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Escenas de intolerancia en la vida cotidiana: Tiene razón don Segismundo...

Por CARLOS TORRENGO

 

El periodista mira cómo el caballo se rinde. Primero afloja sus patas delanteras. Luego se desmorona el resto de su flacura. No da más. Se muere lentamente. Y en ese viaje vuelca el destartalado carro cargado de cartones.

El cartonero, un pibe de no más 15 años, se arrodilla junto a la cabeza. Otro pibe sale de su casa con un balde. Entre los dos intentan darle agua al pobre animal, que quizá ya esté muerto. Dos pibas dejan sus mochilas en el suelo y se suman al esfuerzo. Una acaricia la cabeza del caballo.

La escena es simbiosis de tragedia y ternura. Pobreza, solidaridad.

Pero desde la vereda, parte el grito de guerra?

-Negro hijo de puta, dale de comer a ese pobre caballo -grita una mujer con estampa propia de la patética Doña Rosa que enaltecía Bernardo Neustadt.

-Sí, eso es lo que sos: un negro hijo de puta, un vago de mierda? Yo te ataría al carro y te tendría a latigazo y latigazo, negro de mierda -grita desaforado un gordo de remera corta y ombligo pe-ludo.

La mujer se acerca al pibe cartonero y le pega una cachetada. El gordo le tira una patada. Los chicos rodean al pibe a modo de escudo?

-¿Qué hacen, qué hacen? -dice una de las pibas.

-No te metas, mocosa -grita desde la vereda una mujer a la que el calor le está derritiendo tinturas y pinturas.

La calle se divide. A favor o en contra del pibe cartonero. Se generaliza la violencia. Vuelan las piñas. Mandan los insultos.

Llegan varios alumnos de un secundario cercano y consolidan el blindaje sobre el pibe cartonero. El gordo de ombligo peludo sigue tirando patadas sin destino. Tantas que se agita y se cae.

Dos de los pibes se le acercan. Uno le dice algo al oído. El gordo se pone blanco. Se para y se va con espanto en el rostro.

Llega un patrullero. Luego tres más. Como en el "Poema Conjetural", la batalla se dispersa. El pibe cartonero tiembla. Se aferra a la lealtad de los pibes que lo defienden?

-¡Bolita hijo de puta! -le grita un taxista encerrado por el entrevero.

Todo sucede en una calle del trajinado Boedo donde nadie se priva de nada en materia de violencia.

Dos horas después el periodista toma el tren rumbo a San Isidro.

En Belgrano sube un joven ciego guiado por un ovejero alemán mediante una rienda rígida.

Otro joven, el guarda, le dice al joven ciego que no está permitido viajar con animales. Transportes de Buenos Aires no lo instruyó sobre que esa regla tiene excepciones cuando se trata de perros guías para ciegos.

Un señor se lo explica y el joven guarda entiende y le pide disculpas al joven ciego. Pero el sentido común se hace añicos en un instante?

-¡Pelotudo. A ustedes les ponen una gorra y ya empiezan a matonear a los pasajeros! -le dice un hombre al guarda, que reacciona con serenidad.

-No señor, no me trate así. No sabía?

-Yo te sacaría los ojos y se los pondría a este pobre ciego -grita el exaltado.

-¡Calma!... Ya está -dice un señor e interviene un joven que acompaña al exaltado:

-¡Vos no te metás, viejo de mierda!?

Vuelan las primeras piñas. Alguien protege al joven ciego. Se expande la pelea alentada por consignas de exterminio.

Cuesta aplacarlo.

Tiene razón don Segismundo cuando en su formidable "El malestar en la cultura" afirma que la pulsión de muerte es, mírese por donde se la mire, el mayor obstáculo para una humanidad plena.

Una pulsión que en Argentina se potencia.



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