on una diferencia de apenas dos días, Jeane Kirkpatrick, antigua embajadora de Ronald Reagan en Naciones Unidas, y el general Augusto Pinochet, dictador de Chile, han muerto. Parecería que nada unía sus biografías. Lo cierto es que el surgimiento del régimen chileno, su supervivencia y su transición a una democracia deben mucho a la labor intelectual de la profesora de Georgetown. Cuando la misión nacional de la contención ofrecida en la segunda posguerra por George Kennan al presidente norteamericano Harry Truman para enfrentarse a los soviéticos parecía tambalearse y flirteaba por derroteros reformistas durante la administración de Carter, en noviembre de 1979, Kirkpatrick publicó en la revista conservadora “Commentary” un ensayo, repetidamente más aludido que leído, titulado “Dictaduras y doble estándar”, más tarde ampliado y convertido en libro. Tuvo la fortuna de fascinar a Reagan, ya en campaña contra Carter, al que Kirkpatrick básicamente acusaba de obsesionarse en su política de defensa de derechos humanos, violados sistemáticamente por dictaduras militares como las de Pinochet. “Es nuestro hijo de p...” El interés nacional residía en prestar la debida atención a una sutil pero decisiva diferencia entre los regímenes que eran totalitarios (sin remedio y por lo tanto merecedores de la doctrina Truman) y los autoritarios (redimibles, y por lo tanto susceptibles de ser aliados). Era un eco de F. D. Roosevelt ante la advertencia de que el dictador de la República Dominicana, Tacho Somoza, “era un hijo de p..., pero es nuestro hijo de p...”. Kirkpatrick llegaba tarde, a la vista de que la alianza con el dictador español Francisco Franco fue un fiel reflejo de su policy paper. Pero en realidad estaba pensando en Centroamérica, el Cono Sur latinoamericano y en Irán bajo los estertores del Sha. El ejemplo más emblemático de la aplicación de su doctrina era el régimen chileno. Ahora, tras el desastre de las elecciones estadounidenses y las admoniciones del informe Baker-Hamilton, todo el castillo de naipes se ha venido abajo. Pero, aunque desaparecida Kirkpatrick, lo esencial de su doctrina resucita. Con la muerte de Pinochet se justificará su régimen aduciendo que la transición desde su sanguinaria dictadura a la democracia ahora presidida por Michelle Bachelet, hija de un general represaliado, prueba la eficacia de la doctrina Kirkpatrick. Después de todo, valió la pena el apoyo a Pinochet, paradigma de los regímenes autoritarios, rescatables al final. Diferente historia es el caso de Cuba, cuyo régimen ha conseguido la impresionante supervivencia precisamente por la doctrina contraria. Aprovechando la ineficaz y contraproducente política del embargo, Fidel Castro logró justificar las carencias económicas y políticas del régimen, culpando de ellas a las acciones norteamericanos. Probablemente terminará como Pinochet. Y al final en Washington se justificarán ambas políticas con argumentos contrarios. Y si hay una transición pacifica en Cuba, como en Chile, todos felices. Todos, naturalmente, menos las víctimas de ambas operaciones: desaparecidos, exiliados, represaliados, desinformados o simplemente confundidos. Es el resultado de la política basada en pagar cualquier precio, al decir de Kennedy. Ahora, para corregir el caos y recibir el necesario apoyo del vecindario de Irak mientras crece el incendio, se procede a piropear, a regañadientes y tapándose la nariz, a Irán y Siria. Son los modernos regímenes autoritarios con los que conviene pactar. Igual que en los tiempos de Somoza y Franco. Igual que con Pinochet, Castro espera su turno. Todo depende de la supervivencia de la tesis de Kirkpatrick, perenne apéndice de la política exterior de los Estados Unidos.
|