpretar el dinamismo de las relaciones y administrar los recursos y el espacio de manera que se puedan cubrir las necesidades de sus habitantes. Cuando confluyen crecimiento poblacional, crisis económico-social y debilidad o ausencia del Estado en sus roles de armonizador y regulador, los comportamientos sociales autodefensivos de los sectores con intereses encontrados entran en tensión y estallan los conflictos. Se produce, entonces, una dinámica destructiva en donde los que algo tienen reaccionan con miedo, agresividad o negativización hacia los que sienten como invasores o intrusores de su espacio vital. Los que nada tienen, por su parte, ocupan, usurpan o se asientan en lugares que no ofrecen las condiciones mínimas para ser habitados y pasan a ser marginales de toda marginalidad. Vayan como ejemplo las declaraciones efectuadas por la subsecretaria de Derechos Humanos de la Ciudad de Buenos Aires, Gabriela Cerruti, quien manifestó que “no hay previsto ningún plan para esta gente, porque no son terrenos de la ciudad y no son asentamientos urbanizables”. Más de 30 nuevos asentamientos, muchos de ellos las denominadas villas paralelas por correr al costado de vías de ferrocarril, están pero parecen invisibles a las miradas de algunos funcionarios o de los miles de pasajeros que pasan delante de sus narices diariamente. La lógica de la conflictividad lleva a estos sectores a hacerse visibles a través del piquete y la protesta pública para ser atendidos. Ocupación, usurpación, asentamiento, intrusión, invasión o toma son términos que se refieren a cuestiones espaciales, a territorio por conquistar. Como constructos discursivos son asimilables a violencia, precariedad, ilegalidad, pobreza y miedo. Si la reacción que prevalece en la población establecida es la de resistencia a esa “invasión”, los mecanismos que se instrumentan son expulsivos o de negación de la realidad y, por ende, el problema sigue presente hasta una nueva escalada de conflictividad de cada vez mayor grado. Estar y Tener para poder Ser El economista chileno Manfred Max Neef, al explicar su teoría sobre el Desarrollo a Escala Humana propone que el fin de la economía debe ser satisfacer las necesidades de los seres humanos y señala que estas necesidades no son infinitas ni arbitrarias sino que, independientemente de la cultura, están las que denomina “necesidades existenciales”, que describe como las de “ser, estar, tener y hacer”. En la interacción social se juegan permanentemente necesidades de individuación y de pertenencia. Una persona es tal en tanto pueda diferenciarse de los otros, pero a la vez necesita sentirse parte de un grupo que la reconozca como tal. Digamos entonces que una necesidad inherente a la existencia humana como tal es la de “ser” y esto implica la identidad misma, el nombre, el apellido, la nacionalidad, el lenguaje, etc. Para poder ser hay que poder “estar” y esto, abordado desde el punto de vista macro, es poder estar en un país, en una ciudad, en un barrio y, desde lo micro, estar en una casa. El espacio propio como continente de lo corporal y del espacio familiar, es decir, el espacio de las relaciones afectivas más fuertes y fundantes de la identidad es, en definitiva, el de la casa. En relación con esto se revela también que, en cuanto a “tener”, casi tan importante como el alimento es tener la vivienda que, finalmente, brinda el espacio para “hacer” en el sentido de trabajar, compartir, educarse, descansar, crear y procrear. Reflexionar desde esta óptica y tener en cuenta el carácter de sistemas emergentes que configuran nuestras ciudades puede llevar a encontrar soluciones participativas que les devuelvan el equilibrio psicosocial perdido. La otra opción es una batalla permanente que nos remite a imágenes medievales, el encierro de los de adentro y el asedio constante de los que pretenden ingresar con la secuela de muerte y miseria que va asolando a los dos bandos. (*) Psiquiatra. Legislador provincial rionegrino. Llanto Por Carlos Torrengo debates@rionegro.com.ar Está sentada en la llanta cromada de un auto que no tiene. Quizá nunca tenga auto. Llora y llora. Esconde la cabeza entre las rodillas. Sus manos se entrelazan en los tobillos. Posición fetal. No quiere decir su nombre, pero el marido la delata mientras patea chapas que hierven. Busca algo, al menos algo propio, algo con lo cual el fuego no se haya encarnecido. Búsqueda estéril. En la villa “El Cartón” no queda nada. O, en todo caso, sólo hay desesperación. Y mucha. –¡Laura! ¡Están repartiendo agua mineral! ¡Agarrá algunas! –grita el hombre (“Río Negro” cree haber escuchado “Laura”). Laura, si de Laura se trata, no tiene más de 30 años. El dolor y la angustia la están rindiendo, no tiene fuerzas para levantarse. Una enfermera la ayuda, un bombero se suma. Hay humo, mucho humo. Olor a plástico derretido. Un pibe patea una jaula de pájaros. Está achicharrada. Si tuvo habitante, nada se sabe de él. El pibe levanta una bicicleta pequeña. Por alguna recóndita razón, salió airosa del fuego. Luce sucia pero vital ante tanto drama. Laura vuelve con dos botellones de agua mineral. Los pone sobre la tierra calcinada. Mira a su alrededor. Se muerde los labios y se deja caer sobre la llanta cromada. La enfermera la ayuda. Las ambulancias del SAME llegan –unas– y se van –otras. Los bomberos de la Federal han logrado que los vecinos que se regodean con el incendio que devastó la villa dejen de tirarles piedras, miserable intento para sacárselos de encima. –No teníamos nada... y lo que teníamos lo perdimos –dice Laura mientras el pibe que lo revuelve todo rescata un número de la “Rolling Stone” con Jimy Hendrix en la tapa. –Nos insultan, nos echan cuando pasamos por la vereda de ellos... de noche nos tiran de todo desde la autopista. Somos los “negros de mierda”... ellos también son negros y pobres –comenta Laura siempre con la mirada en el suelo. –Nos tiran bulones con hondas... bulones, roscas... Repentinamente Laura parece haberse aniñado. Con su mano derecha hace garabatos en la tierra. La cabeza cada vez más metida entre las rodillas. –Yo sabía que nos iban a prender fuego –comenta. Habla sin enojos. Resignada. –¿Cuánto hace que vivís aquí? –le pregunta “Río Negro”. No hay respuesta. Laura sigue mirando el suelo y haciendo garabatos. Tiene los pies hinchados. Los brazos son sólo devastadoras picaduras de mosquitos. Un cura muy pibe mira la escena con los brazos en jarra. Alguien dice que el Ejército traerá carpas. –Me vine de Corrientes... de Esquina. Ahí nació Maradona. Me vine corrida por el agua... todos los años esperando la inundación... ¡todos! Me crié entre inundaciones... ¡y ahora el fuego! –dice Laura mientras una médica del SAME le pasa una crema sobre los brazos desfigurados de pobreza. El periodista recuerda entonces aquella nota de Enrique Pichón Riviere del año ’67 en “Primera Plana”, luego de semanas de inundación flagelando el noreste argentino. La vida violada por el agua. O por el fuego, como a Laura el jueves pasado en la villa “El Cartón”. Un punto atormentado en un Buenos Aires donde hoy se derrumban dos casas diarias para construir pisos horizontales. Pisos lejanos para Laura...
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