Se puede sentir una obligación de mirar fotografías que registran grandes crueldades y crímenes. Se debería sentir la obligación de pensar en lo que implica mirarlas, en la capacidad efectiva de asimilar lo que muestran. No todas las reacciones a estas imágenes están supervisadas por la razón y la conciencia. La mayor parte de las representaciones de cuerpos atormentados y mutilados incita, en efecto, interés lascivo (Los desastres de la guerra son una excepción notable: las imágenes de Goya no pueden verse con un espíritu lascivo. No se dilatan en la belleza del cuerpo humano; los cuerpos son pesados y están vestidos con gruesas ropas). Todas las imágenes que exponen la violación de un cuerpo atractivo son, en alguna medida, pornográficas. Pero las imágenes de lo repulsivo pueden también fascinar. Se sabe que no es la mera curiosidad lo que causa las retenciones del tráfico en una autopista cuando se pasa junto a un horrendo accidente de automóvil. También, para la mayoría, es el deseo de ver algo espeluznante. Calificar esos deseos como “mórbidos” evoca una rara aberración, pero el atractivo de esas escenas no es raro y es fuente perenne de un tormento interior. En efecto, la primera vez que se reconoce (hasta donde estoy enterada) la atracción ejercida por los cuerpos mutilados se encuentra en una descripción fundadora del conflicto mental. Es un pasaje del libro cuarto de La República, en el que el Sócrates de Platón describe cómo un deseo indigno puede ofuscar nuestra razón, lo cual lleva al ser a encolerizarse con una parte de su naturaleza. Platón está desarrollando una teoría tripartita de la función mental, que integra la razón, la cólera o indignación y la apetencia o deseo: se anticipa así al esquema freudiano de súper yo, yo y ello (salvo que Platón sitúa la razón en primer lugar, y la conciencia, representada por la indignación, en medio). En el curso de su argumentación, para ilustrar cómo es posible que nos rindamos, si bien con renuencia, a atractivos repugnantes, Sócrates cuenta una historia que oyó sobre Leoncio, hijo de Aglayón: Subía del Pireo por la parte exterior de la muralla norte cuando advirtió tres cadáveres que estaban echados por tierra al lado del verdugo. Comenzó entonces a sentir deseos de verlos, pero al mismo tiempo le repugnaba y se retraía; y así estuvo luchando y cubriéndose el rostro hasta que, vencido de su apetencia, abrió enteramente los ojos y, corriendo hacia los muertos, dijo: “¡Ahí los tenéis, malditos, saciaos del hermoso espectáculo!”. Cuando rehúsa elegir el ejemplo más común de una pasión sexual inapropiada o ilícita para ilustrar la lucha entre la razón y el deseo, Platón parece dar por sentado que también sentimos apetencias por vistas de la degradación, el dolor y la mutilación. Sin duda la resaca de este impulso rechazado también debe tenerse en cuenta cuando se discute el efecto de las imágenes de atrocidades. Al comienzo de la modernidad habría sido más fácil reconocer que existe un tropismo innato hacia lo espeluznante. Edmund Burke advirtió que a la gente le gusta ver imágenes de sufrimiento. “Estoy convencido de que nos deleitan, en no poca medida, los infortunios y sufrimientos de los demás”, escribió en Investigación filosófica sobre el origen de nuestra idea acerca de lo bello y lo sublime (1757). “No hay espectáculo buscado con mayor avidez que el de una calamidad rara y penosa”. William Hazlitt, en su ensayo sobre el Yago de Shakespeare y la atracción que ejerce la vileza en el escenario, se pregunta: “¿Por qué siempre leemos en los periódicos las informaciones sobre incendios espantosos y asesinatos horribles?” y responde: porque el “amor a la maldad”, el amor a la crueldad, es tan natural en los seres humanos como la simpatía.
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