Se explore por donde se explore su génesis, la Triple A fue la consecuencia de la lógica con que por más de un siglo y medio se hizo política en la Argentina. Una lógica perversa pero recurrente, reiterada a lo largo de ese camino. La lógica de la exclusión terminante del “otro”, del opuesto en el campo de las ideas, del pensamiento. Fascinación por sacar del juego al diferente en términos absolutos, drásticos. La muerte como comprobación sin atenuantes de una “verdad”: la del que mata. Matar lo distinto desde el dictado de un imperativo que siempre encontrará justificación. La Triple A no es un fenómeno aislado en la historia argentina. Puede serlo en la vida de Gran Bretaña la terrible represión que ésta ejerció en determinado momento sobre la Irlanda de comienzos del siglo XIX. Pero no es el caso de la Triple A aquí. Para quien asume la mirada sobre nuestro pasado sin tabiques de naturaleza patológica que lo conduzcan a reflexionar desde el prejuicio, hay un hilo conductor entre los designios de la Triple A y –por caso– la Liga Patriótica Argentina que, con la complacencia de Hipólito Yrigoyen, germinó durante su primer gobierno. Liga y Triple A coincidieron en identificación de enemigos: Los “apátridas”. Lo “distinto” a juzgar del mundo de valores con que se movían ambos grupos. Y si lo distinto tenía génesis judía, mejor. Sobre esos blancos Liga y Triple A operaron desde una misma línea: acción directa. Los dos grupos defendieron valores conservadores sustentados en visiones decididamente reaccionarias. Con mayor aditamento intelectual la Liga a la hora de expresarlos, pero idénticos en la naturaleza que los guiaba. Y si la Liga Patriótica durante la Semana Trágica no reprimió en los términos en que décadas después lo hizo la Triple A, fue a consecuencia de circunstancias que en nada invalidan la similitud en paradigmas. Aquella diferencia se debió a una única razón: la lucha ideológica tenía ribetes diferentes según la época en que cada una actuó. Era muy complejo creer –como argumento de la Liga en la década del ’20– que los ácratas y bolcheviques estaban por tomar aquí el poder. Pero era, sí, factible para el poder convencerse en los ’70 de que la izquierda argentina había logrado una instalación que eventualmente podía tornar difícil el pronóstico sobre el futuro del sistema. La Liga y la Triple A emergieron desde lo político, en el corazón de los partidos y las fuerzas del sistema del tiempo en que les tocó actuar. La primera se nutrió del conservadurismo que encontraba en la democracia una expresión sólo de demagogia. Pero fue respaldada por franjas muy significativas de la dirigencia y militancia de la por aquella época muy gravitante Unión Cívica Radical. Es más, el máximo líder de la Liga, en la reflexión y en la acción, era un radical de pura madera: Manuel Carlés. Y la Triple A es parida por el núcleo duro del sistema de decisión del peronismo a comienzos de los ’70: Juan Perón y sus ayudantes de cámara, Isabel y José López Rega. Pero Liga y Triple A nacieron y reprodujeron su poder con respaldo de pliegues y repliegues del aparato de Estado. Durante la Semana Trágica Yrigoyen –asustado y tembloroso ante el desafío que se corporizaba desde los talleres Vasena– ordenó la entrega de armamento a civiles que terminaron siendo integrantes de la Liga. El suministro se organizó desde la red de comisarías de la Policía Federal, una estructura que “El Peludo” conocía tan bien como que había sido comisario del barrio de Balvanera, un poder que le era muy leal. Y los Winchester y Colt 38 salieron del Ejército ubicados en Barracas y de la Armada, en Puerto Nuevo. Y en las patotas conformadas por la Liga actuaron miembros de las Fuerzas Armadas, que compartían un mundo de valores con la organización. Esta es una realidad tangible. Directa. Avalada por las minuciosas investigaciones que el tiempo fue alentando y decantando. Sólo un dato al respecto: la Universidad de Quilmes editó trabajos de una historiadora que son concluyentes sobre esa connivencia. ¿Cuánto de diferente tiene esa connivencia de la Liga con el aparato de Estado en relación con el respaldo que desde ese campo tuvo la Triple A? Que hay razones para creer que la Triple A surgió de esas entrañas en términos muy desembozados. La Liga no tuvo un polígono de tiro en el interior de un ministerio, como sí lo tuvieron los matarifes de López Rega en los sótanos de Bienestar Social. En todo caso, la diferencia más sustancial entre Liga y Triple A se da en la extracción social de sus integrantes. La primera, conformada en mucho por jóvenes de clase alta y la oligarquía por entonces terrateniente. Identificados en la defensa de la propiedad y del orden jurídico que sustenta al sistema. Es interesante leer las listas de los integrantes de la Liga; explica incluso mucho de la participación de determinados linajes en la historia posterior a aquellos años ’20. La Liga tenía –como el peronismo, concretamente– su rama femenina. En todos sus términos, una proto-Guardia Blanca como las que surgían en Europa ante el terror que infundían la Revolución Rusa y la desestabilización de la derrotada Alemania a partir del ’18. Jóvenes –los de la Liga– sensibles a la religiosidad y el fascismo con que ya machacaba Leopoldo Lugones quien, viniendo del anarquismo, transitaba la huella de la extrema derecha. Esa que lo llevaría a chillar “¡Ha llegado la hora de la espada!”. El Lugones que modeló tanto en el miedo y el autoritarismo a su hijo –también Leopoldo– que, en la década del ’30, se convertiría en un eximio torturador a cargo de la Sección Especial de la Federal. Hijo que, como su padre, terminaría también suicidándose. Y que le daría una nieta al poeta que –piruetas tiene la historia– militaría en Montoneros y sería asesinada por la dictadura última. Era “Piri” Lugones. –Nieta del fascista, hija del torturador –solía presentarse “Piri”, mujer de intelecto inquieto, creativo. Pero volvamos a este juego corrido de Liga-Triple A. A diferencia de la primera, los nombres de quienes integraban las filas de la segunda. Sólo los nombres de sus líderes y operativos y de los fundadores, claro. Pero el grueso de sus componentes fue extraído de rangos sindicales y estructuras conformadas por militares y policías en retiro. Un andamiaje al que no fue ajena gente de la activa Concentración Nacional Universitaria surgida en La Plata y del Comando de Organización surgido en La Matanza. Derecha pura. Y hay otra diferencia entre la Liga y la Triple A. La primera recorrió los barrios obreros y judíos en Ford T. La segunda secuestró y ametralló desde el involuntaria y tristemente célebre Falcon. Los jóvenes de la Liga iban en los estribos. Winchester. Colt. Trajes claros. Sombreros. Ranchos. Se fotografiaban. Sonreían. Los asesinos de la Triple A, sirenas. Lentes oscuros. Nada de fotos. Otra época. Y tarea más vasta que la de aquellos jóvenes. Pero la misma impunidad. ¿Cómo no establecer un hilo conductor en la impunidad con que se movieron la Liga y la Triple A, de la que hizo gala el teniente coronel y hombre de extrema confianza de Hipólito Yrigoyen –Benigno Varela– cuando asesinó a cientos de obreros en la Patagonia? Matar lo distinto. Sacarlo de juego. Exterminar al diferente. Una constante trágica en la vida argentina. La muerte –como reflexiona José Pablo Feinmann en su impecable “La sangre derramada”– como comprobación absoluta de la verdad militante que, “fascinada por la muerte, alejaba a la izquierda peronista –por caso– de otra concepción que no fuera la de la muerte bella y gloriosa, la muerte como algo supremo y cuasi sagrado en lo que culmina con heroica coherencia la vida del revolucionario. Así, el triste día del sepelio de Rodolfo Ortega Peña, asesinado por ráfagas fascistas de la Triple A, la izquierda peronista entonó una consigna destinada a exaltar la belleza de la muerte militante: ‘Vea, vea, vea qué cosa más bonita, Ortega da la vida por la patria socialista’. Se equivocaban –acota Feinmann–, no existe la muerte bonita, no hay belleza en la muerte. Hubieran debido exaltar otra cosa: que Ortega había vivido por la patria socialista, que esa elección había entregado un sentido a todos los actos de su vida y que su muerte, lejos de ser bonita, era terriblemente dolorosa, fea y no bella. Porque era, ante todo, un agravio a la vida. No podían, sin embargo, los sufridos y ya martirizados militantes de la izquierda peronista arribar a esas conclusiones. Sólo se llega a ellas desde una cultura de la vida, nunca desde una cultura la muerte, nunca desde una cultura que identifica a la muerte con la gloria”. Siempre la muerte, y “la gloria”, claro. A los argentinos la muerte y “la gloria” nos buscan y nos compelen desde la cuna. O al menos desde pibes, cuando con insufrible cariño la maestra de turno nos enseña las primeras letras de nuestro desaforado Himno Nacional. Otra vez la sensatez de José Pablo Feinmann. “Argentina –dice– tiene un Himno Nacional que en su última estrofa plantea una opción extrema: ‘Coronados de gloria vivamos o juremos con gloria morir’. La opción es extrema porque, con precisión, imperativamente señala una única y posible modalidad de existencia: la de la gloria. Sólo la vida gloriosa es aceptable. Y si no es posible vivir con gloria habrá entonces que morir con ella. Lo que es intolerable para esa concepción es existir al margen de la gloria. Vida gloriosa, muerte gloriosa, entre esas dos opciones transcurre la existencia. No hay –según suelen sostener las concepciones no guerreras y “mediocres” de la vida– términos medios. Sólo hay vida y sólo hay muerte. “Basta leer las letras de Enrique Santos Discépolo, ese gran metafísico de la calle, para comprender la destructividad del argentino”, suele sentenciar Ernesto Sábato.
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