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Un clima más benigno y la guerra inminente forzaron la decisión
Los Staciuk llegaron al país huyendo de una Ucrania con 37 grados bajo cero en invierno y la amenaza de un nuevo conflicto bélico.

Alina acaba de regresar de su chacra, en colonia Juliá y Echarren, donde estuvo cortando las ramas secas de los manzanos junto con su empleado, con el mismo serrucho de dos manijas que usaba con su padre Melecjusz. Todos los días recorre el trayecto desde la ciudad hasta los montes frutales, porque siempre hay tarea por hacer. En verano, durante la época de cosecha la rutina comienza más temprano y a las siete de la mañana ya está en el establecimiento, en una jornada que se extiende hasta que se pone el sol. Así lo aprendió de sus padres, quienes un día le dijeron que con honestidad, sinceridad y trabajo se puede cumplir sueños y ser feliz.

Oriunda de Ucrania, detrás suyo hay una interesante historia de vida, que con una verdadera memoria prodigiosa relató con mínimos detalles de fechas y lugares.

Alina nació en territorio ucraniano, en una aldea llamada Rusinowe-Beresteczko que en aquel momento pertenecía a Polonia.

"Mi papá hizo el servicio militar desde 1928 a 1930 bajo bandera polaca, pero en territorio ucraniano. Después de las maniobras, le tocó ser asistente de un capitán polaco y éste le dijo ´andá a cualquier parte del mundo cuando salgas de acá, porque los alemanes se están preparando para otra guerra mundial´. Afortunadamente tuvo en cuenta el consejo y eso le salvó la vida".

Sus progenitores se casaron en 1928, por lo que su padre debió cumplir con el servicio militar cuando ya había conformado una familia. "Sucede que a mi padre no le daban las medidas mínimas del pecho, pero cuando se casó, engordó y entonces le dio esa medida que exigían y debió cumplirlo", explica Alina.

Su madre, Matrona Staciuk, tenía un hermano que en 1925 se había radicado en la Argentina y con el cual se escribían asiduamente. El hermano le contaba que aquí el clima era tan lindo que las vacas andaban a la intemperie todo el año. Alina ya había nacido y había que buscar un lugar seguro y cálido, en lo posible.

"Imagínese que en Ucrania se registraba 37 grados bajo cero durante siete meses, la nieve tapaba las puertas y ventanas. Mamá no quería vivir en ese clima. Entonces le comunica que habían decidido vender todas las propiedades y marchar hacia la Argentina".

Por entonces, tras la crisis económica de 1930, la Argentina pasaba por un difícil momento y así se lo transmitió su hermano. Pero la decisión ya estaba tomada. "Tal era la situación que en esa época para ingresar a la Argentina había que tener 1.500 pesos de los nuestros. En nuestra tierra no estábamos mal económicamente. Las razones de papá era la inminente guerra y mamá por el frío", señaló.

Previamente su padre debió cumplimentar una serie de documentación que le demandó días y varios kilómetros que debió recorrer a pie, entre la aldea y la ciudad. Pero el deseo de escapar al infierno que acechaba a Europa le insuflaron fuerzas a fin de no claudicar, para subirse al vapor Pulaski que iba a atravesar el Atlántico hacia tierras de paz.

El 17 de enero de 1938 llegaron a Buenos Aires. Viajaron junto con dos amigos de su padre y sus respectivas familias. Se quedaron tres días en el Hotel de los Inmigrantes y cada uno de ellos tuvo que realizar los trámites en distinta oficina. A uno de los amigos de su padre le tocó ir al Chaco, supieron luego que las altas temperaturas, la humedad y las serpientes hicieron que tres meses después volviera a Europa.

Del otro amigo, mecánico, nunca supieron su destino.

"A los tres días nos llevaron a Constitución, tomamos el tren con destino a Luis Beltrán, donde estaba mi tío. No sabíamos el idioma y mamá lloró tanto durante el viaje. Finalmente bajamos en la estación de Choele Choel y de ahí con dos balsas llegamos a la casa del tío. Enseguida lo recomendó a la estancia La Esmeralda, donde papá trabajó tres años y mamá un año y medio como cocinera para los empleados", recuerda.

Por entonces su padre araba con burros porque los viñedos andaluces eran muy bajos y resultaba más cómodo con estos animales. El capataz era ruso alemán y entonces el idioma no fue un problema para él. Tampoco lo fue para Alina, ya que al hablar con sus primas, éstas le contestaban en castellano. Desde el 20 de enero que llegaron a Beltrán hasta el 5 de marzo que empezaron las clases, Alina aprendió el castellano tan bien, a tal punto que casi nadie ya notaba que era extranjera.

Es necesario decir que en aquellos tiempos, si el inmigrante compraba tierras, el gobierno le devolvía el dinero depositado al ingresar al país. Entonces la familia compró 5 hectáreas en Luis Beltrán, que trabajaron intensamente durante ocho años. Pero en el Valle Medio no había agua en forma permanente para el riego, y cuando el 7 de julio de 1946 visitaron Río Colorado para participar del casamiento de Lidia Pristupa, observaron que en el valle del Colorado existían canales de riego y agua a disposición. La decisión estaba tomada y el 24 de agosto del mismo año compraron una chacra de seis hectáreas en la colonia Juliá y Echarren, tras vender la que tenían en Beltrán.

Siempre ayudando a su padre, Alina conoció todos los secretos de las tareas de chacra. A los 12 años manejaba los caballos y las herramientas de labranza sin problemas.

En su mente tiene grabado un suceso que ocurrió a poco de llegar al país y que sintetiza de alguna manera cómo se vivieron esos tiempos. "Un día llegó mi padre llorando a casa, me abrazó muy fuerte y me dijo ´tenés tu papá vivo´. Se había enterado de que en setiembre del ´39 había comenzado la guerra y el primer lugar donde explotó fue en Polonia. Justo de donde habíamos partido".

Alina asegura que su padre vivió feliz toda la vida en este país, hasta que falleció en 1971. La posta la tomó su madre Matrona, quien le dio una lección de temple y fortaleza para seguir adelante con la chacra.

En 1957 Alina se casó con Julián del Arco, quien falleció en el ´96. De ese matrimonio nació su única hija Graciela, bioquímica, casada con Roberto Vallino, y quienes le dieron tres nietos: María Laura, Paula Andrea y Cristian Darío.

Hoy con 77 años, esta mujer de ojos claros y mirada profunda sigue administrando y trabajando su chacra y en silencio envía el mismo mensaje que aprendió de sus padres: honestidad, sinceridad y trabajo.

 

Alberto Tanos

Darío Goenaga



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