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Patrimonio de belleza
La ciudad brasileña cumplió 25 años como Patrimonio Cultural de la Humanidad. Calles, jardines y obras de arte la hacen única, aunque la pobreza que azota todo el país no está ausente.

Olinda no es una ciudad, es un jardín relleno de obras maestras", dijo una vez un consultor de la UNESCO sobre la colonial localidad del nordeste de Brasil que acaba de cumplir 25 años como Patrimonio Cultural de la Humanidad. Sus laberínticas calles surcan ocho colinas sobre el mar y sobre ellas se yerguen 20 iglesias y conventos de blanco barroco colonial, casas de particularísima arquitectura en vivos colores y exuberantes jardines. Olinda, donde desde hace 400 años conviven un rico arte religioso y una desbordante producción popular con uno de los más tradicionales e irreverentes carnavales de Brasil, tiene la mayor concentración de artistas, talleres de arte y artesanías populares de Brasil.

"Olinda concentra una enorme producción artística; es una ciudad de arte, un monumento", describe desde su casa, rodeado por su enorme y desordenado acervo, el italiano Giuseppe Baccaro, coleccionista y marchante que en los '60 lideró las principales subastas de arte en el país. Hace 35 años Baccaro sucumbió a los encantos de la ciudad, donde fundó una escuela en la que 22.000 niños pobres se iniciaron en la artesanía. La ciudad, fundada en 1535 como una joya de la colonia portuguesa y que fue invadida y quemada por los holandeses casi un siglo después, tiene un sabor de barrio, con más vida en la calle que al interior de las casas.

"Adoro esta ciudad", suspira doña Solange Rocha, que cada día pasa horas sentada en una silla frente a la casa en la que nació hace 62 años y desde la que no se pierde un detalle. "Aquí es donde ocurre todo", asegura y no se equivoca: este cruce llamado 'los cuatro cantos' es un epicentro de Olinda por el que también retruena el animado y colorido carnaval. Un poco más allá "Ze da mula" danza y recorre la ciudad encantando a los turistas con su buen humor y su disfraz de jinete del carnaval, que le garantizan las monedas con las que se gana el sustento.

Ese sabor popular le aseguró la sobrevivencia a la ciudad que, a diferencia de muchos centros históricos en Brasil, no fue abandonada por sus habitantes.

Pero Olinda sí se parece mucho al resto de Brasil con sus problemas de pobreza y falta de infraestructura básica, que han sido la preocupación de la gestión comunista de su alcaldesa, Juliana Santos. El 60% de la ciudad de 400.000 habitantes y que se extiende por algunos barrios muy pobres más allá del centro colonial carece de alcantarillado.

"Son indicadores de una población muy sufrida, que hemos intentado alterar", explica la joven alcaldesa.

Santos se enorgullece de haber lanzado iniciativas tan innovadoras como arrancar de las constructoras el compromiso de contratar un 30% de mujeres para hacer las millonarias obras públicas en proyecto. Ello porque muchas veces son las mujeres las que más necesitan el trabajo en las familias pobres.

Olinda no tiene una economía real. No tiene área comercial ni industrial y ni siquiera dispone de suficientes camas (apenas 1.000) para generar una industria turística, al contrario de lo que le ocurre a la capital del estado, Recife, a sólo seis kilómetros. "Lo que se requiere es fomentar la economía. Tenemos un turismo que es como una plaga de langosta: llega, pasea un par de horas y se va", reclama el consagrado pintor y xilogravador Gilvan Samico, con obras en los grandes museos brasileños y que produce en su casa en Olinda sus diablos y lunas, casi en blanco y negro, a imagen de la xilografía popular del nordeste brasileño.

"La cultura es lo que más se adecua al espacio de Olinda, a sus características", afirma la artesana Iza do Amparo desde su particular taller, que mantiene abierto al público y en el que juegan sus nietos. Aun sin medios, las nuevas generaciones tampoco quieren salir: "Toda mi familia es de Olinda y aquí es donde quiero quedarme. ¿Dónde voy a encontrar algo mejor? Tiene el carnaval y fiesta y es animada", declara Genilson Junior, de 15 años, entre la escuela y su casa.

 

MARULL YANA

AFP



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