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Populismo y hegemonía

El politólogo Laclau pide no usar el término peyorativamente sino aplicarlo a un fenómeno complejo y actual. Pero pasa de lo explicativo a la justificación e ignora sus excesos y fracasos.

Ha pasado por Madrid el politólogo argentino y profesor en la Universidad de Essex (Reino Unido) Ernesto Laclau. La conferencia que ofreció en la Casa de América, presentada elegantemente por el secretario de Cultura de la embajada argentina, Jorge Alemán, llevaba por título “Populismo y hegemonía”. Un guiño al espíritu gramsciano del profesor Laclau quien, con gran calidad didáctica, repasó frente a un auditorio entregado las tesis que dan sustento a su conocido ensayo “La razón populista”. Las opiniones de Laclau, por lo que luego se dirá, tienen una rabiosa actualidad en la rugosa realidad política de América Latina.

Para Laclau, la expresión “populismo” no debería ser utilizada en un sentido peyorativo como resulta bastante habitual. Consiste en una serie de recursos discursivos que pueden ser empleados de modos muy diferentes. De allí que opine que es una forma de construcción de la política ideológicamente neutra. Por lo tanto, no es posible aplicar a un fenómeno tan complejo las tradicionales etiquetas de “bueno” o “malo”.

Laclau tiene razón cuando defiende al opulismo del ataque tradicional de los conservadores, que lo cuestionan justamente por el rasgo transgresor que tiene: ser vector de sectores que hasta entonces estaban política y socialmente excluidos.

De este modo, el populismo apela a los “de abajo” frente al poder de los “de arriba” y, para articular una serie de reivindicaciones particulares dispersas, necesita conformar una unidad simbólica. Esto lo consigue gracias al rol que juega el líder carismático, que sintetiza esas demandas en su persona. De allí también que, para conseguir cierta eficacia en la lucha por el poder, acuda generosamente a la retórica como modo de sortear la dificultad que para la unidad del pueblo supondría una mayor precisión de contenidos ideológicos.

Sostiene Laclau que, en Europa, la articulación entre liberalismo y democracia demandó mucho tiempo. En un principio, para los primeros liberales la democracia equivalía al “gobierno de la turba”.

La democracia, entonces, era denigrada como lo es actualmente el populismo. Recién con la incorporación del voto popular y la aparición de los grandes partidos socialdemócratas se pudo saldar la diferencia y lograr una articulación institucional eficaz.

En América Latina la unidad entre democracia y liberalismo –en opinión de Laclau– se ha conseguido muy recientemente. De allí que considere que los actuales movimientos populistas e indigenistas de Venezuela, Bolivia y Ecuador representan la nueva alternativa democrática. Según su discutible opinión, el populismo nunca ha sido en América Latina enemigo de la democracia, al menos del modo en que lo ha sido el neoliberalismo.

En nuestra opinión, el aporte intelectual de Laclau para la comprensión del fenómeno populista es invalorable. Pero creemos que, inconscientemente, desde la comprensión se produce un deslizamiento sutil hacia la justificación. Así se pasa de un plano explicativo a un plano normativo sin hacer estaciones.

El sesgo favorable al populismo que se desprende en el análisis de Laclau obedece a que en su ensayo ha puesto el énfasis en la eficacia del populismo para llevar a cabo la política agonal, es decir, la que lleva al poder. Y en esto no se pueden negar sus aciertos.

Pero donde el análisis de Laclau se queda corto es en el estudio del populismo en el poder. Si hubiera abarcado en su análisis las causas de los reiterados fracasos del populismo en las políticas arquitectónicas, es decir, en la gestión política desde el poder, tal vez su visión habría resultado más equilibrada. Porque el problema del populismo, al menos en su conocida versión latinoamericana, es el fracaso incontrastable que ha sufrido estando ya instalado en el gobierno. No es difícil percibir cuáles son los motivos de esos fracasos. Todos aquellos elementos que le permitieron la construcción política acelerada de un frente popular (una “cadena de equivalencias” en el lenguaje lacaniano de Laclau) se convierten luego en pesadas servidumbres a la hora de ejercer el poder.

En primer lugar, la imprecisión ideológica, muy útil para conquistar el poder, se revela elevadamente ineficaz a la hora de gestionarlo. Una clara muestra de esa ineficacia la tenemos actualmente en el panorama argentino, donde brilla por su ausencia un plan de gobierno que establezca prioridades y objetivos. El resultado es una política errática, espasmódica, que se basa en ocurrencias que tienen lugar en las desveladas conversaciones de un lecho matrimonial.

Otra de las pesadas servidumbres del populismo es la adhesión mística a la figura de un líder carismático. El exceso de personalismo lo aboca a un fracaso seguro por la incapacidad de corregir los inevitables errores que se cometen en la acción de gobierno. De esta patológica relación los argentinos han recibido acabadas muestras durante las sucesivas presidencias de Perón; la última, signada por el más estruendoso fracaso al designar leales herederos de su movimiento a la inefable pareja de Isabel y López Rega.

Finalmente, la retórica populista, que usa y abusa del método de creación de enemigos absolutos para galvanizar a las masas alrededor de identidades antagónicas –como la de “pueblo y oligarquía”–, no constituye una herramienta eficaz a la hora de gobernar. De esemodo se termina por incorporar a la lista de enemigos a cualquiera que exprese una opinión diferente y así se van sumando enemigos sucesivos que terminan por aglutinarse en un gran frente social de oposición. Hoy no podemos negar que la “revolución libertadora” de 1955 en la Argentina fue en gran parte estimulada por las reacciones desproporcionadas del “cinco por uno”, de la quema de iglesias o las invocaciones al poder purificador del alambre de fardo.

Por consiguiente, podemos afirmar que el populismo está inexorablemente condenado al fracaso como método de gestión de gobierno si no sabe desprenderse de la escalera que lo elevó al poder. La única posibilidad de sobrevivir a su propio éxito consistiría en la renuncia a los elementos más cuestionables que le sirvieron para ascender: el exceso de personalismo, la retórica del antagonismo radical o la indefinición ideológica.

Una muestra de lo que decimos pueden obtenerla hoy los lectores de comparar los diferentes caminos tomados por dos recientes y exitosos movimientos populistas latinoamericanos: el movimiento del Partido de los Trabajadores de Lula frente a la revolución bolivariana de Chávez. Mientras Lula ha sabido renunciar a la retórica del antagonismo, ha buscado el mayor consenso para desarrollar su programa político y económico y ha renunciado a perpetuarse en su liderazgo, Chávez ha emprendido el camino inverso.

Por tanto, el problema del populismo encarnado en el gobierno es que, al mantener los recursos que le sirvieron para ascender, termina siendo desplazado del poder por una creciente oposición.

La alternativa que le queda es defenderse mediante el abandono de las formas democráticas para enrocarse en una dictadura burocrática, al estilo de Fidel Castro.

Pero ése es el certificado de su fracaso definitivo. De allí que los que todavía, por idealismo, defienden la “revolución bolivariana” deberían ser conscientes de que al propiciar la reelección de Hugo Chávez están dando una inestimable ayuda a los que aspiran a que esos objetivos se deslicen por el sumidero de la historia.

La demanda de calidad institucional frente al desborde populista no es para nada caprichosa o fruto de un mero prurito liberal.

 

ALEARDO F. LARÍA
Especial para “Río Negro”



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