|
||
Un retrato de los \"fuera de la ley\"en tiempos del territorio | ||
Herederos a la fuerza del gaucho matrero bonaerense. Lejos de la imagen justiciera de Isidro Velázquez, Mate Cocido, Antonio Gil y otros bandidos rurales, sólo Bairoletto trascendió la historiografía y se convirtió en leyenda. Para quienes delinquían, la Patagonia era tierra de nadie por antonomasia: la marginalidad, intolerable y el final, la ley de fugas o muerte a la intemperie. | ||
Coimero intrigante, bochinchero, pendenciero, provocador, mal llevado por los vecinos y autoridades, cuatrero, estafador, salteador, empedernido ladrón, asesino, contrabandista, ladrón de profesión". Así era calificado, en una carta anónima, el juez de paz Emilio Pessino en la Nochebuena de 1930. Aunque seguramente fuera su enemigo, Julio Visillac, un comisario uriburista proveniente del antipersonalismo radical que tenía cuentas pendientes con Pessino. La disputa ocurrió en Chos Malal y terminó con la muerte de Pessino: un disparo del comisario lo mató durante un forcejeo. Para Gabriel Rafart, autor de "Tiempo de violencia en la Patagonia. Bandidos, policías y jueces. 1890-1940", los adjetivos de la carta anónima sintetizan la noción de bandido o bandolero según el imaginario social de entonces. Sin embargo, la realidad es algo más compleja. El volumen investiga cincuenta años de delito en la región, pero a la vez reconstruye el paisaje social desde los márgenes: grupos que se organizaban con escasa logística, apremiados por el hambre y la miseria y que crecían al amparo de la inequidad social. Del otro lado, las partidas policiales apoyadas y nutridas por vecinos más o menos ilustres, atemorizados por la amenaza contra las instituciones que significaba la delincuencia. En la porción inferior de la base social, ser policía o ser delincuente resultaba aleatorio, y a veces se era uno u otro alternativamente. Lo cierto es que los propietarios se organizaban, apelaban a las escasas fuerzas institucionales -a las que suministraban recursos- para defender su patrimonio. Definían qué era delito y quién era delincuente: así, podían estigmatizar sin problemas de conciencia al pobre, al extranjero -generalmente el chileno, en una población mayoritaria de ese origen- y al aborigen recientemente derrotado y reducido a la servidumbre. En ningún caso la historia oficial los reivindicó con esa pátina legendaria o romántico-anarquista que otros relatos otorgaron a Isidro Velázquez, a Mate Cocido, al "Gauchito" Gil, a Hormiga Negra o a Juan Moreira. Ni siquiera al padre de todos, Martín Fierro. El único que logró superar el rasero del positivismo reinante fue Bairoletto, pero eso ocurrió mucho después. La discriminación en los documentos y la sociedad tiene un correlato estadístico: la mayoría de los reclusos durante más de la mitad del período bajo análisis fue de origen chileno. Luego se produjo una argentinización, debido, según el autor, al arraigo de la población de ese origen y la descendencia nacional, y además por el aumento de la migración interna en el país. Según Rafart, "el mundo policial y el del delito son un mismo universo, tienen un frontera muy lábil, especialmente en el siglo XIX y en la Patagonia". Recordó la historia -casi una leyenda- de los comerciantes ambulantes de origen sirio-libanés. Para inicios del siglo XX, un periódico de Bahía Blanca, "La Nueva Provincia", pretendía resumir desde sus páginas el estado de violencia en que se encontraba la Patagonia, de acuerdo con los acontecimientos ocurridos en el paraje Sierra Negra, en el territorio nacional de Río Negro. Lo hacía frente a la desaparición seguida de muerte de varios mercaderes ambulantes de origen siriolibanés, así como de sus respectivos ayudantes. El medio de prensa narraba hechos ocurridos entre 1905 y 1909. El conjunto de episodios fue conocido como "La matanza de los turcos"... referían la paulatina desaparición de varias decenas de comerciantes, durante cinco años, que habiendo partido de General Roca algunos, otros desde el poblado de Neuquén y, los menos, provenientes del sur chubutense, se habían internado en la meseta rionegrina. Resultó que más de medio centenar de mercaderes ambulantes árabes, junto con sus ayudantes, algunos criollos y otros del mismo origen que sus patrones, además del dinero que portaban, las mercaderías y sus medios de transporte, se les perdió el rastro por meses y durante años. Pasado el tiempo, debido a que muchos de esos comerciantes habían tomado en concesión mercaderías y hasta recibido préstamos en dinero para poder afrontar su actividad itinerante, allegados y acreedores comenzaron a preocuparse por las prolongadas ausencias. Según la denuncia de un consignatario residente en la ciudad de General Roca, fueron cincuenta y tres los mercaderes desaparecidos. Para el gobernador rionegrino Ángel Gallardo, fueron ochenta los asesinados. El trabajo policial dejó a la vista datos alarmantes que fueron utilizados para destacar el estado de "civilización" de los grupos indígenas, incluyendo algunos que habían sido parte del grupo de vencidos en los tiempos de la campaña militar de Roca. Dicha investigación reveló que por medio del engaño habían sido sorprendidos los desprevenidos comerciantes y asesinados con armas de fuego, cuchillos y palos, sus cuerpos descuartizados y, a fin de evitar dejar vestigio de esos crímenes, incinerados. Fueron muy pocos los que ofrecieron algún tipo de resistencia al momento en que advirtieron la proximidad de los ataques. Entre los detenidos, identificados como responsables de esos crímenes, se hallaba una figura difícil de encasillar, que según los testigos había servido en las filas del Ejército Nacional. Se trataba de una "hechicera y curandera", conocida como Macagua, que vestía de hombre, aunque todos sabían que era mujer. De acuerdo con las declaraciones que obran en el expediente de la investigación, fue la mayor instigadora de los homicidios y responsable de dar la orden de descuartizar cada uno de los cuerpos de los infortunados mercaderes para, seguidamente, cometer actos de canibalismo. El objetivo era "distinguir el sabor" de la carne de los "turcos", que entendía de distinta especie de la de los "huincas". "No todos eran de origen árabe", indicó Rafart, había "otros comerciantes, empleados, que no lo eran. Ni tampoco se puede determinar la cantidad". Es un hecho que contribuyó, afirmó, a "forjar la imagen de Far West donde el delito y la civilización conviven". La transición hacia la institucionalidad tiene fecha. Fue en la década de 1940 cuando se creó la Gendarmería, cuya función fue el resguardo fronterizo y ser la policía territoriana hacia el interior. En esa época también se creó el Servicio Penitenciario Federal. Ambas instituciones configuraron un contexto institucional que garantizaba "el resguardo de los presos". Luego, en ese mismo decenio, la llegada del peronismo al poder "implicó un proyecto de unificación del país que generó una mayor institucionalidad". Hasta entonces, las participación de privados en la represión del delito "estuvo presente en la medida en que se concebía la protección de la vida" en esa época, pero no existía la policía privada. Hubo "colaboración estrecha" de los damnificados con las policías oficiales. Aunque "no había agentes pagos, sí había suministros en vituallas, armas, caballada, medios, información". Resulta que el dinero para los sueldos era enviado desde Buenos Aires a los boliches "y sus dueños los distribuían. Cuando no llegaba, había adelantos, préstamos, mercadería al fiado". Generalmente, en la represión del delito, prosiguió Rafart, "hay una alianza entre el comisario, el juez de paz y el empresario para reprimir el delito". Ante las injusticias, "hay voces de queja, pero el poder es muy débil ante la discrecionalidad por parte de la justicia de menor rango". Por lo general, alternaban su vida entre la formal y establecida, con familia y trabajo -agrario o minero, fundamentalmente-, y el delito. "No eran delincuentes de tiempo completo", expresó Rafart. Un ejemplo es Juan Balderrama, quien en Chile era agricultor y pirquinero en Neuquén. "Es parecido", razonó Rafart, "a lo que ocurre en el conurbano bonaerense, por ejemplo, donde los chicos alternan el trabajo formal con robos menores". Esa misma estacionalidad caracterizaba el trabajo policial en los territorios: por caso, en invierno estaban en la fuerza y en el verano se dedicaban a otro trabajo. Entre uno y otro empleo "pierden el arma o la venden. Eso garantizaba una provisión constante de armamento" en el mercado negro, engrosado por los soldados que salían de franco y también perdían sus armas o las vendían. El de la Patagonia, en el medio siglo investigado, "era un mundo de delito muy precario; las empresas delictivas surgen de la misma acción, los protagonistas no planifican, estudian el caso 48 horas antes de cometerlo".
GERARDO BURTON gburton@rionegro.com.ar |
||
Use la opción de su browser para imprimir o haga clic aquí | ||