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La risa, la tragedia | ||
"Lombrices" vuelve al escenario de la Ciudad de las Artes de Roca. Para no perdérsela. | ||
Claudio Andrade
"Lombrices" juega con los límites de la realidad y, sobre todo, con los de la razón. Porque aunque es cierto que las parejas de ancianos decrépitos, olvidados por los suyos, son uno de los tantos signos de estos tiempos contaminados de indolencia, la osadía de sumarle pasajes dignos de un policial hollywoodense y fragmentos literarios que podrían alternar con la geometría del folletín resignifican el dolor para volcarlo en una original pieza de comedia negra. Sobre Consuelo y Martirio confluye y concluye el mundo tal cual lo conocemos. Dos nombres que remiten irónicamente a la más diversa literatura: desde García Lorca, su "Casa de Bernarda Alba" y sus mujeres encerradas que cargan con nombres que las condenan mientras afuera todo se incendia, hasta los personajes de Alejandro Urdapilleta en "Vagones transportan humo" (Adriana Hidalgo editora). Consuelo y Martirio se alimentan compulsivamente con Rhodesias, cuyos envoltorios van dejando sin cuidado en su propio suelo mientras conversan acerca de cuestiones que en apariencia no tienen la menor importancia. Hasta que de pronto la brutalidad y el desquicio se hacen presentes de los modos más rebuscados. Una trata de matar a la otra -sinceramente, con todo su corazón y sin poner en duda sus crueles intenciones-, aunque siguiendo los rigurosos lineamientos de un filme que alguna vez vieron juntas. Si algo falla, pues, el homicidio se suspende. Estos arranques de increíble ferocidad son seguidos por el intercambio de galletitas, confesiones profundas, sin embargo, obvias ("Yo amé a Rufino, su marido", le dice Consuelo a Martirio), supuestos encuentros con espíritus que andan penando y discusiones acerca de quién habló con quién un rato atrás. El hecho de que el edificio en el que viven se encuentre envuelto en llamas sirve para subrayar su soledad y aislamiento. La dirección de Olga Corral se hace sentir. Empuja al tiempo que ilumina la obra en planos distintos: las actuaciones que contienen el desborde, el ritmo constante, esa sensación de no saber adónde llegarán estas dos viejas, los acotados despliegues en la escenografía (la manguera que atraviesa la escena de una ventana a otra, sin interrupciones pero con una enorme significación: el agua que no llegará, la salvación convertida en objeto kitsch), el juego corporal desopilante de las ancianas cuando una intenta eliminar a la otra. Todos matices que han sido pulidos en un trabajo arduo y consciente con los actores y que evidencian su propósito como directora. Quienes asistan a las nuevas funciones serán testigos de un hecho artístico poco común. Partículas de texto que, cuando rebotan entre sí, provocan la ilusión de la risa y el destello de la tragedia. |
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