Setenta años me enseñaron a aceptar la vida con serena humildad”. Quien habla es el profesor Sigmund Freud, el gran explorador del alma. El escenario de nuestra conversación fue en su casa de verano en Semmering, una montaña de los alpes austríacos. Yo había visto el país del psicoanálisis por última vez en su modesta casa de la capital austríaca. Los pocos años transcurridos entre mi última visita y la actual multiplicaron las arrugas de su frente. Intensificaron la palidez de sabio. Su rostro estaba tenso, como si sintiese dolor. Su mente estaba alerta, su espíritu firme, su cortesía impecable como siempre, pero un ligero impedimento en su habla me perturbó. Parece que un tumor maligno en el maxilar superior tuvo que ser operado. Desde entonces Freud usa una prótesis, lo cual es una constante irritación para él. “Detesto mi maxilar mecánico, porque la lucha con este aparato me consume mucha energía preciosa. Pero prefiero esto a no tener ningún maxilar. Aún así, prefiero la existencia a la extinción. Tal vez los dioses sean gentiles con nosotros, tornándonos la vida más desagradable a medida que envejecemos. Por fin, la muerte nos parece menos intolerable que los fardos que cargamos”. “¿Por qué (dice calmamente) debería yo esperar un tratamiento especial? La vejez, con sus arrugas, llega para todos. Yo no me revelo contra el orden universal. Finalmente, después de setenta años, tuve lo bastante para comer. Aprecié muchas cosas –en compañía de mi mujer, mis hijos–, el calor del sol. Observé las plantas que crecen en primavera. De vez en cuando tuve una mano amiga para apretar. En otra ocasión encontré un ser humano que casi me comprendió. ¿Qué más puedo querer?” –El señor tiene una fama. Su obra prima influye en la literatura de cada país. Los hombres miran la vida y a sí mismos con otros ojos por causa de este señor. Recientemente, en el septuagésimo aniversario, el mundo se unió para homenajearlo, con excepción de su propia universidad. –Si la Universidad de Viena me demostrase reconocimiento, me sentiría incómodo. No hay razón en aceptarme a mí o a mi obra porque tengo setenta años. Yo no atribuyo importancia insensata a los decimales. La fama llega cuando morimos y, francamente, lo que ven después no me interesa. No aspiro a la gloria póstuma. Mi virtud no es la modestia. –¿No significa nada el hecho de que su nombre va a perdurar? –Absolutamente nada, es lo mismo que perdure o que nada sea cierto. Estoy más bien preocupado por el destino de mis hijos. Espero que sus vidas no sean difíciles. No puedo ayudarlos mucho. La guerra prácticamente liquidó mis posesiones, lo que había adquirido durante mi vida. Pero me puedo dar por satisfecho. El trabajo es mi fortuna. (Estábamos subiendo y descendiendo una pequeña elevación de tierra en el jardín de su casa. Freud acarició tiernamente un arbusto que florecía.) –Estoy mucho más interesado en este capullo que en lo que me pueda acontecer después de estar muerto. –¿Entonces el señor es, al final, un profundo pesimista? –No, no lo soy. No permito que ninguna reflexión filosófica complique mi fluidez con las cosas simples de la vida. –¿Usted cree en la persistencia de la personalidad después de la muerte, de la forma que sea? –No pienso en eso. Todo lo que vive perece. ¿Por qué debería el hombre constituir una excepción? –¿Le gustaría retornar en alguna forma, ser rescatado del polvo? ¿Usted no tiene, en otras palabras, deseo de inmortalidad? –Sinceramente, no. Si la gente reconoce los motivos egoístas detrás de la conducta humana, no tengo el más mínimo deseo de retornar a la vida; moviéndose en un círculo, sería siempre la misma. Más allá de eso, si el eterno retorno de las cosas, para usar la expresión de Nietzsche, nos dotase nuevamente de nuestra carnalidad y lo que involucra, ¿para qué serviría sin memoria? No habría vínculo entre entre el pasado y el futuro. Por lo que me toca, estoy perfectamente satisfecho de saber que el eterno aborrecimiento de vivir finalmente pasará. Nuestra vida es necesariamente una serie de compromisos, una lucha interminable entre el ego y su ambiente. El deseo de prolongar la vida excesivamente me parece absurdo. –Bernard Shaw sustenta que vivimos muy poco. El encuentra que el hombre puede prolongar la vida si así lo desea, llevando su voluntad a actuar sobre las fuerzas de la evolución. El cree que la humanidad puede recuperar la longevidad de los patriarcas. –Es posible que la muerte en sí no sea una necesidad biológica. Tal vez morimos porque deseamos morir. Así como el amor o el odio por una persona viven en nuestro pecho al mismo tiempo, así también toda la vida conjuga el deseo de la propia destrucción. Del mismo modo como un pequeño elástico tiende a asumir la forma original, así también toda materia viva, consciente o inconscientemente, busca readquirir la completa, la absoluta inercia de la existencia inorgánica. El impulso de vida o el impulso de muerte habitan lado a lado dentro nuestro. La muerte es la compañera del amor. Ellos juntos rigen el mundo. Esto es lo que dice mi libro: “Más allá del principio del placer”. En el comienzo del psicoanálisis se suponía que el amor tenía toda la importancia. Ahora sabemos que la muerte es igualmente importante. Biológicamente, todo ser vivo, no importa cuán intensamente la vida arda dentro de él, ansía el Nirvana, la cesación de la “fiebre llamada vivir”. El deseo puede ser encubierto por digresiones; no obstante, el objetivo último de la vida es la propia extinción. –Esto es la filosofía de la autodestrucción. Ella justifica el autoexterminio. Llevaría lógicamente al suicidio universal imaginado por Eduard von Hartmann. –La humanidad no escoge el suicidio porque la ley de su ser desaprueba la vía directa para su fin. La vida tiene que completar su ciclo de existencia. En todo ser normal, la pulsión de vida es fuerte, lo bastante para contrabalancear la pulsión de muerte, pero en el final, ésta resulta más fuerte. Podemos entretenernos con la fantasía de que la muerte nos llega por nuestra propia voluntad. Sería más posible que no pudiéramos vencer a la muerte porque en realidad ella es un aliado dentro de nosotros. En este sentido (añadió Freud con una sonrisa), puede ser justificado decir que toda muerte es un suicidio disfrazado. (Estaba haciendo frío en el jardín. Continuamos la conversación en el gabinete. Vi una pila de manuscritos sobre la mesa, con la caligrafía clara de Freud.) –¿En qué está trabajando el señor Freud? –Estoy escribiendo una defensa del análisis lego, del psicoanálisis practicado por los legos. Los doctores quieren establecer el análisis ilegal para los no-médicos. La historia, esa vieja plagiadora, se repite después de cada descubrimiento. Los doctores combaten cada nueva verdad en el comienzo. Después procuran monopolizarla. –¿Usted tuvo mucho apoyo de los legos? –Algunos de mis mejores discípulos son legos. –¿El señor Freud está practicando mucho psicoanálisis? –Ciertamente. En este momento estoy trabajando en un caso muy difícil, intentando desatar conflictos psíquicos de un interesante paciente nuevo. Mi hija también es psicoanalista, como usted puede ver... (En ese momento apareció miss Anna Freud acompañada por su paciente, un muchacho de once años de facciones inconfundiblemente anglosajonas.) –¿Usted ya se analizó a sí mismo? –Ciertamente. El psicoanalista debe constantemente analizarse a sí mismo. Analizándonos a nosotros mismos estamos más capacitados para analizar a otros. El psicoanalista es como un chivo expiatorio de los hebreos, los otros descargan sus pecados sobre él. El debe practicar su arte a la perfección para liberarse de los fardos cargados sobre él. –Mi impresión es de que el psicoanálisis despierta en todos los que lo practican el espíritu de la caridad cristiana. Nada existe en la vida humana que el psicoanálisis no nos pueda hacer comprender. “Tout comprendre c’est tou pardonner”. –Por el contrario (acusó Freud sus facciones asumiendo la severidad de un profeta hebreo), comprender todo no es perdonar todo. El análisis nos enseña apenas lo que podemos soportar, pero también lo que podemos evitar. El análisis nos dice lo que debe ser eliminado. La tolerancia con el mal no es de manera alguna corolario del conocimiento. (Comprendí súbitamente por qué Freud había litigado con sus seguidores que lo habían abandonado, porque él no perdona disentir del recto camino de la ortodoxia psicoanalítica. Su sentido de lo que es recto es herencia de sus ancestros. Una herencia de la que él se enorgullece como se enorgullece de su raza.) –Mi lengua es el alemán. Mi cultura, mi realización es alemana. Yo me consideré un intelectual alemán hasta que percibí el crecimiento del preconcepto antisemita en Alemania y en Austria. Desde entonces prefiero considerarme judío. (Quedé algo desconcertado con esta observación. Me parecía que el espíritu de Freud debería vivir en las alturas, más allá de cualquier preconcepto de razas, que él debería ser inmune a cualquier rencor personal. En tanto no precisamente a su indignación, a su honesta ira, se volvía más atrayente como ser humano. ¡Aquiles sería intolerable si no fuese por su talón!) –Me pone contento, Herr Profesor, de que también el señor tenga sus complejos, de que también el señor Freud demuestre que es un mortal... –Nuestros complejos son la fuente de nuestra debilidad pero, con frecuencia, son también la fuente de nuestra fuerza. –Imagino, observo... ¡cuáles serían mis complejos! –Un análisis serio dura más o menos un año. Puede durar igualmente dos o tres años. Usted está dedicando muchos años de su vida la “caza de los leones”. Usted procuró siempre a las personas destacadas de su generación: Roosevelt, El Emperador, Hindenburgh, Briand, Foch, Joffre, Georg Bernard Shaw... –Es parte de mi trabajo. –Pero también es su preferencia. El gran hombre es un símbolo. Su búsqueda es la búsqueda de su corazón. Usted también está procurando al gran hombre para tomar el lugar de su padre. Es parte del complejo del padre. (Negué vehementemente la afirmación de Freud. Mientras tanto, reflexionando sobre eso, me parece que puede haber una verdad, no sospechada por mí, en su sugestión casual. Puede ser lo mismo que el impulso que me llevó a él.) –Me gustaría, observé después de un momento, poder quedarme aquí lo bastante para vislumbrar mi corazón a través de sus ojos. ¡Tal vez, como la Medusa, yo muriese de pavor al ver mi propia imagen! Aun cuando no confío en estar muy informado sobre psicoanálisis, frecuentemente anticiparía o tentaría anticipar sus intenciones. –La inteligencia en un paciente no es un impedimento. Por el contrario, muchas veces facilita el trabajo. (En este punto el maestro del psicoanálisis difiere bastante de sus seguidores, que no gustan mucho de la seguridad del paciente que tienen bajo su supervisión.) –A veces imagino si no seríamos más felices si supiésemos menos de los procesos que dan forma a nuestros pensamientos y emociones. El psicoanálisis le roba a la vida su último encanto, al relacionar cada sentimiento con su original grupo de complejos. No nos volvemos más alegres descubriendo que todos abrigamos al criminal o al animal. –¿Qué objeción puede haber contra los animales? Yo prefiero la compañía de los animales a la compañía humana. –¿Por qué? –Porque son más simples. No sufren de una personalidad dividida, de la desintegración del ego, que resulta de la tentativa del hombre de adaptarse a los patrones de civilización demasiado elevados para su mecanismo intelectual y psíquico. El salvaje, como el animal, es cruel, pero no tiene la maldad del hombre civilizado. La maldad es la venganza del hombre contra la sociedad, por las restricciones que ella impone. Las más desagradables características del hombre son generadas por ese ajuste precario a una civilización complicada. Es el resultado del conflicto entre nuestros instintos y nuestra cultura. Mucho más desagradables que las emociones simples y directas de un perro, al mover su cola o al ladrar expresando su displacer. Las emociones del perro (añadió Freud pensativamente) nos recuerdan a los héroes de la antigüedad. Tal vez sea ésa la razón por la que inconscientemente damos a nuestros perros nombres de héroes como Aquiles o Héctor. –Mi cachorro es un Doberman Pinscher llamado Ajax. –(sonriendo) Me contenta saber que no pueda leer. ¡El sería, ciertamente, el miembro menos querido de la casa si pudiese ladrar sus opiniones sobre los traumas psíquicos y el complejo de Edipo!
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