n 1994 se publicó “La larga agonía de la Argentina peronista”. Era una extensa conferencia que Tulio Halperín Donghi había desarrollado en el ámbito del Club de Cultura Socialista José Aricó de la ciudad de Buenos Aires. Todavía recuerdo el impacto que me produjeron sus páginas iniciales. Decía Halperín: “Si hay un rasgo que caracteriza a la vida política argentina hasta casi ayer, es la recíproca denegación de legitimidad de las fuerzas que en ella se enfrentan, agravada porque éstas no coinciden ni aun en los criterios aplicables para reconocer esa legitimidad”. La tentación, en mi caso, de seguir ese hilo rojo de la política argentina se volvió una obsesión. Con Yrigoyen y su llegada a la presidencia en 1916 comenzó la política de masas en la Argentina. El radicalismo yrigoyenista llegaba al poder portando una paradoja: si bien reclamaba la constitución de un espacio político democrático, al no concebirse como un partido político, como una parte del sistema, tornaba dicha constitución sumamente dificultosa. El radicalismo era la nación misma y sus opositores, en palabras de Yrigoyen, “las sórdidas fuerzas del privilegio y del poderío sin alma”. Sin duda, como sostuvo Halperín, pueden escucharse en estas palabras los ecos de la tradición facciosa del siglo XIX, de esas facciones que se disputaban los retazos de poder “en nombre de un civismo y una virtud republicana de los que cada una de ellas se proclamaba la única defensora sincera”. Pero el líder radical y sus seguidores también aportarían algo novedoso a la política argentina: Yrigoyen sería un “meneur des foules” (conductor de multitudes), un dirigente que conseguiría hacer del ejercicio cívico una religión política. De ahí en más, Yrigoyen sería, para los radicales, el apóstol de la democracia. Esta concepción profético-religiosa de la política traería como consecuencia que la legitimidad democrática resultante de los procesos electorales quedara en un segundo plano. Rechazando su candidatura a presidente ofrecida por la Convención de la UCR, sostenía Yrigoyen: “Tengo la convicción de que haría un gobierno ejemplar pero un gobierno no es nada más que una realidad tangible, mientras que un apostolado es un fundamento único, una espiritualidad que perdura a través de los tiempos, cerrando un ciclo histórico de proyecciones infinitas”. Como sabemos, finalmente el partido se impondría e Yrigoyen diría: “Hagan de mí lo que quieran”. En 1928, Yrigoyen disputaría por segunda vez la presidencia de la República. La UCR daría por terminada su campaña electoral quince días antes de los comicios. Yrigoyen, según sus seguidores, ya había sido elegido por el pueblo, no hacía falta hacer más campaña. El proceso electoral, en todo caso, sería solamente confirmatorio de una elección que ya había realizado el pueblo argentino. El líder radical representaba una “verdad social”. El diario yrigoyenista “Ultima Hora” sostuvo, en este sentido, la tesis de lo inefable de dicha elección. Pretender explicarla era una locura, “así como sería locura la pretensión de investigar las razones de conveniencia inmediata que llevaron a los hombres de Judea a elegir la excelsa orientación espiritual de aquel místico señor de Galilea”. La Argentina de esos años vivió, con los radicales, un tiempo de profetas. No hace falta decir que el otro típico “meneur des foules” de la política argentina del siglo XX fue Perón. Comparando a este último con Agustín P. Justo, Halperín Donghi ha señalado la siguiente paradoja: “Justo era una persona que creía en las elecciones pero que no podía ganarlas, mientras que Perón, que no creía en las elecciones, las ganaba sin ninguna dificultad”. Luis Alberto Romero ha recordado en una entrevista reciente estas palabras de Halperín. En la concepción de Perón, de esta manera los procesos electorales terminaban convirtiéndose en trámites formales, confirmatorios del “innato genio del conductor”. Con palabras distintas de las de Yrigoyen, también Perón buscaría gobernar sobre las almas de los trabajadores argentinos, dar forma plástica a esas masas que en la década de 1940 no tenían a quién seguir. Los herederos de Perón no demostraron, más acá en el tiempo, un mayor apego a la legitimidad democrática, resultante de un sistema pluralista de partidos. La democracia, en todo caso, sólo fue concebida en términos estratégicos, como una forma más –entre otras– de acceder al poder. Es que la concepción militarista de Perón, esa “ideología de estado mayor” de la que habló José Luis Romero, fue continuada por sus herederos. La política fue entendida por éstos con los términos de la guerra. • Conclusiones. La historia política argentina del siglo XX posee esta singularidad: aquellos movimientos políticos que mayor apoyo concitaron de la ciudadanía concibieron la democracia como algo secundario. Buscaron legitimarse apelando a otros recursos, no a través de los procesos electorales. Tal vez esto haya sido así porque esos conductores de multitudes descubrieron que “quien se apoya en los deseos más profundos de los hombres tiene siempre ventaja sobre los penitentes sostenedores del principio de realidad y sobre los defensores de una razón desconfiada y severa”. (Remo Bodei, “Destinos personales”, 2006)
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