El poeta galés Dylan Marlais Thomas (1914-1953) nació en Swansea. Hijo de un profesor inglés, trabajó como periodista hasta que la publicación de sus “Eighteen Poems” (1934) lo catapultó a la fama. Su “Poemas escogidos” (“Collected Poems”, 1934-1952) fueron publicados en 1952 y, para un libro de su tipo, constituyó un éxito de ventas. Su voz poética, su interés en las sensaciones sonoras y su humor se fusionaron en “Bajo el bosque lácteo” (“Under Milk Wood”, 1954) una obra para la radio acerca de la vida en una aldea galesa. Escribió también cuentos cortos y guiones para la radio. Murió joven, de resultas de su alcoholismo, durante una gira de conferencias por Estados Unidos. Harvey Breit (1913-1968) estudió en la Universidad de Nueva York y fue columnista y subdirector de “The New York Times Book Review” desde 1948 hasta 1957. Ayudó a adaptar al teatro la novela de Budd Schulberg, “The Disenchanted”, y fue uno de los editores de “The Selected Letters of Malcolm Lowry” (1964). Fue colaborador de “Atlantic”, “Paris Review”, “Poetry” (Chicago) y “New Directions”. Escribió también artículos sobre boxeo y béisbol. Muchas de sus conversaciones con escritores, que aparecían regularmente en “The New York Times Book Review” mientras perteneció a su plantilla, fueron publicadas en forma de libro bajo el título “The Writer Observed” (1956). En 1950 el brillante y parco poeta galés Dylan Thomas nos visitó por primera vez. Ahora ha vuelto, tanto por demanda popular como por deseo propio, para leer sus propios versos y los de otros poetas en la YMHA (Young Women Hebrew Association) de la calle 92, en el Museo de Arte Moderno y en docenas de facultades y universidades. Para celebrar el acontecimiento, “New Directions” va a publicar sus nuevos poemas, “In Contrary Sleep”. Como celebración a nivel más personal, este periodista entabló con él una repetición de su conversación previa. Estaba convencido, y era apostar sobre seguro, de que Mr Thomas no se repetiría, no podría repetirse. Como resultó ser inexorablemente. En el transcurso de nuestra primera conversación (14 de mayo de 1950), Mr Thomas se describió a sí mismo con las siguientes palabras: “Treinta y cinco años más viejo, esbelto, de tez oscura, inteligencia y de mirada punzante, tierna, enloquecida”. A continuación añadió: “Añada que me estoy quedando calvo y sin dientes. También voy bien vestido”. Mr Thomas no era esbelto por aquel entonces y sigue sin serlo. Continúa siendo rubio, su cabello es abundante y revuelto, tiene dientes de sobra y sus ojos son redondos y de expresión adormilada. Es evidente que su ropa de tweed está sin planchar. Mr Thomas, de hecho, podría haber ocupado el lugar de Heywood Broun en la ocasión en que alguien lo describió diciendo que parecía una cama sin hacer. Me alegra informar que sigue siendo, en términos generales, inteligente, imaginativo e intransigente. Al principio, la conversación versó sobre poesía en general y Thomas Hardy en particular, que resultó ser el poeta favorito del siglo para Mr Thomas. Pero Mr Thomas es también un prosista de talento, y el que suscribe se preguntaba qué opinaría sobre ambos medios de expresión. Por ejemplo, ¿le interesaba cada vez menos la prosa? –No –respondió Mr Thomas–, cuando te vas haciendo mayor descubres que se van separando cada vez más respecto a lo que sientes, y que la prosa se vuelve más limpia y concisa. Eso era lo que su seguro servidor opinaba de la prosa de Eliot. Mr Thomas asintió. –Eliot las mantiene separadas. Emplea una prosa bellísima, aunque sólo porque no tiene nada que ver con los versos. Un poeta no puede escribir prosa extravagante: sería desbordar el cieno. Joyce es exactamente el caso opuesto. Escribía una poesía simple y limpia y una prosa maravillosamente imaginativa. En la mayoría de los casos ocurre lo contrario. Los escritores deberían guardarse sus opiniones para la prosa. –Suponiendo –dijo el entrevistador– que usted no fuera usted y que yo no fuera yo... –Estoy dispuesto a creerlo –dijo sucintamente Mr Thomas. –... y le preguntara a no-usted por qué los poetas no debieran expresar opiniones en su poesía... –Las opiniones –respondió Mr Thomas– son el resultado de una discusión con uno mismo y dado que la mayoría de la gente no es capaz de discutir con nadie, y menos aún consigo misma, las opiniones son un horror. Hay opiniones, por supuesto. En la poesía dramática sin ir más lejos, pero la mayoría de nosotros somos poetas líticos. Fue Eliot quien en este siglo demostró que erar posible hablar de cualquier tema en verso, excepto sobre uno mismo. ¿No había entonces alguna discrepancia en lo que estaba diciendo Mr Thomas? –Supongo –dijo Mr Thomas– que habría que matizar el tema de la opinión. Eso era lo que Mr Thomas había estado haciendo ¿o no? –El matiz –continuó Mr Thomas–, la inclinación de la mente, moldea la poesía. Mr Thomas mantenía su cigarro de los entreactos en la comisura de la boca, inclinando la cabeza para alejarla del humo. –Me gusta escribir la palabra “sangre”. Es un tipo curioso de palabra; significa demencia, entre otras cosas. El empleo frecuente de la misma forma parte de mi inclinación mental. Tomas y su invitado bebieron. –Lo que resulta interesante –prosiguió tras unos instantes– es el modo en que ciertas palabras pierden, bien su significado o bien su bondad. Por ejemplo, la palabra “honor”. Una palabra digna de héroes. En realidad es una palabra más digna de Nerón. ¿Por qué perdían su significado o su bondad las palabras? –Las emplean con asiduidad las personas que no deben –respondió Mr Thomas, con expresión propia de un búho. ¿Cuánto tiempo iba a estar entre nosotros? –Unos tres meses –respondió Mr Thomas–. Será mi última visita en algún tiempo. Con eso habrá conseguido engañar a todas las universidades y todas las universidades habrán hecho lo propio conmigo. El que suscribe no estaba dispuesto a tomarse en serio semejante declaración. –Como quiera –dijo Mr Thomas–. Yo sí. ¿Le importaría recapitular? –Poesía –resumió, rehuyendo todo lo que pudiera sonar a teatral–. La poesía. Me gusta pensar que está hecha de enunciados expuestos en el camino hacia la tumba. * Entrevista realizada por Harvey Breit (“The New York Times Book Review”, 17 de febrero de 1952). EL VESTIDO Llevaban ya dos días persiguiéndole por todo el condado: sin embargo, al pie de las colinas había logrado despistarlos y, acurrucado tras unos matorrales dorados, los oía dar voces mientras rastreaban con torpeza las hondonadas del valle. Apostado tras un árbol y desde las lomas de la cordillera, los había visto batir los prados como los sabuesos, apalear los setos e imitar un aullido desmayado hasta que los cendales de la bruma, que habían descendido inesperadamente desde un cielo primaveral, vinieron a ocultarlos de su vista. Era una bruma maternal que lo arropaba como si le depositara un chal sobre los hombros, allí donde tenía rasgada la camisa y la sangre se le secaba en las paletillas. Aquella bruma lo caldeaba; posada sobre sus labios, le servía de bebida y alimento. En medio de aquel mantillo de algodón esbozó una sonrisa felina. Se desvió de las laderas vigiladas y se adentró por la parte más espesa del bosque siguiendo una senda que acaso lo llevara a la luz, al fuego y a un buen cuenco de sopa. Pensó entonces en el chisporroteo de las ascuas de una chimenea y pensó en la joven madre apostada ante el fuego a solas e imaginó sus cabellos. En ellos encontrarían sus manos un nido ideal. Corrió entre los árboles hasta hallarse en una estrecha senda. ¿Qué dirección tomar? No sabía si caminar hacia la luna o si huir de ella. La bruma ocultaba la luna y la difuminaba, pero podía distinguir, por un rincón del cielo en que se había disipado, los puntos de las estrellas. Se puso a caminar hacia el norte, en la dirección que marcaban las estrellas, murmurando una sorda canción sin melodía y sintió el chapoteo de sus pies sobre aquella tierra esponjosa. Tenía tiempo de ordenar sus ideas, pero nada más ponerse manos a la obra un búho ululó entre los árboles que se desplomaban sobre el camino y se detuvo a hacerle un guiño, pues compartió la mutua melancolía de su lamento. El búho se abatiría en picada, enseguida, sobre un ratón. Lo estuvo contemplando mientras ululaba posado en una rama, hasta que el persistente ulular acabó por asustarle. Unos metros más adelante, sintió que volaba por encima de él con un fresco ulular. Pobrecita liebre, pensó, pues se la ha de zampar la comadreja. El camino ascendía hacia las estrellas y el bosque, el valle y el recuerdo de las escopetas empezaron a desvanecerse a sus espaldas. Oyó pasos. Entre la bruma surgió la figura de un viejo radiante por la lluvia. –Buenas noches, señor –dijo el viejo. –Noches así no son para quien haya nacido de mujer –dijo el loco. El viejo, silbando, apretó el paso en dirección a los árboles que jalonaban el sendero. Que me descubran los sabuesos, mascullaba el loco entre dientes mientras se encaramaba por unos riscos, que me busquen y me descubran los sabuesos. Y con la astucia de un zorro volvió sobre sus pasos hasta el punto en que el camino envuelto por la bruma se dividía en tres ramales. Al infierno las estrellas, se dijo, y echó a caminar hacia lo más negro de la noche. A sus pies, el mundo era una pelota que iba pateando en su carrera. Por encima de él estaban los árboles. Oyó a lo lejos que un perro perdiguero se había quedado atrapado en una trampa y corrió todavía más, pensando que acaso el enemigo estuviera pisándole los talones. “Pato, muchachos, pato”, exclamó igual que un cazador, pero con la vocecilla tibia del que habría señalado una estrella fugaz. Cuando recordó de pronto que llevaba sin dormir desde que emprendió la huída, dejó de correr. La lluvia, ya como fatigada de azotar la tierra, se había remansado y era un soplo de viento, briznas del cereal mecidas al vuelo en el molino. Si conciliara el sueño, el sueño habría de ser una muchacha. Durante las dos últimas noches, mientras estuvo caminando y corriendo por desiertos parajes, había soñado que conocía a una muchacha. “Acuéstate”, le decía ella, y tendía en el suelo su vestido como si fuera un lecho y yacía con él. Sin embargo, a mitad del sueño, mientras la leña a sus pies crujía como el revuelo de un vestido, había escuchado el vocerío de los enemigos por el campo. Y había tenido que seguir corriendo sin parar, dejando el sueño bien atrás. Con el sol, la luna o el cielo negro, había sorteado los vientos antes de iniciar su huída. –¿Por dónde anda Jack? –habían preguntado en el jardín del lugar del que había escapado. –Suelto por los montes, con un cuchillo de carnicero –respondían con una sonrisa. No obstante, ya no llevaba el cuchillo, pues lo clavó contra un árbol y aún debía de temblar la hoja estremecida en el tronco. Ya sólo tenía, corriendo sin parar por culpa del frío, un sueño que le hacía soltar alaridos. Y ella, a solas en la casa, estaba cosiéndose un vestido nuevo. Era un vestido de campesina, radiante de bordados de flores en el corpiño. Sólo unas puntadas más y ya estaría listo. Dos flores brotarían de sus pechos. Cuando diera el paseo dominical de la mano de su marido, por los campos y las calles del pueblo, los niños habrían de sonreír tras ellos. Su ceñida cintura daría alas a las murmuraciones de las viudas. Se deslizó en su vestido nuevo y comprobó, al mirarse en el espejo que había sobre la chimenea, que estaba más guapa de lo que nunca hubiera soñado. Le hacía más blanco el rostro y más negra su oscura melena. Lo había hecho muy escotado. Un perro que venteaba la noche alzó la cabeza y aulló. Ella volvió dejando a un lado las visiones, se acercó a la ventana y corrió las cortinas. Fuera, en plena noche, andaban buscando a un loco. Tenía los ojos verdes, decían, y estaba casado. Decían que el loco le había cortado los labios a su esposa porque ésta sonreía a los hombres. Se lo habían llevado, pero él, después de robar un cuchillo en la cocina, había apuñalado a su celador y andaba fugado por el valle. Desde muy lejos vio el loco una lucecita en la casa y se acercó sigilosamente hasta el seto del jardín. Sin llegar a verla, advirtió que el jardín tenía una cerca. Las manos se le habían desgarrado en los espinos del alambre herrumbroso y bajo sus rodillas crepitaban unas hierbas húmedas. Después del jardín vinieron a recibirle con sus cabezas de flores y sus cuerpos de escarcha. Se había destrozado los dedos, aún le manaban otras viejas heridas. Convertido en un hombre ensangrentado emergió de la oscuridad enemiga y alcanzó las escaleras. Y dijo en un murmullo: “Que no me disparen”. Y abrió la puerta. Ella estaba en el centro de la habitación. Tenía suelta la melena y desabrochados los botones del vestido. ¿Por qué aulló el perro con tal desolación justo en aquel instante? Amedrentada con el aullido, recordando viejas historias, ella se había dejado caer en una mecedora. ¿Qué habrá sido de la mujer?, se preguntó al mecerse. No podía imaginarse una mujer sin labios. ¿Qué fue, se dijo, de la mujer sin labios? La puerta no hizo ruido. El entró en la habitación con los brazos en alto y tratando de sonreír. –Vaya, si has vuelto –dijo ella. Dio la vuelta a la silla y lo miró. Llevaba sangre hasta en sus verdes ojos. Ella se llevó los dedos a la boca. “Que no disparen”, dijo él. Al mover el brazo, el vestido se le había abierto y él contempló maravillado la blancura de su frente amplia, sus ojos asustados, su boca crispada y las flores de su vestido. Con un movimiento de su brazo, el vestido bailaba en medio de la luz. Ella vino a sentarse frente a él y lo cubrió de flores. “Duerme”, dijo el loco. Y, de rodillas, reclinó su cabeza aturdida sobre el regazo de la mujer.
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