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Un constructor italiano que sentó bases en Río Colorado

Ovilio Bongiovanni llegó a la Argentina en 1949 para trabajar en lo que más conocía: la construcción. Recién luego de 5 años consiguió reunir a toda su familia, constituida por su esposa y ocho hijos.

La importancia de la inmigración en la formación de la Argentina moderna es incuestionable. Y de ese proceso surgen innumerables relatos de personas que llegaron al país con una gran carga de esperanzas, aunque migrar implicara abandonar su tierra y sus afectos.

La presencia de los Bongiovanni en la comarca del Colorado está teñida de estos matices. Se trata de una familia que ha acompañado las diferentes etapas de la ciudad y, especialmente, de la Colonia Juliá y Echarren, donde echó raíces.

Conocer su historia es ahondar también en buena parte de la historia doméstica de nuestra región.

Ovilio Bongiovanni llegó al país en 1949. En su ciudad natal italiana -San Giovanni in Persiceto (Bologna)- habían quedado su esposa Gertrude Brighetti y sus ocho hijos aguardando el resultado de su aventura transatlántica. Tenía 47 años y en su juventud había trabajado en varios oficios, aunque se estabilizó en la construcción porque tenía habilidad y condiciones para dibujar planos y hacer cálculos.

Sin embargo, la miseria de la posguerra golpeaba cada hogar. Tras la Segunda Guerra Mundial Italia había quedado destruida económicamente y era casi imposible conseguir empleo. Si bien el pueblo de don Ovilio no fue alcanzado directamente por la barbarie bélica, las consecuencias de ésta llegaban a cada rincón de la península.

Primero buscó su destino en el norte del país pero, desalentado principalmente por el clima, decidió probar suerte en el valle del Colorado: se estableció en Colonia Juliá y Echarren e inmediatamente fue contratado por una empresa italiana que por entonces construía la escuela primaria Nº 46 y más tarde hizo lo propio con la Nº 91, en el barrio Villa Mitre.

Después la empresa siguió viaje hacia el Alto Valle en su tarea de levantar escuelas, pero don Ovilio se quedó y con ese espíritu emprendedor que nunca abandonó formó una pequeña empresa constructora que rápidamente ganó espacio y prestigio de la mano de producciones sólidas y prolijas.

Así se dedicó a la construcción de enormes piletas para bodegas como la existente en la Cooperativa de Productores y la de los señores Carbó. Además incursionó en la construcción de viviendas, aprovechando sus conocimientos de dibujo y cálculos.

En 1952, favorecido por la denominada "Ley de Inmigración" que regía en la Argentina -gracias a la cual tenían los pasajes en barco sin costo-, Ovilio pudo traer a cuatro de sus hijos y de esa

manera iniciar la tarea de establecerse en la Colonia Juliá y Echarren. Así llegaron al país Amadeo (23 años), Gilberto (17), Diana (20) y Carlo (16), quienes durante 21 días viajaron a bordo del "Toscanelli", un enorme barco destinado a transportar cargas y pasajeros al mismo tiempo que los trajo de Génova directamente al puerto de Buenos Aires.

 

CAMINO AL DESIERTO

 

La reconstrucción de la llegada de los Bongiovanni a la Argentina corre por cuenta de Diana, quien con lucidez y simpatía hace referencia a los hechos más salientes de esta historia familiar.

Diana todavía tiene grabado a fuego en su memoria el día de la partida definitiva: "Fue dramático cuando dejamos nuestro pueblo. Uno era joven, tenía amistades y abandonamos todo...", recuerda ahora.

Mientras avanza la charla, parece revivir esos momentos y vuelve sobre el tema. "Me vino a la mente cuando salimos de nuestra ciudad natal... cuatro jóvenes que se iban a hacer la América. Nos acompañó a la estación del ferrocarril un montón de amigas para despedirnos. Imposible olvidarlo".

La travesía a través del Atlántico no tuvo mayores contratiempos. Al desembarcar los esperaba Ovilio, para estrecharlos en un fuerte abrazo. "Papá nos fue a buscar a Buenos Aires. Nos alojamos una noche en el Hotel de los Inmigrantes hasta que terminamos con la documentación necesaria. Luego salimos en tren hacia Río Colorado; fue un viaje inolvidable. Parecía que no llegábamos nunca... por la ventanilla veíamos todo campo y campo. Creo que tardamos un día y una noche en llegar, y en esas interminables horas mirando el paisaje pensé que nuestro padre nos había traído a un desierto. No estábamos acostumbrados a ver tanta extensión de tierra sin cultivar y sin construcciones", rememora Diana.

Todos los hermanos hablaban sólo italiano pero no les resultó difícil aprender el castellano, aunque aún conservan el acento que delata su origen.

"Con el idioma no me costó, en realidad, porque leía mucho y con la actividad comercial hablaba continuamente. Así se aprende muchísimo, y además aprendí a escribir. Eso sí: no perdí el acento y alguna vez uno se equivoca", explica con picardía.

A Diana le llegan recuerdos de la guerra: "Hubo una temporada en que en la noche había que cerrar toda la casa, dejar todo oscurito, que no se filtrara nada, porque pasaba una avioneta que inspeccionaba, no sé bien qué. Nosotros la llamábamos 'pipo' y, cada vez que escuchábamos el ruido del motor, decíamos '¡Cuidado, que pasa pipo!' y apagábamos hasta las velas. Los bombarderos también pasaban. La sufrimos, pero afortunadamente papá no estuvo en el frente de batalla".

Ovilio pensó que Río Colorado era un buen lugar para terminar de criar a los hijos. Había una paz total y trabajo y se podía ganar dinero para mandarle al resto de la familia que esperaba en Italia. Es cierto que existía un tope para la cantidad que se podía mandar fuera del país, pero para la subsistencia alcanzaba.

Cuando los cuatro hermanos llegaron a la colonia se encontraron con un escenario que no esperaban: todo era muy distinto a su ciudad natal. Lo que más les llamó la atención fue que había que bombear el agua y no se contaba con energía eléctrica... ¡nunca habían visto un farol!

"Lo que más echamos de menos fue el agua corriente y la energía eléctrica, porque a pesar de la guerra en nuestra ciudad nunca nos faltó. De todos modos, como nunca tuvimos lujos, nos fuimos acostumbrando porque éramos gente de trabajo. Incluso en tierras italianas incursionamos en el mercado negro: la baja Italia tenía aceite y nosotros, trigo; a ese trueque le llamábamos 'mercado negro'".

Ya establecidos en esta zona, los hijos varones empezaron a trabajar en la construcción junto a su padre. Así aprendieron el oficio y pudieron colaborar con la economía familiar.

LA FAMILIA UNIDA

En 1954 finalmente arribó al país el resto de la familia y el reencuentro, después de tantos años separados, disparó las emociones contenidas. Mamá Gertrude y los otros cuatro hijos -Gianni, María Luisa, Piero y Liana- pisaron suelo argentino. Al fin la numerosa familia se apiñó en la casa que

Ovilio había levantado con sus manos.

"Es verdad que los comienzos fueron duros, pero eso sí, que no nos faltara el cine. Íbamos todos los sábados al cine Capitol; no importaba la película, como fuera teníamos que ir porque si no era un drama", cuenta Diana.

Poco tiempo después, en 1955, abrieron la primera panadería en Colonia Juliá y Echarren, que Gilberto y Diana atendieron durante varias décadas. "Trabajé en el mismo lugar durante 37 años hasta la jubilación. Primero viví en la colonia durante 20 años y una vez instalada en el pueblo viajé por 17 años en colectivo hasta la panadería".

A todo esto la empresa constructora de los Bongiovanni seguía creciendo. Incorporaron un socio, Andrés Zavatteri, un piamontés que había dejado atrás los encantadores paisajes montañosos de su región, las casitas de piedra y los bosques de castaños.

Cuando Diana lo vio por primera vez algo sucedió y ese encuentro fue apenas el principio de una larga y fructífera historia de amor. "Fue amor a primera vista", relata ella al tiempo que explica que Andrés -ya fallecido- era albañil de primera. Por eso la familia Bongiovanni-Zavatteri, con tanto arraigo en la comarca Río Colorado-La Adela, siempre estuvo vinculada con el ramo de la construcción.

Cuando Amadeo se recibió de maestro mayor de obras, la familia adquirió una propiedad al final de la calle San Martín. Allí empezaron a vender algunos artículos de la construcción. Hoy la firma es una de las más importantes en su rubro.

DIANA PRESIDENTA

"A mi pueblo natal volví con mi esposo en 1970 y me encontré con algunos primos. Obviamente, la ciudad estaba muy cambiada. Es otra vida, no se puede comparar y no quiero hacerlo. Es una ciudad grande que vive de la agricultura que se desarrolla en una gran llanura", cuenta.

"Trabajé hasta los sesenta años, momento en que tuve derecho a la jubilación; a partir de entonces no trabajé más. Realmente estaba saturada. La panadería siguió funcionando un par de años más con mi hermano Gilberto, pero la colonia empezó a ir para atrás hasta que finalmente se cerró. Vimos la transformación de la colonia, los años buenos y los años con heladas, cuando la gente no tenía para pagar la cuenta corriente. Es decir que sufríamos cuando la producción no andaba bien y al revés: cuando había cosecha todo era mejor", explica.

Actualmente Diana es la presidenta del Centro de Jubilados de Río Colorado y desde hace dos años y medio va todas las mañanas a la entidad para seguir de cerca cada movimiento. Además, como le gusta la jardinería, dedica un tiempo importante al cuidado particular de cada una de las plantas que tiene en su jardín. También hace yoga desde hace 16 años dos veces por semana, práctica que la hace sentir muy bien, confiesa. Tiene dos hijos, Miguel (maestro mayor de obras) y Amanda (bioquímica), y los domingos se reúnen junto con los cuatro nietos cuando están todos, porque ellos estudian afuera de la localidad. Sin dudas, deben extrañar las pastas de la abuela Diana, particularmente la lasagna con bolognesa y los tortelloni de ricota con queso parmesano.

ALBERTO TANOS

DARÍO GOENAGA

 



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