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Así escribe | ||
No se reconoce en los otros hombres que ha sido. No. Apenas en pequeños gestos, en la forma de decir algunas cosas, en la imagen corporal de sí mismo que vislumbra en esos recuerdos, en la forma de caminar o de sentarse, en su risa, en el modo de observar a los demás, en que en cada uno de esos casos tiene un cigarrillo prendido entre el dedo índice y el dedo medio de su mano izquierda, casi siempre en la izquierda, y en que le cuesta irse a dormir, desde toda la vida. En el afuera de sí mismo, se reconoce. Pero no en el adentro. A uno de esos muchos hombres que fue le gustó que ella le dijera frontalmente en Buenos Aires, cuando un muchacho retiraba los restos de los flanes con dulce de leche que acababan de comer, que quería follárselo; otro de esos hombres amó esa brutal frontalidad montado sobre la silla de un caballo, en Laponia; otro de esos infinitos hombres, mucho más cercano en el tiempo pero igual de lejano en su reconocimiento, esa misma tarde, mientras compraba en el mercado la botella de ron que ahora estaba terminando de beber, sentía ya cierto cansancio, cierto agotamiento, de que ella no se guardara nada, que lo dijera todo, todo el tiempo, de forma tan precisa, tan justa, tan sin matices. Ninguno de esos hombres era él. Él, el que ahora estaba ahí desnudo, en ese balcón mexicano, sirviéndose el último trago de ron que quedaba en la botella, odiaba esa frontalidad. Odiaba la absoluta falta de distancia entre lo que esa mujer pensaba y decía. Lo odiaba con todo el odio que un hombre, cualquier hombre, podría fabricar durante una sola noche dentro de sí mismo.
Fragmento de "Vida interior", Premio Emecé 2008 |
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