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“Hace 100 años llegaba el primer Santarelli al Valle”
Agustín y Rosa se establecieron con sus doce
hijos en lo que ahora es Fernández Oro. Después de la guerra del ’14 llegaron los hermanos del matrimonio con sus familias a la misma zona. Casi todos se han dedicado a la producción, desde el tiempo fundacional de la alfalfa hasta el presente.

Mañana, cerca de 500 descendientes de la familia Santarelli se encontrarán en Fernández Oro (Río Negro) para celebrar los 100 años de la llegada del primero de ellos a la Argentina.
No es la primera vez que se encuentran, aunque nunca fueron tantos; lo hicieron en 1995 y en el 2000. Quienes los conocen de toda la vida saben que a los Santarelli les gustan las fiestas y siempre encuentran razones para el encuentro. Los motivos se multiplican pues se trata de un árbol frondoso, de una familia de raíz fuerte y muchas ramas. De hecho, en el encuentro de mañana se expondrá un árbol genealógico que tiene más de 800 nombres.
Para quienes no los conocen, los Santarelli son una familia que ha estado muy vinculada con la tierra y la fruticultura valletanas. Con distinta suerte, sus miembros han plantado la zona de Fernández Oro en todas direcciones. De los doce hermanos y cinco primos sólo uno, Humberto Guido, no se dedicó a la chacra.
Este árbol echa raíces en Italia. En Torre San Patrizio, provincia de Ascoli Piceno. Los Santarelli o “Santitos”, como es la traducción literal del apellido, eran conocidos como “li lunghi de Marcutú”, palabra en dialecto que hacía referencia a un rasgo físico suyo. En Italia, hasta donde pudieron rastrear, eran agricultores y cultivaban tierras del Vaticano.
En 1847 Pedro Santarelli se casó con María Galucci, ambos de “la Torre”. De esa unión nacieron Agustín (1865) y Savino (1869). “Eran campesinos que trabajaban las tierras, cultivaban viñedos y sembraban trigo y maíz además de tener huerta, aunque la tierra no era propia: era de la Iglesia”.
En 1890 Agustín Santarelli se casó con Rosa Iacopini y en 1895 su hermano Savino lo hizo con Teresa Iacopini (hermana de Rosa). Ligados de esta manera, los hermanos hicieron un clan tan prolífico como inseparable.
En 1891 nació el primer hijo de Agustín y Rosa, Leopoldo Julio. Luego llegaron Adina, Juan (1894), Enrique (1897), Benjamín, Ida, Atilio, Alfredo, Santina, José, Guido (1909) y Elvira (1912).
Los doce hijos ayudaron a sus padres en las tareas del campo y algunos de ellos prácticamente no pudieron ir a la escuela. La situación en Italia en aquellos años no prometía grandes cambios a esta familia que, como agricultora de tierras ajenas, no tenía más destino que el de sobrevivir con lo mínimo. La misma situación vivían Savino y Teresa, quienes también tuvieron su prole: Pedro, Héctor, Guido, Mariano, María Adela, Calixto y Branda.
Fue en 1907 cuando los mayores decidieron dar un golpe de timón y posaron sus sueños en un joven: Leopoldo Julio, el mayor de los hijos, a quien se entregó la responsabilidad y la ventura de dejar el pueblo para ir a ver l’América.
En 1908 Julio Santarelli llegó a esta zona. A partir de entonces, siete generaciones han vivido en este lugar del Valle. En 1907, con apenas 16 años se embarcó como inmigrante. Debido a su edad, lo hizo en compañía de un tutor. Llegó a Buenos Aires y se alojó en el Hotel de los Inmigrantes, donde es posible que haya conseguido su primer trabajo en Aldea Romana, un lugar cercano a Bahía Blanca en el cual no sólo tenía empleo sino también compatriotas que lo ayudaban a amortiguar las nostalgias.
Julio subió al tren en Constitución y bajó en Aldea Romana, donde nadie lo esperaba. Le habían ofrecido trabajar en hornos de ladrillos. Allí estuvo con conocidos de su pueblo: Benedetto Croceri y Antonio Ginobili. En ese sitio los jóvenes escucharon hablar por primera vez de un lugar virgen donde podían acceder a la tierra: el Valle de Río Negro.
Parece que Croceri lo convenció de ir allí, al paraje llamado “Kilómetro 81” (por el kilómetro 1.181). Contaba “Tito” Croceri a este diario que cuando llegaron al Valle Julio Santarelli –desencantado– increpó a Benedetto: “¡¿Dónde me trajiste?!”. Esto era un médano. Alfredo recordaba que habían emparejado la tierra con rastrones y caballos y que el viento les atrasaba todo: cuando terminaban un sector, ya tenían un médano donde antes habían pasado. Fue duro, pero se quedaron. Emparejaron y alambraron el establecimiento “San José”, entonces de un tal Rodríguez, y pronto adquirieron tierras.
Mientas Julio intentaba domar el desierto, le escribió a su hermano Juan (el segundo de los hijos varones de Agustín y Rosa) para que viniera con él al Valle. Juan, también con 16 años, viajó con un tutor: el señor Scarpecci. Llegó en 1910. La meta siguiente fue trabajar juntos para poder traer al resto de la prole. Los primeros en sumarse fueron el jefe de la familia, Agustín, y otro de sus hijos, Enrique. Ambos llegaron al país en 1912. Para la época Agustín ya era mayor, pero el entusiasmo de sus hijos lo convenció: ellos, en la “carta de llamada”, le comentaban que estaban seguros de que este lugar tenía un futuro de grandeza.
Un año más tarde, por fin la familia se unió. En 1914 viajaron Rosa y sus nueve hijos. La menor, Elvira, tenía 4 años. Hoy es la única sobreviviente de esa gran familia y vive en Fernández Oro, con 98 años a cuestas pero sus recuerdos intactos. En la casa paterna todos tenían sus tareas adjudicadas: cuenta Elvira que, aunque era pequeña, colaboraba con la limpieza y el cuidado de la ropa de sus hermanos, siendo su tarea específica lustrar el calzado.
El día en que Rosa llegó al puerto de Buenos Aires, escucharon por la radio la gran noticia del momento: en Europa había estallado la guerra. La noticia los angustió, porque en Italia estaba la familia de Savino y Teresa. Ellos no pudieron salir y vivieron los dramáticos años del conflicto. Recién en 1926 se embarcaron en el puerto de Génova con cuatro de sus siete hijos (uno ya estaba en la Argentina y dos se quedaron en Italia).
Cuando Agustín y Rosa estuvieron juntos se fueron a vivir con sus hijos al lugar donde tenían trabajo: el establecimiento “San José”. “En 1914 se mudaron a Allen y trabajaron en la chacra de los Pozzi. Ahí se casó nuestro padre con Clementina Chiacchiarini –relata Horacio–. Mi papá contaba que iba a ver a su novia previo lavarse la ropa que tenía puesta, porque no tenía muda. Los Chiacchiarini trabajaban en la chacra de Buscazzo, en Allen. Los padres de Clementina eran inmigrantes que habían recalado en Bahía Blanca. Ella había podido estudiar, inclusive italiano, por lo que cuando llegó a esta zona muchos inmigrantes le pedían que escribiera o leyera cartas que recibían de los parientes de Italia”.
Algunos de los hijos de Juan y Clementina nacieron en la chacra de Pozzi. En 1928 lo hizo Horacio, en Cipolletti, y en 1938, el menor (Hugo) en Allen, en la chacra de Velazco. Luego la familia se trasladó a la chacra “María Elvira”. Juan y Clementina tuvieron seis hijos; dos de ellos –Hugo y Horacio– son quienes hoy cuentan algunas anécdotas de su familia.
“En 1932 murió el nono Agustín y en 1936, la nona Rosa”, cuenta Horacio, que vive “en Oro” y aún trabaja la tierra.
Todos los descendientes de Agustín se casaron en la Argentina. Julio, con Juana Giacomini; Adina, con Silvio Fiorentini; Juan, con Clementina Chiacchiarini; Enrique, con Nazarena Gregori; Benjamín, con Atilia Tomassi; Ida, con César Gregori; Atilio, con Rosa Giorgi; Alfredo, con Rosalía Croceri; Santina, con Mariano Santarelli; José, con Luisa Giacomini, Guido, con Adelina Croceri, y Elvira, con Segundo Chiacchiarini.
Uno de los descendientes de Savino, Héctor, ya venía casado, con Estela Croceri. Guido se casó con Josefina Mercuri y Mariano, con su prima Santina, hija de Agustín. Sara y Pedro murieron jóvenes.
Los Santarelli rotaron en distintos establecimientos hasta que pudieron adquirir sus tierras.
Con los años, y a medida que cada hijo iba fundando su propia familia, iban multiplicando la tierra. “Algunos hermanos siguieron trabajando juntos. Mi papá y su hermano Atilio compraron una tierra que no era muy buena. Se la compraron a doña Lucinda González Larrosa”. En esa propiedad, de 12 hectáreas, plantaron viña y alfalfa. “Por su parte, mis tíos Guido y Benjamín en un momento intentaron cultivar arroz. Pero contaban que cuando inundaban venían los patos y se comían el arroz, por lo que gastaban más en balas que en otra cosa, y abandonaron el proyecto”.
“En la zona éramos varios del mismo pueblo; nosotros, los Croceri y los Gasparri, quienes bautizaron ‘San Patricio del Chañar’ a las tierras que adquirieron en recuerdo de su pueblo, Torre San Patrizio”, cuenta Hugo.
Hugo y Horacio tienen manos grandes, laboriosas. Ellos conocen la historia de la fruticultura valletana desde adentro. Han sido productores e incursionado en el frío y en la comercialización, como muchos de sus familiares. Trabajaron en la chacra desde que eran muy pequeños.
Con el tiempo Juan compró una tierra mejor. “Era un potrero de animales. Lo primero que se hacía cuando se compraba eran los cultivos anuales, después se pasaba a la viña y por último, a los frutales. Esta chacra –cuenta Horacio– la compramos en 1943. Ya estaba alfalfada. Eran 10 hectáreas y en 1965 compramos una chacra más, de 25 hectáreas”. “Esta chacra se plantó primitivamente con uva, después reconvertimos a pera y manzana”, agrega Hugo, quien también recuerda que cuando empezaron “todos los chacareros de acá le vendíamos a Huerga, de Cipolletti. Tenía un almacén de ramos generales donde acopiaba todos los productos del Valle. Entregábamos y sacábamos mercadería y después comercializábamos la producción entre conocidos y parientes para el mercado interno o para exportación”.
Los hijos de Juan recuerdan con nostalgia los años prósperos del Valle, entre 1968 y 1972, y resaltan que la fruticultura se hace cada vez más difícil para los pequeños productores. “Nuestros abuelos y padres, si llegaran hoy a la Argentina, trabajarían lo mismo pero con otros resultados. Por las dificultades que hoy tenemos, los jóvenes se van de las chacras...”.
Cuando Juan envejeció les dejó la chacra a sus hijos y él se compró la panadería del pueblo: “La Moderna”. Quería un trabajo más tranquilo. Esa panadería aún sigue en manos de la familia. “Cuando el abuelo Juan falleció, la panadería quedó en manos de mi padre, Giolivo. Hoy es manejada por uno de mis hermanos”, cuenta Rubén Santarelli.
Enrique, por su parte, tuvo una bodega y administró varias propiedades. Los hijos de Julio, el primero en llegar a la Argentina, crearon Santarelli SA y se dedicaron a la exportación de frutas.
Las fiestas siempre unieron a la familia. “Teníamos fama de alegres y, como ves, seguimos celebrando...”, afirma Horacio.
Todos ultiman detalles para el reencuentro de mañana, en donde la historia se volverá a contar para las nuevas generaciones.
Silvana y Rubén Santarelli, primos y dos de los organizadores, muestran la revista que hicieron para entregar a cada miembro de la familia. Allí está la biografía de sus ancestros inmigrantes. “La revista fue armada entre todos. Todos escribieron algo. Cada rama de la familia contará sus anécdotas y llevará objetos para exponer”, cuenta Rubén. “Mi papá (Giolivo) murió hace un año pero él se tomó el trabajo de escribir, entonces recuperamos sus recuerdos. En algunos de ellos contaba las costumbres, juegos y pasatiempos de la familia”.
En otro apartado de la revista titulado “El Boticario” se reproducen recetas caseras que usaba la familia. Un poco más adelante, en la sección “Cuccina nostra”, se conservan las recetas familiares, entre ellas una escrita de puño y letra por la abuela Clementina y varias anécdotas que ayudan a reconstruir el pasado.
“Seguramente quedarán muchas cosas sin contar, hechos y vivencias de una etapa plena de trabajo y sacrificio –agrega Silvana–, de modos de vida distintos, de carencias en lo económico pero de una riqueza espiritual inigualable, de carácter festivo, alegre, fraternal, amigable.... de una generosidad casi inentendible en estos tiempos, de una época en la que la palabra era más valiosa que un documento y el respeto y la caballerosidad eran los valores principales; la ayuda al necesitado, a las instituciones, al vecino que necesitaba una mano. Fueron personas de bien que llegaron a un país desconocido, con idioma desconocido y sólo una herramienta: sus manos”.
La familia Santarelli, una de las forjadoras de este Valle, aún mantiene sus raíces en el sitio que la recibió hace 100 años, en General Fernández Oro, donde están presentes en cada metro de tierra que sumaron a la producción.

HISTORIA DE ACÁ El kilómetro 1.181

En 1928 quedó librada al servicio la estación de trenes del kilómetro 1.181, que años más tarde se llamó como el pueblo que nació alrededor de ella: “General Manuel Fernández Oro”.
Este militar –que había participado en la Conquista al Desierto y murió en 1919–tuvo varias propiedades en la región que finalmente quedaron en manos de sus familiares, incluso el establecimiento llamado “Pichi Ruca”, en cercanías de Cipolletti, administrado por su viuda Lucinda González Larrosa.
La historia reciente (pos-conquista) de este kilómetro marca como punto de partida el año 1886, cuando las dificultades de riego hicieron que la Sociedad Vitivinícola Sanjuanina se deshiciera de gran parte de las extensiones que tenía en la zona de la Confluencia. Esas tierras, cuenta César Vapñarsky en “Pueblos al Norte de la Patagonia”, las quiso adquirir “en bloque otro sanjuanino, el entonces coronel Manuel Fernández Oro, pero el gobierno no aceptó la operación y declaró caduca la concesión. Gestiones directas de Fernández Oro culminaron con su compra directa al gobierno de una parte de esas tierras que, además de una vasta extensión en la meseta, incluía unas 10.000 hectáreas en el Valle (actuales comunas Cipolletti y General Fernández Oro).
”Como el nivel de sus campos era demasiado alto para ser servido por el viejo canal de los milicos –relata Vapñarsky– Fernández Oro hizo construir en 1902 un canal con bocatoma sobre el río Neuquén. (...) El canal y toda la red de riego fueron adquiridos por el Estado en 1911. Fernández Oro financió su construcción pagando con tierras al contratista (un comerciante, Miguel Muñoz, establecido en el lugar varios años antes). (...) Reservó para sí y para algunos familiares otra buena parte de sus tierras, aunque subdividió y vendió las restantes, fundando así la Colonia Lucinda. De este modo, propiedades del orden de cientos de hectáreas dominaron en esta colonia hasta principios de la década de 1920: según los datos que suministra el censo agropecuario de 1918-1919, seis propiedades abarcaban en conjunto 3.650 de las 4.905 hectáreas irrigadas”. En algunos documentos antiguos, incluso escrituras públicas, se llama “Fernández Oro” al pueblo Cipolletti, pero este último surgió en 1931 alrededor de la estación habilitada en 1928.
Una década más tarde algunos emprendimientos cambiaron la fisonomía del lugar: el trabajo de familias que se asentaron allí para trabajar la tierra y establecimientos como “La Blanca”, situado frente a la estación, propiedad del Dr. José Manuel Jorge.
Las tierras del lugar fueron –durante los primeros años– trabajadas con cultivos mixtos, alfalfa, viña y frutales, producción que se comercializaba a acopiadores, que estaban generalmente en Cipolletti, o mediante la Cooperativa Frutícola.
Otra de las peculiaridades de este lugar llegó al promediar el siglo XX, cuando una de las más importantes cerveceras de la Argentina decidió invertir en la zona para plantar lúpulo.
“La familia Bemberg (Cervecería Quilmes) –cuenta Alberto Juan Bairgian en la página web de la Asociación de Cerveceros Artesanales del país– (...) tomando en cuenta y comprendiendo la ventaja que reporta el cultivo en pequeñas superficies atendidas eficientemente por sus propietarios, en el año 1947 dispuso el comienzo de ensayos en zonas de regadío para intentar, en una segunda fase y si las pruebas lo justificaban, difundir el cultivo entre chacareros particulares. Así es que se instalaron dos ensayos: uno en Pareditas, provincia de Mendoza, y otro en la chacra ‘María Elvira’ de Fernández Oro, provincia de Río Negro. El primero se suspendió luego de tres años y el segundo dio lugar para que, a partir del año 1949, se iniciara lo que después fue una realidad, pues realmente la producción del Alto Valle de Río Negro eclipsó la de los establecimientos de la provincia de Buenos Aires, se logró que el lúpulo del Alto Valle del Río Negro fuera apto para las cervecerías, aunque su aroma difería del europeo”. (S. Y.)

 



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