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Treinta y tres de mano

Armando Tejada Gómez, estando preso, escribió aquellos inolvidables poemas que sabíamos de memoria cuando jóvenes. Entre ellos, uno ligaba la suerte del detenido político a la solidaridad de quienes trajinaban más allá de las rejas, sumando plegarias, petitorios, cartas de papelitos doblados, yerba, algunos bizcochos. En fin, todo lo que pudiera sortear los distintos peajes en su amorosa marcha de obstáculos: había que llegar al ser querido, al compañero, al amigo, al vecino que sufría. Nunca se lo decía en voz alta: se temía por su vida. Así el poeta mendocino nos legó aquello de: "Adónde vas que no vienes conmigo a golpear la puerta: no hay campanario que suene como el río de allá afuera".

Esto me venía a la cabeza viendo, escuchando, sintiendo, el parto terrestre de cada minero chileno volviendo a los suyos. A sus familias, sus paisajes, sus cánticos, sus orgullos, sus historias de obreros que saben bien quién es cada cual y el otro. Todos confundidos en abrazos interminables sin confusión ninguna. Racimos a los que la cápsula no separaba: en cada viaje los urdía con tejido más apretado. Quienes brotaban del socavón venían traídos "por el río de allá afuera". Y el río, a veces arroyito, a veces mar bravo, se volvía más corajudo cuando la vida se asomaba lentamente embanderada de cascos y colores patrios.

"Por el fruto conoceréis el árbol", romancea bíblicamente la sabiduría. Allá abajo, se mueven los que sólo ven los cielos cuando ya las estrellas se adueñaron del paisaje. Ellos se codean con la tierra desde el momento en que el clareo matinal todavía reposa. Y le van a la Pachamama propiamente a las entrañas, contagiándose hasta en los colores de la piel. Cada uno se sabe cuenta de ese collar de barros cocidos gastado por las manos de abuelos, padres y todos sus pasados. Lo que quiero decir es que saben quiénes son por su herencia de trabajo, por sus mates y coqueos intercambiados, por sus historias familiares, por sus biografías compartidas. Su identidad común, su conocerse en la adrenalina diaria de los pobres, los unió allá abajo y acá arriba a estos sencillos actores épicos. Capaces de contestarle al periodista que "esto no era una muestra de que Dios los había puesto a prueba, porque Dios no prueba a los hombres: los acompaña". O esa mujer con risa desdentada que, cuando la interrogaron por el estrés posible de su marido, les dijo: "¡Pero qué se va a estresar, hombre! ¡Así es la vida que siempre hemos tenido!"? Ojalá el diálogo sirva para descubrir también estas bibliotecas vivas, con libros de otros y profundos saberes, de autores anónimos, generosos en la enseñanza cuando se los escucha devolviéndonos la vida y el maravilloso privilegio de tenerla.

Un proyecto común los unió. Y allí surgieron los líderes, los chistosos, los poetas, los prácticos. A cada uno se lo necesitó para que los 33 fueran de mano. En una nota anterior recordé a Phillip Zymbardo, cuando hablaba de "la banalidad del heroísmo": héroes son aquellos hombres comunes que en determinada ocasión, casi sin proponérselo, producen algo extraordinario ennoblecedor de la condición humana. Y como la palabra convence pero el ejemplo arrastra, todos estos días miles en el mundo nos sumamos cada uno a nuestro modo, sabiendo que allá los mineros, sus familias, socorristas, voluntarios, hombres de gobierno, de prensa y de coraje, nos convocaban a embellecer el alma.

A principios del año, un tsunami mostró el Chile profundo y silenciado de la pobreza y la miseria que "el modelo" dejaba invisible. Hoy el derrumbe de las galerías mineras y la gesta de los hombres sencillos capaces de conmover multitudes nos han devuelto el nombre de su campamento: Esperanza. Eso que se construye entre muchos, con una meta común, y conociendo la propia historia.

 

JORGE LUIS PELLEGRINI

(*) Médico psiquiatra. Vicegobernador de la provincia de San Luis



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