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José Augusto D\'Amaro, un árabe ligado a la tierra | ||
Desde su chacra en Colonia Reig nos cuenta cuál fue el camino que recorrió hasta llegar a este lugar. La historia comenzó en Damasco, de donde su padre huyó antes de entrar en la milicia. Evoca un reencuentro fortuito con un vecino, décadas después de la separación. |
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Con apenas 13 años, quizá temeroso, José Dabul D'Amaro se subió a "El Mafalda" para abandonar Damasco en 1912, huyendo de un servicio militar durísimo en medio del desierto que comenzaba cuando los jovencitos cumplían los 14 años. Muchos de los adolescentes que marchaban hacia la instrucción militar no volvían y entonces existían los comisionistas que, a cambio de dinero, los ubicaban en un barco para enviarlos a América. Con mucho esfuerzo la familia reunió el dinero, proveniente de la pobre producción de su quinta y de la fabricación de pasas de uva, y de esa manera pudo pagar esa comisión. El pequeño José D'Amar (le agregaron la "o" final cuando ingresó en la Argentina) debió aclimatarse rápidamente a su nueva tierra y comenzó a transitar su nueva vida con más seguridad cuando días después llegó su hermano, que también había logrado dejar atrás la inminente guerra mundial. Juntos se fueron a Coronel Pringles a trabajar en la cosecha de trigo, lugar que alternaban con Coronel Dorrego siguiendo la demanda de brazos fuertes para las tareas de campo. En honor a la verdad, no esquivó ningún trabajo, por más rudo que fuera. Tuvo un horno de ladrillos, cosió bolsas de trigo y transportó cereales para la renombrada firma Bunge y Born. En esas idas y vueltas, José conoció a una jovencita alemana, María Luisa Shroeder, que trabajaba en el servicio doméstico de una casa de familia acomodada. Y pronto comenzaron a formar su propia familia, porque los hijos no tardaron en llegar. En 1945 la familia desembarcó en Río Colorado. "Papá compró una chacra de 10 hectáreas de frutales y viñas viejas a Camerino Fernández. Vendió el camión Internacional modelo 36 y la casa de Dorrego y nos vinimos. Nosotros éramos seis hermanos (dos varones y cuatro mujeres). Yo apenas tenía 11 años", recuerda José Augusto, uno de los hijos. Agrega que la familia se asentó en la zona conocida como "Juventud Unida", donde se encontró con los Namuz, sus paisanos. Mientras hace un alto en las labores diarias en su chacra de Colonia Reig, José Augusto, de vitales 75 años, trae a su memoria la época en la que iba al colegio de doña Micaela Catani. "La escuela no tenía vidrios y en invierno el frío se hacía sentir. A los alumnos más grandes nos mandaban a cortar tamariscos para hacer brasas que se ponían en unas palanganas viejas de metal que poníamos debajo de las mesas para, de alguna manera, calentarnos los pies", relata. En las horas de la noche su madre María Luisa ponía a todos sus hijos a hacer manteca. Cuenta que juntaba la crema de leche durante algunos días y entre todos fabricaban la manteca. Otra tarea que hacían en conjunto era descartar los porotos manchados durante las lluvias para vender los de mejor calidad. Las condiciones de trabajo mejoraron considerablemente cuando su padre logró comprar un farol en el local de la ex casa comercial de Primo Severini. De aquellas fatigosas jornadas José siempre tiene presente una frase que su padre repetía constantemente y que a él le sirvió de guía en sus actividades diarias: "Hijo, nunca abandones la tierra, que no pierde valor".
UN REENCUENTRO FORTUITO
Se dice comúnmente que los inmigrantes de ascendencia árabe se volcaron en su mayoría al comercio: recorrían los campos con sus carros atiborrados de mercaderías varias mostrando una habilidad especial en el arte de vender. Pero no fue el caso de los D'Amaro, que se inclinaron por la explotación de la tierra. Sin embargo, en una ocasión al menos la memoria genética floreció y se produjo un reencuentro que conmovió a los protagonistas. "Papá tenía un camión y un día, cuando vivíamos en Dorrego, me invitó a viajar a Médanos a comprar sandías y venderlas en Monte Hermoso para hacer una diferencia. Entramos en una chacra y durante la charla con el dueño éste comentó que en el pueblo también vivía un árabe. Papá se interesó y cuando escuchó el nombre de aquel árabe no lo podía creer; se trataba de Emilio Chami, un pariente nuestro con el que en Damasco vivíamos uno enfrente del otro", recuerda y sonríe. El chacarero les indicó que Chami tenía una tienda al lado de la usina y hacia allí fueron. Con una mezcla de temor contenido y apuro indisimulable, padre e hijo ingresaron en el local y se encontraron con aquella persona con quien años atrás y a varios kilómetros de allí habían compartido los días en Damasco. "El reencuentro fue emocionante. Mi papá se largó a llorar y yo no sabía qué hacer. Ellos se conocían de pibes y se reencontraban siendo hombres grandes. Es algo que no se me va a borrar más de la memoria". HUYENDO DEL DESIERTO Y DE LA PERSECUCIÓN La llegada de los inmigrantes sirio-libaneses a nuestro país es conocida vulgarmente como "la inmigración turca", puesto que tanto Siria como Líbano formaron parte del Imperio Otomano hasta fines de la Primera Guerra Mundial. A principios de siglo una gran cantidad de muchachos de catorce años (edad en que eran reclutados para la milicia) o menos emigró de esa zona caliente huyendo del severísimo servicio militar que se prestaba durante varios años en pleno desierto y del cual pocos volvían. La cuestión religiosa también tuvo una directa incidencia en la llegada de migrantes de ese origen. Tanto es así que solamente una minoría de árabes en la Argentina es de fe musulmana, dado que por entonces la política del poderoso Imperio Otomano perseguía principalmente a los cristianos. Éstos constituyeron la mayoría de los árabes que llegaron a nuestro país -cristianos maronitas, católicos ortodoxos y melquitas-, así como también judíos sirio-libaneses. También trascendió de generación en generación que otra motivación en la búsqueda de nuevos horizontes fue la desilusión que había causado el incumplimiento de la promesa que el coronel inglés Lawrence -llamado y conocido en el mundo como "Lawrence de Arabia"- les había hecho a los árabes de que obtendrían la independencia de la dominación turco-otomana si ayudaban a los aliados durante la guerra del '14. Es verdad que los turcos fueron desalojados luego de la triunfal entrada de Lawrence en Damasco. Sin embargo, no llegó la esperada independencia sino el protectorado. Inglaterra ocupó Egipto, Jordania y Palestina; en cambio Siria y el Líbano quedaron para los franceses. DIOS ESTÁ EN TODOS LADOS Don José Dabul D'Amar (así era el apellido original al cual alguien agregó una "o" final cuando ingresó en el país) creía en Dios "pero no en las figuritas": "Papá sostenía que Dios estaba en todos lados y por eso podía rezar en cualquier lado", cuenta su hijo José Augusto. Agrega que cuando su hermano varón y él eran chicos su padre trató de enseñarles algunas palabras en árabe, a contar o a decir algunas frases, "pero nosotros nos reíamos y papá se enojaba mucho. Nuestro padre hablaba mejor el alemán que el árabe; con mamá hablaban bastante en alemán. Mamá trabajaba en el servicio doméstico de una casa y en esa circunstancia la conoció", recuerda. Otra faceta de su padre que le llega durante la charla es que hacía uso y abuso del tabaco. "Era un empedernido fumador. En medio de la noche se despertaba y se ponía a leer. Entonces traía su caja de toscanos Sol de Mayo y encendía uno que lo acompañaba en la lectura. Otras veces solía prender la pipa y el exquisito aroma de ese tabaco inundaba cada rincón de la casa". CUANDO LA CHACRA NO ALCANZA José trabajó siempre junto a su padre en la chacra de colonia Juliá y Echarren. Allí aprendió todas y cada una de las tareas rurales que era necesario conocer para llevar adelante un establecimiento agrícola, desde desmontar, emparejar y plantar hasta cuidar y cosechar, con todo lo que eso significa. Sin embargo, muchas veces el esfuerzo familiar no se traducía en recursos económicos suficientes y, cuando lo que producía la chacra no alcanzaba para mantener a la familia, los hermanos D'Amaro debían buscar empleo fuera de la localidad para ayudar en la economía familiar. "A veces mi hermano iba a la salina y yo, a otro lado. A veces coincidíamos, como cuando trabajamos en la construcción del dique Salto Andersen. Pasamos situaciones difíciles. Me acuerdo de que dinamitaban cien metros de roca y entonces después había que sacar esa piedra con pala de buey y caballo. Nos llevaba como un mes terminarlo", rememora. Pero el trabajo duro no era el único inconveniente: lo más triste era que la paga se hacía poca y llegaba muy de vez en cuando. Al paso del tren, desde la máquina solían tirar un tornillo con un papel a su alrededor, lo que anunciaba que pronto llegarían los jefes de la empresa para pagar los sueldos. Pero el tiempo que transcurría entre paga y paga era cada vez mayor. "Nos moríamos de hambre. No tení amos ni una camisa. Nos salvaba que el bolichero de Juan de Garay nos daba una mano grande, con comida y ropa. Todavía tengo guardada una campera de aquella época. Un día le dije a mi hermano que no aguantaba más y me fui. Él se quedó un tiempo más todavía". José no solamente aprendió los secretos de un productor frutihortícola sino que las exigencias de la vida misma lo obligaron a conocer otros escenarios: "También estuve como mecánico en el taller de Juan Biancucci. Aprendí el oficio y desde entonces muchas cosas de los tractores y los camiones las arreglo yo mismo. También fui camionero en los veranos; transportaba fruta a los mercados -explica-. El negocio de la fruta siempre tuvo sus cosas. A veces no tenía precio o, cuando tenía valor, te la llevaban y no la pagaban. Es difícil...". A LA HORA DEL MATE Entre las múltiples actividades que desarrollaba durante el día, José solía llevar la fruta al galpón de empaque de Ramón Tuero. En una de esas visitas la presencia de una mujer que trabajaba como descartadora de fruta llamó su atención. Desde la primera vez que la vio José empezó a calcular y programar los horarios para llevar la producción de su chacra. Había conseguido averiguar a qué hora se hacía un alto en el trabajo para compartir una rueda de mates y, como por arte de magia, siempre aparecía en el momento justo. Su clásica y puntual llegada comprendía el respetuoso saludo a todos y un guiño de ojos para Raquel Celia Cononaloff, esa mujer que sin saberlo aún ya había comenzado a trazar parte de su vida. Su estrategia tuvo un final feliz y el 6 de abril del 1957 se casaron. Desde entonces comparten cada segundo de sus vidas en la chacra ubicada en Colonia Reig. Cumplieron 52 años de casados y de su matrimonio nacieron Nora Emilce (49), quien vive en Rincón de los Sauces, y José Luis (44), radicado en Río Colorado. Ellos les dieron seis nietos y un bisnieto. Ambos se levantan muy temprano, comparten el mate y después, cada uno a lo suyo, pero siempre al alcance de la vista del otro: Raquel puede observar cada uno de los movimientos que hace con el tractor y la rastra, cuando encierra las ovejas o mientras repara una cerca y José mira a la distancia los quehaceres domésticos de Raquel, su andar rápido en el patio mientras atiende a las aves de corral. Si bien han construido una vivienda en el pueblo, confiesan que allí no se hallan cómodos. Son felices aquí, en medio de la paz de la chacra, junto al río.
ALBERTO TANOS DARÍO GOENAGA |
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