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Juana Azurduy, Julio A. Roca y el \"neorrevisionismo histórico\"

La iniciativa de cambiar la imagen de los billetes de 100 pesos no es negativa por reconocer a la guerrera y heroína altoperuana sino por excluir a un hombre que, si bien hoy no sería calificado de demócrata ni fue un dechado de virtudes morales, representó un período significativo de nuestro desarrollo. El riesgo es pasar del maniqueísmo de las antiguas primarias a otro similar, con buenos y malos sin matices.

Una iniciativa relativa al cambio de la imagen de los billetes de 100 pesos ha tomado estado público hace un tiempo: se propone retirar la figura del ex presidente Julio A. Roca y reemplazarla por la de la guerrera y heroína altoperuana Juana Azurduy.

En rigor de verdad se trata de dos iniciativas: la incorporación de Azurduy por un lado y el retiro de Roca por otro.

Resulta útil analizarlas separadamente y reflexionar un poco acerca de su pertinencia histórica, simbólica y -si se quiere- política. Y del maniqueísmo con que a veces los argentinos nos tentamos a relatar nuestra historia.

"Tanta palabra por un billete de 100 pesitos, con lo poco que vale últimamente", podrían opinar más de uno. Y no deja de ser cierto. Sin embargo, los símbolos ayudan a construir los relatos que las naciones hacen de sí mismas.

Quien haya estado en Washington DC habrá notado que en esa ciudad no hay edificios altos. Ello, porque una norma determina que ninguno puede superar en altura al Capitolio, ya que "nada puede estar por encima de la ley". En definitiva: los símbolos nacionales hablan de cómo un país decide "contarse a sí mismo" el cuento de su propia historia. Y, en este caso, la iniciativa en cuestión buscaría entonces incluir a Juana Azurduy y excluir a Roca del relato nacional.

Por un lado está el tema de Juana Azurduy.

En realidad, a esta valiente luchadora y guerrera del Alto Perú le sobran méritos para el reconocimiento histórico, sobre todo porque no le fue dado en vida.

Esta mujer huérfana y mestiza, casada con el general revolucionario boliviano Manuel Ascencio Padilla, luchó junto a su marido -hacendado criollo de Chuquisaca- y se levantó en armas contra los realistas. Terminó su vida marginada y en el olvido sin haber logrado que el gobierno de la joven República de Bolivia le devolviera las propiedades y los bienes que los realistas le habían confiscado luego de la derrota en la batalla de Huaqui en 1811.

No es asunto de este artículo discutir los méritos de la "teniente coronel" Azurduy para ser reivindicada por la historia. Pero sí resultan un excelente motivo para reflexionar sobre cierto maniqueísmo en la divulgación de nuestra historia, que se expresa de muchas formas: una de ellas es la reciente obsesión de algunos intelectuales y cientistas sociales por construirle a nuestro país un pasado "originario" del que -nos guste o no- carece.

No deja de llamar la atención el hecho de que para encontrar un contacto con el mundo aborigen haya que recurrir a la figura de una mujer mestiza que nació en Chuquisaca, se casó con un criollo y luchó bajo las órdenes de Belgrano.

En todo caso, gracias a la inflación, seguramente el Banco Central tomará en un tiempo la decisión de emitir billetes de mayor denominación. Y ésa podría ser una excelente oportunidad para "llenar de mujer" nuestra simbología y de darles lugar a mujeres de nuestra historia como Eva Perón, Alicia Moreau de Justo, Azucena Villaflor y -por qué no- Juana Azurduy.

Recordemos que la iniciativa va acompañada por una segunda parte: la "salida deshonrosa de escena" de Julio Argentino Roca. Y ello nos devuelve al punto de inicio: el maniqueísmo con que algunos divulgadores relatan la historia nacional.

Subyace en este relato la idea de que la historia argentina es protagonizada por "buenos" y "malos". Los "buenos" serían la expresión del pueblo resistente, en general derrotado pero a veces victorioso y vuelto a derrotar por las fuerzas del "mal", el poder oligárquico de los ricos y poderosos amigos de los imperios que se empecinan en destruir a la joven Argentina, popular y plebeya. Muy atractivo para difundir programas de tevé "históricos" ficcionados pero poco riguroso y profundamente inexacto.

Julio Argentino Roca no fue un hombre pleno de virtudes morales. Muchas veces no tuvo clara la distancia entre lo público y lo privado. Y tampoco era lo que -hoy- se definiría como un demócrata.

El punto es que no forma parte de la galería de personajes históricos relevantes por eso.

Cabe decir además que la democracia tal y como la conocemos hoy no existía en muchos países del mundo y menos, mucho menos, en América Latina. La Argentina era -sí- una República, una de las pocas naciones que podían jactarse de ello en el territorio americano.

El lugar de Roca en la historia no tiene que ver con sus virtudes personales sino con el hecho de haber sido un representante cabal de uno de los períodos más significativos de nuestro desarrollo nacional en el que se fundaron las bases para la construcción de nuestro Estado moderno.

No fue, sin dudas, el personaje más simpático del período, pero sí el estratega y motor de gran parte de aquel momento.

Las naciones no las hacen filántropos llenos de pura bondad (por suerte esa forma de relatar la historia, la que recibimos cuando niños, también ha sido superada) sino seres humanos imperfectos que, producto de sus acciones estratégicas, dejan su marca.

A Roca se le interpela con fuerza y dureza desde las posiciones que podríamos resumir como "neorrevisionistas" en general toda su vida política, pero especialmente su papel como ministro de guerra de Avellaneda en la campaña al desierto.

 

CRUELDAD Y GENOCIDIO

 

Más allá de las anécdotas de poca rigurosidad respecto de lo que ocurrió con la población mapuche derrotada, no caben dudas de que fue una campaña de extrema crudeza, con muchos muertos y costos importantes. Las naciones aborígenes eran para la República de principios del siglo pasado un enemigo a exterminar y así fueron tratadas.

Nadie debe sentirse orgulloso de eso y la reflexión sobre las formas que las naciones -todas las naciones- usaban para asegurar su soberanía hace 100 años es útil y constructiva. Pero denominar con simpleza "genocidio y exterminio" a lo que ocurrió en ese período denota una falta de rigor importante. Juzgar acciones de hace más de un siglo como si hubieran ocurrido ayer, cuando fueron realizadas con otro marco general de valores, no conduce a nada más que fortalecer un relato maniqueo y poco constructivo.

Para poner las cosas en su lugar Roca fue el producto más cabal de una época. Y de una dirigencia que en el marco de una ideología modernista, positivista y muy occidentalista decidió incorporar al Estado nacional -en el marco de una disputa con Chile en la que la Argentina resultó victoriosa- un territorio ocupado por naciones que desde los ojos de aquella época eran vistas -y se veían a sí mismas- como extranjeras enemigas.

Se abandonó con la conquista una estrategia defensiva (la de los fuertes de contención) que no dio resultados.

Cabe decir que la crueldad -innegable- abarcaba a todos los actores, incluso a la nación mapuche derrotada, que ocupaba un territorio que había conquistado previamente a los tehuelches, a quienes había derrotado, diezmado y asimilado, razón por la que la expresión "pueblos originarios" merecería en algún momento también ser sometida a interpelación.

De todas maneras no es intención de esta nota reivindicar lo hecho por Roca, quien por otra parte no resulta a quien esto escribe particularmente simpático. Lo que sí me parece crucial es preguntarse por qué nos sentimos a veces tan tentados a aceptar relatos novelados en los que los derrotados o "los de abajo" aparecen como buenos e inocentes por el solo hecho de estar abajo y los poderosos son intrínsecamente malos por la única circunstancia, precisamente, de haber sido poderosos.

Es la contracara maniquea del relato que nos dieron en la escuela primaria, integrado por hombres casi perfectos y angelicales que quisieron el bien sobre todas las cosas.

Es como si en ambos casos apareciera como necesario convencer a la sociedad de que las cosas dependen de la "bondad" o la "maldad" de los personajes.

La historia la hacen los seres humanos, imperfectos, egoístas. Pero también inteligentes, estratégicos y motivados por utopías que los mueven. Todo eso va junto. Simplificar en Roca a un "genocida" es una falta de respeto a nuestra historia y a nuestra inteligencia, como también lo es calificarlo de "prohombre".

Roca fue el gestor de la campaña al desierto, con todas sus glorias y miserias... encontremos un conductor militar que no las tenga. También fue dos veces presidente de una república modernista y poco democrática, pero bastante más que casi toda Latinoamérica, con instituciones políticas y económicas que la integraron al mundo como pocas veces. Fue quien fomentó la inmigración, aprobó -con Sarmiento como ministro de Educación- la ley 1420, modernizó la infraestructura nacional y organizó el andamiaje institucional del período conservador, que tenía a la Argentina como un actor respetable en el concierto de las naciones, como un lugar al que millones de personas -nuestros abuelos y bisabuelos- elegían para vivir, trabajar y prosperar.

Así de contradictoria es la historia: quienes anexaron territorio expulsando a sus habitantes le ofrecieron a media Europa venir a prosperar en estas tierras.

La denostación simplificada de Roca como "genocida" interpela en realidad todo un período. Y vuelve a aparecer la pregunta obligada: ¿por qué tenemos tantas dificultades para aceptar momentos de nuestra historia que gran parte del mundo ve con admiración y respeto? Se trata de un período muy fecundo cuyos importantes aspectos negativos deben ser entendidos desde una perspectiva superadora, no maniquea ni destructiva.

En los fundamentos del proyecto de ley, como para justificar el carácter genocida de Roca, se le adjudica a éste una frase: "Limpiar la Patagonia de aborígenes". Dicha hoy suena cruel y reprochable, pero no fue dicha hoy ni tampoco por Roca, sino por el Congreso de la Nación. Atención porque entonces, siguiendo esa lógica, durante 50 años la Argentina estuvo gobernada por genocidas como Sarmiento, Avellaneda, Pellegrini, el Congreso, la Corte Suprema y las universidades.

Preparémonos entonces para cambiar el nombre de cientos de calles, plazas y escuelas. Y también de ciudades, por cierto.

 

JULIÁN GADANO (*)

jgadano@terra.com.ar

(*) Sociólogo y analista político. Docente e investigador en la UBA



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