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El amor de Rosas por la "Rubia Albión"

Juan Manuel de Rosas tuvo sincera admiración por los británicos. Llegado el caso, les dio batalla. Pero los admiró. Admiró la tenacidad de ese pueblo que campeaba por el mundo a puro barco ejerciendo poder, comprando voluntades. Desparramarse por el mundo portando banderas -ideas-, muchas de las cuales a él, Juan Manuel de Rosas, le generaban escozor. Tensión. Los admiró incluso por eso, por portarlas sin disimulo. Sin hipocresía.

Y los admiró porque, en términos de hoy, "tenían códigos".

Los admiró tanto que cuando se rastrilla serenamente su dictadura uno encuentra infinidad de decisiones de Juan Manuel de Rosas a favor de los intereses británicos. Al menos hasta 1840.

Fueron los días de la "Penetrante Albión", reflexiona el historiador inglés John Lynch en su formidable "Juan Manuel de Rosas".

Y, en tren de defender su admiración por los británicos, Rosas no dudó de echar de su lado a su pariente Tomás de Anchorena por la recalcitrante postura que tenía ante todo lo extranjero.

Un todo que definía en una única dirección: herejes. La Vuelta de Obligado no lastimó la admiración del dictador por Inglaterra.

Y fue hacia Inglaterra que partió en la noche del 3 de febrero de 1852 buscando exilio cuando horas antes, en Caseros, en minutos su régimen se hizo añicos.

Escapó en un buque inglés -"Centaur"- protegido por Robert Gore, encargado de negocios de Gran Bretaña en Argentina. Diplomático con códigos Gore. Lo fue a buscar. Lo disfrazó de marinero con gabán y gorra de paño inglés. También a Manuelita Rosas, que llegó a cubierta vestida de "muchachito y mi hijo de nada", dice el Juan Manuel de Rosas que Andrés Rivera ficciona en "El Farmer".

"Subimos al ´Centaur´ protegidos por seis bayonetas inglesas, pero yo no cargaba más arma que mi nombre".

Hombre de estilo, desde tierra Robert Gore saludó a Juan Manuel de Rosas quitándose la galera con la mano izquierda. Con la derecha mantenía las riendas de una yegua de fuerte prestancia: Victoria.

Juan Manuel de Rosas se la había regalado.

Marchó hacia su admirada Inglaterra, donde vivió serenamente 20 años más. Donde murió.

Aquí, aquella noche de febrero del 1852 comenzaba a ser historia. Historia pesada, claro.

 

CARLOS TORRENGO



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