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Doña Elena, sangre española para superar obstáculos | ||
Luego de un rápido periplo laboral, a los 15 años recaló en "El Viñedo" junto a su familia. Hoy, a punto de cumplir los 90, Elena dice sentirse feliz con lo que le tocó en la vida. |
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Enrique Portugal nació en Asturias. Siendo muy jovencito abandonó la tierra española detrás de un sueño, quizá potenciado por la hambruna que azotaba la península ibérica. Cuentan sus descendientes una pequeña historia que bien podría fundamentar su decisión de elegir la Argentina como destino: señalan que, siendo muy chico, Enrique había escuchado que en nuestro país las casas se hacían de chorizo (barro y paja). Sin dudas jaqueado por la realidad que entonces lo rodeaba, le dijo a su madre que quería viajar a la Argentina porque aquí las casas se hacían de chorizos y él quería comerlos. Mito, leyenda o verdad, la anécdota ha pasado de una generación a otra y hoy se la cuenta como una forma divertida de explicar las vivencias de otros tiempos. Enrique llegó al país a los 15 años y se instaló en Bahía Blanca. Afirman que originalmente vino por un año, pero nunca más volvió a su tierra natal. Por su parte, Rogelia Fernández nació en Valencia y también era muy jovencita cuando emigró hacia la Argentina. Sus caminos se cruzaron y sus coincidentes nacionalidades fueron el punto de partida para edificar una familia que se fue extendiendo en el tiempo y en el territorio. Hoy sus descendientes forman parte de una tradicional familia riocoloradense con fuertes raíces en la colonia frutihortícola de Juliá y Echarren. El matrimonio se fue adaptando a los designios laborales del jefe de familia. De Bahía Blanca se marcharon hacia Algarrobo (Buenos Aires), más precisamente a la estancia "Santa Elena". Allí estuvieron varios años para luego dirigirse al campo "Las Toscas" (Mayor Buratovich), paso previo al desembarco en "El Viñedo" y, posteriormente, en la Colonia Juliá y Echarren. La descripción rápida de este periplo explica los avatares que debieron afrontar con frecuencia las familias de inmigrantes antes de asentarse en un lugar definitivo. La fuente de trabajo era el único determinante que influía directamente en la decisión de quedarse o seguir. Fruto de este matrimonio, el 15 de setiembre de 1918 en el establecimiento ganadero "Santa Elena" nació Inocencia Elena Portugal, quien en la próxima primavera cumplirá 90 años. Por entonces su padre era el encargado del campo y desde pequeña Elena tomó contacto directo con las actividades rurales, que nunca más le fueron ajenas. Cuando cumplió quince años, la familia decidió buscar nuevos horizontes y recaló en las tierras de Nazar Anchorena -conocidas como "El Viñedo", a unos 25 kilómetros de Río Colorado, que ya se perfilaba como un polo productivo. Corría 1933 y "El Viñedo" abría sus brazos para recibir a nuevos trabajadores de la tierra. "Vinimos en un carro con seis caballos. Hicimos todos los adobes y nosotros mismos levantamos la casa. Trabajaba toda la familia en los tiempos libres que nos dejaba la alfalfa. En verano había que cortar el pasto, rastrillar, hacer las gavillas... y nuestro padre hacía la parva", recuerda doña Elena en un cálido comedor de su vivienda enclavada en el centro de la Colonia Juliá y Echarren. Por ese entonces "El Viñedo" era prácticamente un pueblo, un conglomerado de gente que apostaba fuerte a la producción primaria. Así, el establecimiento contaba con una escuela, una iglesia, un local comercial de ramos generales, bodegas, una fábrica de elaboración de conservas, un salón para actividades recreativas y un campo deportivo, entre otros. Entre la adolescencia y la juventud, Elena trabajaba a la par de cualquier hombre y su pericia era tal que en ciertas oportunidades llegaba a generar miradas recelosas en su entorno que, con el correr del tiempo, fueron desapareciendo. "Manejé muchos ca ballos. Era algo que me gustaba muchísimo. Los mejores eran los míos y siempre estaba compitiendo con los hombres. Me paraba arriba de las rastras y salían al trote por el campo", recuerda y se ríe. En pleno verano, cada veinte días o un mes había que cortar la alfalfa, rastrillar el campo y levantar las parvas para tener pasto en el invierno. "Había que hacer las gavillas y en eso también nos peleábamos un poco para ver quién lo hacía mejor. Había que clavar la horquilla al medio y levantarla con el pasto sin que se desarmara. Siempre me gustó el trabajo del campo", explica.
CUMPLIR REGLAS ESTRICTAS "El Viñedo" seguía aumentando en cantidad de habitantes. La casa de la familia Portugal estaba a escasas tres cuadras de la iglesia y Elena visitaba asiduamente la casona de estilo colonial porque era amiga de la hija del patrón. El poblado tenía vida social propia, con bailes y fiestas populares que congregaban a los lugareños hasta el amanecer. Sin embargo, el padre de Elena era muy estricto y establecía reglas claras dentro del núcleo familiar: "Salís este domingo pero hasta dentro de un mes no salís más", le decía y así era. "Y a la mañana había que levantarse a las cuatro de la madrugada y llevarle mate a su cama, si no volaba un alpargatazo o un poco de agua también", rememora con una espontánea sonrisa. El horario de ir al campo coincidía con la salida del sol y la actividad se mantenía durante toda la jornada. Sólo se hacía un descanso al mediodía durante un par de horas, para almorzar, y luego continuaban hasta la noche. "A veces iba a bailar a la casa de una amiga con el fonógrafo, y ¡cómo se bailaba!", rememora Elena al tiempo que relata episodios que grafican cómo era la vida de una jovencita a mediados del siglo pasado. "Mi primer par de zapatos lo tuve a los 15 años. Y tenía un solo vestido que estaba destinado para salir. En casa andaba así nomás. A mi padre no le gustaba nada que nos pintáramos los labios o que usáramos otro tipo de cosméticos". Su madre Rogelia era la partera de "El Viñedo" y ayudó a dar a luz a decenas de mujeres. La permanencia de la familia en ese poblado se prolongó por diez años, hasta que los ahorros atesorados con mucho tesón y no exentos de sacrificio alcanzaron para comprar una chacra en Colonia Juliá y Echarren. En ese lapso Elena conoció a Vitorino González Rubio, un español que en poco tiempo se convirtió en su amigo para luego ser su novio y, finalmente, su esposo. Juntos se animaron a la transformación de una parcela natural en una chacra. En realidad se trataba de un lote de monte con profundas depresiones; otra vez había que empezar de cero. Hubo que adaptarse a nuevas corrientes productivas porque entonces era el turno de los porotos, las papas y los frutales. Repitiendo el ritual de una década atrás, junto con su marido levantaron la casa con sus manos. "Acá hicimos los adobes para terminar la casa. Una pieza y la cocina estaban hechas de material. El resto lo levantamos nosotros, con nuestra propia cortadora de adobe", detalla Elena. La estructura tuvo solidez y resistencia, a tal punto que aún permanece de pie desafiando las inclemencias del tiempo y sin haber perdido un solo adobe. Mientras la construían, sus hijos hacían de las suyas alrededor de sus padres. "Una tarde, uno de mis hijos pisó un adobe fresco y el pie quedó bien marcado. Cuando se secó, lo pusimos en la cocina y en el hueco del adobe guardamos los fósforos", cuenta.
MOMENTO DE EMPAREJAR Y SEMBRAR Como el terreno era monte puro, debieron extremar esfuerzos para ponerlo en condiciones de ser aprovechado con los cultivos. Pero en esta familia la palabra "dificultad" no existía. "Emparejamos con el rastrón de cola y dos caballos, mientras que con la pala de buey limpiábamos los canales. Eran trabajos duros, pero no le poníamos mala cara. Al contrario, nos levantábamos temprano para que nos rindiera el tiempo y armar cuanto antes la chacrita". Después fue momento de sembrar porotos y papas para comenzar. Literalmente, Elena crió a sus hijos sentados a su lado mientras regaba los surcos en la tierra de esperanza, su propia tierra, que siempre se siente de un modo distinto de las demás. "Desgranábamos porotos a mano hasta la hora de dormir... con poca luz pero con entusiasmo, porque todo lo hacíamos juntos", relata, al tiempo que recuerda un hecho insólito: "Un verano ocurrió un fenómeno sumamente extraño; se registró una helada que dejó blanco todo el valle del Colorado. A nosotros se nos heló toda la viña en pleno enero. Una cosa increíble pero verdadera". Eran tiempos difíciles. Para escuchar la radio se trasladaban a la casa de un vecino y así tener acceso a los boletines informativos y al famoso programa de los Pérez García. Otra distracción de los domingos era la visita a las familias vecinas, donde se juntaban para pasar buena parte de la tarde jugando a las bochas o a las cartas. A todo esto, su esposo Vitorino contribuyó como socio fundador a la creación de la Cooperativa de Productores. Todavía recuerdan en la familia las reuniones de los sábados que mantenía el consejo de administración, durante las cuales guardaban la plata en un fuentón debajo de la mesa mientras decidían los pasos a seguir. Por aquel entonces, y junto a los demás socios, había puesto su chacra en garantía ante cualquier eventualidad adversa.
UNA MUJER SIN OBSTÁCULOS En su afán de progresar, Elena no supo de obstáculos. Desde una escalera, cargando cajones o criando a sus hijos siguió adelante con un espíritu lleno del optimismo que siempre resulta necesario para alcanzar las grandes metas. "Recuerdo el método que utilizábamos para curar nuestros cultivos. Mi esposo iba en el tractor y yo, caminando al lado con la manguera, pulverizando las plantas. Eso lo hicimos durante varios años. Después llegaron las máquinas curadoras y todo se hizo más fácil". Ajena a todo registro del tiempo, doña Elena trabajó activamente en su chacra hasta los 75 años y aún hoy mantiene un intenso ritmo de trabajo en su hogar, que comparte con sus hijas. Atiende todas las tareas de una ama de casa; lava, plancha y cocina para todos los integrantes de la familia. "En realidad me gusta mucho lavar a mano", confiesa. Un detalle interesante: no mira en absoluto televisión. Su esposo Vitorino falleció en 1976. Tiene cinco hijos -tres mujeres y dos varones- y seis nietos y disfruta de once bisnietos. Cuentan sus hijas que hasta el año pasado atendía personalmente las plantas de cerezas que tiene en el fondo del patio de su casa. "He trabajado mucho en el campo, pero no me quejo por eso, porque estoy muy bien... feliz de lo que hice a lo largo de mi vida", concluye. Y, obviamente, hay que creerle.
ALBERTO TANOS DARÍO GOENAGA |
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