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Afroargentinos: dejar de ser ´invisibles´ | ||
Martín Fierro mató un negro .y es casi como si hubiera .matado a todos. Sé de uno .que murió por la bandera. . .De tarde en tarde en el Sur .me mira un rostro moreno, .trabajado por los años .y a la vez triste y sereno. . .(Borges, Jorge L.) Milonga de los morenos [fragmento], 1965) | ||
En el año del Bicentenario y con la reciente realización del censo nacional, se nos hace presente y actual el tema de nuestras raíces e identidad. Y como fuente de esta última, quiero plantear en esta nota la relevancia de la vertiente afro de nuestro mestizaje. No se trata de otra cosa que de nuestra interculturalidad. Dicho sea de paso, en los festejos centrales del Bicentenario, el tema de las raíces afro estuvo llamativamente ausente, excepto por la presencia de una colorida murga. A propósito del censo, bien podemos convertir un simple vamos a ver cuántos somos en un más complejo a ver quiénes somos. Y para reconocer quiénes somos, no tanto desde la perspectiva de la "foto poblacional" que es un censo, sino más bien desde la identidad que viene de las raíces y de la memoria, las cuales debemos seguir rastreando. El primer censo de la República organizada se realizó en 1869, durante la presidencia de Sarmiento; el de este año es el décimo censo nacional y sin embargo en los ocho intermedios nunca hubo preguntas referidas a la ascendencia afro de los argentinos; en el primero y en este, sí (aunque esta vez fue por muestreo, no a todos). Tema desde ya curioso, si empezamos a mirar un poco más de cerca algunas cifras. Ponderar la cantidad de esclavos llegados desde África a nuestras tierras, es bastante difícil y no hay acuerdo entre los historiadores: las cifras rondan los 10 millones. Si tenemos en cuenta que la mitad de los africanos esclavizados moría durante la travesía (por combinación de hambre, hacinamiento y enfermedades), bien podríamos sospechar que estamos tratando con el más grande genocidio de la historia moderna. Pero volvamos a las cifras. Un antecedente importante lo constituye otro censo, el de 1778, del recién creado Virreinato del Río de la Plata. Sabiendo que la población era escasa en la mayor parte del territorio, vale la pena observar la alta proporción de habitantes de origen afro. En dicho censo quedó consignado que en Santiago del Estero la proporción de población afro era por entonces el 54% del total; en Catamarca, para esa misma época el porcentaje de la gente negra era del 52%; en Salta, el 46%; en Córdoba, el 44%; en la zona de Tucumán, el 42%; en Buenos Aires y Mendoza, el 24% y en La Rioja, el 20%. Después de dejarse impactar por estas cifras, puede que al lector lo asalte una curiosidad, encarnada en el interrogante más evidente: qué pasó con esta gente. Para esto, hay diferentes maneras de posicionarse. Algunos pensarán la consabida respuesta desde una postura desaparicionista, que aseverará que en la Argentina no hay negros. Sin embargo, cualquiera de nosotros que frecuente transportes públicos o simplemente vaya con la mirada atenta por las calles de cualquiera de las ciudades antes mencionadas -y en muchas otras también- podrá ver cotidianamente a muchas personas con rasgos afro, con piel morena o, simplemente, con el cabello apretadamente enrulado. Hablar de desaparición es un modo de explicar que resulta funcional a la lógica del blanqueamiento liberal. Y no me refiero solamente al discurso sarmientino de corte eurocéntrico, sino -por ejemplo- a obras de divulgación, como la reciente Argentinos, de Jorge Lanata (2008), que llama a los afroargentinos los primeros desaparecidos. Más bien podemos pensar, junto con Daniel Schávelzon (2003), en clave de transparencia, y con otros muchos, en clave de invisibilización; de esta manera reponemos algo/alguien que está, pero que no podemos o no queremos ver.
Qué es lo que pasó, en términos de narrativa histórica, no es fácil de explicar. En buena medida, hay que reconocer que una porción importante de nuestra población tiene raíces afro muy hondas. De hecho, quienes son descendientes de esclavos, son argentinos de muchas generaciones. Están arraigados en estas tierras desde hace más tiempo que la mayoría de los pobladores que provenimos de europeos de la gran inmigración de fines del siglo XIX y comienzos del XX. Justamente es esta inmigración masiva, sobre todo de europeos, la que alteró las proporciones poblacionales, llevando a los afrodescendientes que quedaban a convertirse en franca minoría. Recién después de la Primera Guerra vendrían inmigrantes caboverdeanos y en años recientes, como en una tercera tanda, otros africanos, sobre todo oriundos del Congo, Costa de Marfil, Senegal y Sierra Leona -que habitualmente vemos vendiendo bijouterie-, y otros afrodescendientes, muchas veces provenientes de otros países latinoamericanos. Lo cierto es que, atravesando este proceso poblacional-estadístico, hay que observar un proceso ideológico que subyace y que lo refuerza, que tiene relación directa con las ideas liberales de la generación del 80, que puso sobre el tapete el desprecio por el gaucho y el aborigen (representantes acabados de la barbarie enemiga), pero sobre todo por los aún más inferiores negros y mulatos. Al cabo de esta etapa de organización nacional, vemos a los pueblos originarios acorralados o masacrados; a los afroargentinos, olvidados; a los mestizos de frontera, hechos folclore.
El ocultamiento
Es tan grande esta corriente fundacional de la "argentinidad liberal y civilizada" que esto opera como factor de invisibilización o de transparencia de la población afro. Arrinconados como grupo marginal, muchas familias han ocultado su mestizaje y sus raíces. Y entre nuestros pensamientos de café, nos hemos convencido de que entre nosotros "negros no hay". Y como sociedad, empezamos a connotar muy negativamente a la idea de negro y a adjudicarla como marca discriminatoria y despectiva: "Son unos negros". Pero volvamos a los rasgos afro que están entre nosotros. Además de los físicos, hay presencia afro en muchos rasgos culturales; llamarlos vestigios sería como encerrarlos en un museo cultural. El aporte de los esclavos africanos y de sus descendientes afroargentinos es riquísimo y variado, en diferentes áreas.
Una lengua muy "negra"
En el área lingüística y literaria, por ejemplo, hay que rescatar el aporte sintáctico y estructural que todo lenguaje encierra, así como también la enorme capacidad de transmisión oral, cuyo fruto más depurado entre nosotros es sin duda el arte de la payada, asociada directamente a la capacidad de memoria y de narrativa oral de los pueblos afro. No es casual que el adversario de Martín Fierro fuera un moreno (y no es el único que aparece en el poema), ni que el más célebre payador fuera el afroargentino Gabino Ezeiza, fallecido en 1916. Los esclavos de nuestras tierras tuvieron incluso un idioma común que permitía comunicarse entre sí a los provenientes de diferentes culturas de África: la llamada lengua bozal. Como una señal más evidente, entre nosotros están las palabras que nuestras raíces afro nos han dejado, algunas traspasadas directamente al lunfardo. Dina Picotti -gran estudiosa de estos temas- afirma haber reunido más de quinientas expresiones idiomáticas de origen afro, sobre todo pertenecientes al tronco lingüístico bantú y congolés. Algunas más evidentes son: tango (que en lengua nagó denomina al dios de los tambores y luego se utilizó para nombrar a las danzas de negros y a los lugares donde ellos se reunían; en Congo, "tangó" es bailar), tata, mucama (originalmente, un grupo étnico africano), milonga, zambo, candombe (que en lengua kimbundu significa "propio de negros"), mandinga (otra etnia), bochinche, quilombo (asentamiento de afros huidos al monte, también llamados "cimarrones"; de ahí derivó a ruido y pérdida de ataduras sociales y otras connotaciones negativas), zamba, maní, batuque, bambula, chingar, chimango, tongo, criollo (que en un principio significó "negro nacido aquí y no traído de África"), cafúa, catinga, mina (grupo étnico africano característico por sus mujeres altas y esbeltas), mondongo (otro grupo étnico), malambo (que en Sudáfrica es el nombre de un tambor), bombo, bobo (aplicado al tonto, no al corazón), bamba, canyengue, conga, matungo, yapa, mambo, baba, tamango, banana (un pueblo de Malí), marote, mongo, bengala, ganga. Para los abuelos, yeye y yaya.
Al compás del tamboril
En cuanto a la música y la danza, la influencia negra es notable y no deja de sorprender si prestamos atención a algunos datos elementales. Dicha influencia se halla en la base rítmica del candombe, de la murga, del tango, de la milonga, de la chacarera, del malambo, de la zamba, del gato. El folclorista Adolfo Ávalos sostiene que el epicentro rítmico de la chacarera y el malambo está en Santiago del Estero. Para ser más exactos tendría que ser Salavina, cuya población negra ascendía -según el censo virreinal de 1778- nada menos que al 91% del total (Picotti, 2001). A propósito de esto, impresiona la didáctica fusión muy armónica que presentó el Chango Farías Gómez, entre la popular Chacarera santiagueña con la canción afro Eleguá.
Religiosidad afro
Otro ámbito de importante presencia afro fue el de la religiosidad, con matices bastante particulares. Dina Picotti afirma, con acierto, que este aspecto religioso constituye una de las más poderosas cajas de resonancia de los valores esenciales de la negritud afroamericana, donde se manifiesta el sustrato cultural negro en nuestra identidad. Así lo demuestran las cofradías, fiestas y devociones propias de los esclavos, entre los que se destacan la veneración a san Baltasar (el rey mago negro según la tradición iconográfica; culto que perdura hoy en la piedad popular del noreste de nuestro país), a san Benito de Palermo (franciscano negro, cuya imagen puede encontrarse en iglesias antiguas, como por ejemplo la Basílica de San Francisco en Buenos Aires) y a la Virgen del Rosario (patrona de muchas cofradías de negros; Sarmiento refirió su fiesta en Córdoba como la de Nuestra Señora de los Negros y Mulatos, con procesión y percusión que finalizaba en un verdadero candombe). Un caso muy especial lo constituye el Negro Manuel, fiel guardián de la Virgen de Luján en sus comienzos, quien murió con fama de santidad hacia 1686, según antigua y documentada tradición. Nacido hacia 1604 en Cabo Verde o en la costa africana, es esclavizado y traído a Brasil. Desde allí viene con las imágenes de Luján y Sumampa hasta Buenos Aires. Es entregado a la familia de la estancia del milagro de las carretas; pasó a la estancia de Ana de Matos a fines de 1671, donde siguió sirviendo fielmente a la Virgen y atendiendo a los peregrinos hasta su muerte. Importantes aportes a nuestra identidad provienen por medio de la actividad económica, donde los esclavos fueron mano de obra servil, primero en la minería, luego en la agricultura y finalmente en tareas domésticas.
En la milicia, carne de cañón
También en la milicia, el aporte afro es largamente conocido, ya que es uno de los argumentos más utilizados para explicar la supuesta desaparición de buena parte de la población afroargentina. Es cierto que desde las invasiones inglesas hubo regimientos de pardos y morenos (como ya dijimos, la población afro constituía el 24% de los porteños), luego en la gesta libertadora y también en las luchas internas y en la Guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay. También es verdad que se les prometió la libertad a través de este compromiso con las armas, pero que siempre fueron ubicados en lugares de vanguardia, de peligro, como carne de cañón. En el Ejército de los Andes, por ejemplo, un 45% (unos 2.500 hombres) eran negros; al finalizar la campaña, volvieron del Perú solamente unos 150 de ellos. Las numerosas bajas de negros y mulatos varones en muchos enfrentamientos armados del siglo XIX, por razones obvias de proporcionalidad, favoreció grandemente el mestizaje de la población afro. Más audaz aún -y sin negar lo anterior-, Schávelzon, en su interesante obra Buenos Aires negra, presenta su hipótesis de la más cruel de las resistencias: la de la propia desaparición de un grupo étnico, tesis que el autor apoya en cifras de bajísima natalidad, combinadas con una alta mortalidad, propia de una condición social marginal y de la ya célebre vulnerabilidad a enfermedades como la fiebre amarilla, cuya epidemia de 1870 y 1871 (al traerla los excombatientes desde el Paraguay) diezmó especialmente a los afroargentinos. Volviendo nuestra mirada sobre nuestras raíces, quisiera traer un simbolismo que ha sido difundido entre nosotros por el psicólogo junguiano Carlos Menegazzo, que bien podemos llamar la tesis de los cuatro abuelos. Esta metáfora sobre nuestra identidad afirma que la Argentina tiene cuatro abuelos simbólicos: dos abuelos y dos abuelas. Uno hispano y uno gringo (que representa a italianos, ingleses, alemanes); una abuela negra y una india. Repasando estos datos y reflexiones, en este año del Bicentenario, ojalá podamos rendirles tributo a nuestras raíces. Honrar, por fin, a esta diversidad que nos constituye y que nos enriquece, que nos hace conscientes de ser esta Latinoamérica ancestral y mestiza, lejos de falsas ilusiones de uniformidad homogénea. La capacidad de reconciliarnos con nuestras raíces y con este presente diverso y plural, será la mejor base de construcción de un verdadero proyecto de Nación.
José Manuel Navarro Floria |
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