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La pelea del campo contra la discriminación recién se inicia

Es clave que los referentes del agro no cedan a las presiones. Coparticipar las retenciones es otra trampa que hay que evitar.

BUENOS AIRES.- El paro del campo ha sido un hecho histórico y es probable que constituya un renacer de su -hasta hace poco insignificante- peso político y, consecuentemente, aumente la probabilidad de instrumentar políticas que permitan un mejor aprovechamiento de las oportunidades que brinda la globalización.

Pero mi impresión es que la unión del campo detrás de objetivos comunes será un largo y duro camino acechado por la influencia de una sociedad culturalmente enferma de distribucionismo y por una política dominada por mentalidades populistas. Las reflexiones siguientes apuntan a distinguir las dificultades, en la esperanza de que se eviten las trampas.

 

LA REBELIÓN

 

El paro del campo ha sido un hecho inesperado y extraordinario dadas las dificultades naturales de poner de acuerdo y movilizar a algo más de 200.000 productores individualistas dispersos a lo largo de toda la geografía del país. A esas dificultades naturales se sumaba una dirigencia agropecuaria tradicionalmente desunida en cuatro centrales distintas.

¿Qué es lo que disparó este milagro? En primer lugar, la acumulación de bronca por cinco años de maltrato, prohibición de exportaciones, precios máximos, discriminación y promesas incumplidas y, en segundo término, la resolución unilateral del 11 de marzo que, a días de levantar la cosecha de soja, creó un nuevo régimen de retenciones móviles que de hecho establece una retención marginal del 95%, confiscando a favor del Estado cualquier aumento marginal en el precio.

Este régimen groseramente expropiatorio fue la gota que rebasó el vaso. Luego se sumaron los discursos presidenciales demonizadores del campo y la increíble intervención de D'Elía como fuerza de choque del gobierno.

LA TRAMPA DE LA DISCRIMINACIÓN

Pero las dificultades de transformar el (exitoso) paro agropecuario en políticas válidas y permanentes han de ser muchas y muy importantes. Hay trampas en el camino que habrá que evitar; la primera de ellas se origina en la aceptación generalizada de que el productor chico es bueno y el terrateniente o el pool de siembra, malo.

La exaltación del productor chico y la demonización del productor grande están muy arraigadas en nuestra cultura "solidaria" y explican en buena medida la tradicional desunión de las entidades agropecuarias. Esto es un terreno fértil para la estrategia del gobierno, que intenta quebrar la unidad del sector con su propuesta de mantener el régimen de retenciones móviles y subsidiar sólo a 65.000 productores chicos.

La propuesta del gobierno o variantes similares serían una solución desastrosa. Desde el punto de vista técnico, todos los regímenes de reintegros o subsidios discriminados por tamaño o tipo de explotación son muy difíciles de instrumentar y de controlar, habida cuenta de que el producto del campo son commodities y de que no es posible distinguir si provienen de productores chicos o grandes.

Desde el punto de vista político, la discriminación a favor de productores chicos sería extender el régimen de la dádiva clientelista a otro de los sectores impolutos de nuestra sociedad; así como los beneficiarios de planes sociales o los pobres que reciben dádivas en tiempos electorales, los productores chicos tendrían que mendigar continuamente los beneficios para recibirlos sólo con condicionamientos políticos o económicos.

Las presiones del gobierno para acordar regímenes discriminatorios de este tipo serán enormes, pues la discriminación entre buenos y malos y entre ricos y pobres es la filosofía básica del populismo. Pretenden como siempre quedarse primero con la renta para distribuirla luego "solidariamente" según sus conveniencias políticas. Dividen siempre para reinar.

No hay nada más antidemocrático que plantear regímenes que desigualan ante la ley; no hay nada más ineficiente que suprimir los incentivos para que chicos y grandes produzcan aquello que tiene más valor para el mercado local e internacional.

COPARTICIPACIÓN DE LAS RETENCIONES

Todas las políticas que afectan al campo, incluyendo las retenciones, concentran los ingresos en el gobierno y en el sector urbano, diezmando las economías regionales y los pueblos del interior. "La plata no vuelve, ni en la forma de caminos ni en la de escuelas". La sensación es que se la tragan los Kirchner y su aparato político en Buenos Aires.

Una (aparente) solución "federal" sería la coparticipación automática de (parte o todas) las retenciones. Pero se trata de otra trampa que hay que evitar. En primer lugar, aceptar la coparticipación de las retenciones supone implícitamente conceder que éstas son un recurso válido y permanente de tributación; sería aceptar como normal una discriminación permanente en contra del agro.

En segundo lugar, la coparticipación automática de las retenciones convertiría en socios automáticos del gobierno nacional a todos los gobernadores e intendentes del país, que de aquí en más, con los Kirchner o sin ellos, siempre se asociarían a un gobierno central dispuesto a aumentar las retenciones en

tiempos de bonanza o no eliminarlas en épocas de crisis. Desaparecerían definitivamente los intendentes y gobernadores dispuestos a acompañar las protestas del campo.

En tercer lugar, nada más injusto que el régimen de coparticipación para devolverles a las provincias agropecuarias el fruto de su producción: el sistema de coparticipación tiene criterios muy distintos de la distribución de la producción agropecuaria; por ejemplo, las provincias mineras e hidrocarburíferas recibirían muchos recursos sin haber contribuido a producirlos.

En cuarto lugar, el régimen de coparticipación es un cheque en blanco para que las provincias lo gasten como quieran. Nada las obliga a que los recursos se apliquen a obras que beneficien directamente al agro. Los incentivos políticos siempre estarán para gastar en zonas urbanas, donde hay más votos para captar.

PRINCIPIO IRRENUNCIABLE

En la negociación que se avecina el campo no debería quedar entrampado en propuestas que discriminen entre productores o que acepten como normales y coparticipables las retenciones al sector agropecuario.

El principio irrenunciable es que el campo no debe ser discriminado con retenciones, prohibiciones de exportación o controles de precios, aunque llegar a ese objetivo implique aceptar una transición más o menos prolongada.

En un artículo anterior -"Los impuestos a la exportación agropecuaria" (1)- argumenté extendidamente que el objetivo distributivo debe ser atendido a través de programas focalizados en la extrema pobreza.

El campo debe contribuir a financiar esos programas a través de los impuestos generales que le correspondan, en un pie de igualdad con todos los demás sectores. El objetivo debe ser prescindir definitivamente de las retenciones y reemplazarlas por un cobro efectivo del impuesto a las ganancias, complementado con un impuesto a la tierra que no sea un nuevo tributo discriminatorio sino un pago a cuenta de Ganancias.

Si una parte inevitable de la transición fuera el mantenimiento de parte de las retenciones, las mismas deberían ser tratadas como un ahorro forzoso del campo y no como un recurso definitivo del gobierno nacional.

Esos fondos deberían ser ahorrados en una cuenta especial para ser usados sólo para fines que tengan el consenso de las entidades representativas del sector agropecuario.

CONCLUSIÓN

En definitiva, el campo enfrenta una larga y dura batalla para no ser discriminado directamente -a través de las retenciones, las prohibiciones para exportar o los controles de precios- o indirectamente -por medio de un cierre cada vez mayor de la economía-.

La unidad del campo es esencial, pero también hace falta claridad conceptual para evitar las falsas soluciones.

MARIO TEIJEIRO (*)

(*) Presidente del Centro de Estudios Públicos

(1) Artículo completo:

Los impuestos a la exportación agropecuaria Mario TeijeiroPresidente del Centro de Estudios Públicoshttp://www.cep.org.ar 24 de Septiembre de 2005 La discriminación en contra del sector agropecuario está en el corazón de las politicas distribucionistas. Es que la imposición de las exportaciones agropecuarias es considerada como el instrumento ideal para redistribuir ingresos, ya que simultáneamente reduce la renta de los productores agropecuarios, aumenta los recursos del Estado para sus programas sociales, reduce el precio interno de los alimentos y aumenta el salario real. Su principal problema es que desincentiva la producción, abortando el potencial de crecimiento que permitiría la explotación al máximo de nuestras ventajas competitivas. La solución pasa por el reemplazo de los derechos de exportación por un cobro efectivo del Impuesto a las Ganancias y un fortalecimiento del gasto público focalizado en la extrema pobreza. El sustrato ideológico No es casualidad que la discriminación contra el sector agropecuario empezó simultáneamente con las ideas intervencionistas que prosperaron a partir de 1930. Como consecuencia de la gran depresión, las ideas liberales se desacreditaron y la intervención del Estado comenzó a ser vista como esencial para alcanzar el pleno empleo y paliar los problemas distributivos que amenazaban propagar la revolución bolchevique. Se pasó a creer que el Estado debía garantizar el pleno empleo y además proteger a los pobres a través de múltiples intervenciones como la legislación laboral, el desarrollo de la previsión social, los controles de precios, la estatización de empresas “estratégicas”, la protección de la industria nacional y en nuestro caso particular, la expropiación de la renta de la “oligarquía” agropecuaria. El mercado aparecía como fracasado en los países industriales y nosotros nos sumamos a la oleada ideológica del Estado interventor que decidía sobre la fortuna de sectores elegidos y reprobados, según contribuyeran o no a la “justicia social”. Al terminar con el mercado libre como la regla de juego válida para definir el perfil productivo y la distribución del ingreso, se abrieron las puertas a la puja distributiva arbitrada por el Estado. La justicia social se transformó en el criterio principal para definir la política económica. Como se trata de un criterio opinable, es el Estado el que se arroga el papel de juez mediador entre sectores en pugna. “El campo está ganando más plata que nunca” sentencia Lavagna; y presenta esta afirmación como un argumento inapelable y suficiente para descalificar los pedidos de eliminación de los impuestos a las exportaciones. Pero claro, toda  intervención “justiciera” que castigue a los que ganan plata o subsidie a los ineficientes, es contrario a los principios del mercado. En un capitalismo competitivo ganar plata no debería ser “materia justiciable”; por el contrario, es el instrumento insustituible para que puedan invertir y crecer los sectores más rentables y la economia aproveche así al máximo su potencial de crecimiento. El proteccionismo y el distribucionismo abortan ese mecanismo y devienen así en enemigos irreconciliables de la eficiencia productiva y del crecimiento económico. La hora keynesiana e intervencionista comenzó a revertirse en el mundo desarrollado en los 70 y la mayoría de sus recomendaciones están desacreditadas. Los déficit fiscales demostraron ser incapaces de solucionar el desempleo y además se convirtieron en fuente de inflación y crisis financieras devastadoras. Las empresas públicas demostraron la ineficiencia y corrupción de actividades productivas en manos del Estado. Los controles de precios demostraron ser inútiles. El Estado de Bienestar está mundialmente en retirada, ya que destruye la cultura del trabajo y requiere impuestos crecientes que afectan la competitividad. Pero aún sustentadas por los mismos principios intervencionistas ineficientes, las ideas del proteccionismo industrial y la discriminación a las exportaciones agropecuarias todavía gozan de buena salud[1]. ¿Cuál es la razón? La (persistente) discriminación en contra del sector agropecuario La persistente discriminación en contra del sector agropecuario es consecuencia de que constituye un instrumento aparentemente ideal para redistribuir ingresos. Los impuestos a las exportaciones agropecuarias reducen la renta de los productores agropecuarios, aumentan los recursos del Estado para sus programas sociales, reducen el precio interno de los alimentos y aumentan el salario real de los trabajadores urbanos. Se trata de un instrumento ideal para quienes creen que la distribución del ingreso es el criterio prioritario al momento de decidir la política económica. También es un instrumento ideal para los intereses económicos asociados a la industria y los servicios urbanos, ya que los impuestos al agro implican asalariados con mayor poder de compra de productos industriales y servicios y una menor carga tributaria al sector urbano. Consecuentemente el peso político está absolutamente desbalanceado, ya que la economia rural representa, en la medición más extendida, apenas 20% del PBI. El sector agropecuario parece así condenado a la permanente discriminación: por un lado sus intereses se contraponen con los de los más pobres y por el otro, tiene un escaso peso político frente a las mayorías urbanas y las corporaciones empresarias. Han perdido el derecho republicano de las minorías, a las que se debería respetar su derecho constitucional a comerciar libremente y disponer de lo que el libre comercio les dispense. En una democracia que respetara los derechos de las minorías que consagró la Constitución de 1853, esto sería argumento suficiente para terminar con la discriminación en contra del sector agropecuario, así como otras múltiples discriminaciones que el Estado realiza. Pero estamos en presencia de una democracia con un capitalismo “social”, en los que los derechos de propiedad y del comercio libre han quedado supeditados a los designios distributivos del poder de turno. Pero aún dentro de ese capitalismo “social”, no debería bastar con que las discriminaciones sean aparentemente “justas” sino también que los costos que implican al interés colectivo no sean substanciales. Así es posible criticar estas discriminaciones a partir de la existencia de alternativas mejores, que logren beneficios distributivos más focalizados con costos mucho menores en cuanto a eficiencia productiva y crecimiento económico. Sin renunciar al principio de la libertad de comercio, el argumento central de esta nota es que los derechos de exportación ni siquiera se justifican dentro de la lógica de un capitalismo social “racional”, definido como aquél que pondera adecuadamente los costos y beneficios de sus acciones distributivas. Las verdades a medias La imagen es que los impuestos a la exportación extraen la renta de “oligarcas” agropecuarios para beneficiar a los asalariados pobres. Últimamente el Ministro Lavagna también ha oficializado la visión que los impuestos a la exportación no son distorsivos, ya que sustituyen el impuesto a las Ganancias que el sector agropecuario evade. Estos argumentos son verdades parciales e insuficientes para justificar los derechos de exportación frente a alternativas menos costosas para lograr el objetivo distributivo. En primer lugar, el impuesto a la exportación no solo disminuye la rentabilidad del productor “rico” de la pampa húmeda, también imposibilita económicamente la producción en tierras marginales. El derecho de exportación margina definitivamente a productores pobres y condena a la extrema pobreza a la población rural que podría emplearse con una frontera agropecuaria expandida. Los derechos de exportación atentan así contra los intereses del interior rural y son inconsistentes con el declamado objetivo de equilibrar económicamente al país.  En segundo lugar, los impuestos a la exportación son un instrumento ineficiente para beneficiar a los pobres. Esto es así ya que el impuesto abarata los precios de los alimentos para todos los consumidores, incluso para aquellos consumidores urbanos de ingresos superiores a los de la mayoría de los productores rurales. El objetivo distributivo debería focalizarse en los más necesitados, no en los consumidores de alimentos (que somos todos), evitando así la injusticia de productores rurales pobres subsidiando a consumidores urbanos ricos. En tercer lugar, el argumento que los impuestos a la exportación no son distorsivos es absolutamente falaz. Son inexcusablemente distorsivos pues afectan las decisiones de producir, abortando el crecimiento productivo que estaría asociado a la recepción plena del precio internacional. El argumento de la evasión fiscal no los transforma en inocuos, ya que desincentiva mucho más quitarle al productor una parte substancial del precio, que cobrarle un impuesto a las ganancias en la medida que existan utilidades después de recibir el precio pleno. Por otro lado, evasión existe en todos los sectores, incluso en el industrial. ¿Acaso no debería eliminarse la protección industrial con el mismo argumento?. Es que no tiene sentido perjudicar a todos los integrantes de un sector por comportamientos impositivos dispares entre productores. Aún cuando los derechos de exportación fueran equivalentes a la potencial recaudación del impuesto a la Ganancias del sector agropecuario, serían injustos, porque castigan al productor que (además de sufrir el derecho de exportación) cumple (con el impuesto a las Ganancias).   La alternativa racional La eliminación de los derechos de exportación debería ser un objetivo prioritario para evitar las redistribuciones injustas y la imposición que penaliza el crecimiento agropecuario. ¿Cuál es la alternativa?. Ante todo, reemplazar la recaudación de derechos de exportación por un cobro efectivo y pleno del Impuesto a las Ganancias del sector agropecuario, a tasas idénticas a las que se grava al resto de los sectores económicos. ¿Pero cómo hacer para que miles de productores agropecuarios se acostumbren a declarar transparentemente sus ingresos?. Ante todo, la voluntad de pagar el impuesto a las Ganancias debería ser muy distinta si el productor recibiera el precio internacional y no se sintiera expoliado injustamente. ¿Es posible que el vicio evasor subsista extendidamente a pesar de terminar con la discriminación?. Es posible; y si este fuera el caso, el gobierno cuenta con la alternativa de utilizar mecanismos no distorsivos de recaudación. El instrumento más eficiente para cumplir con ese rol sería una sobretasa al impuesto inmobiliario, recaudada por el gobierno nacional, cuyo valor dependiera de la renta potencial del predio. Esta sobretasa no debería operar como un nuevo impuesto sino como un impuesto mínimo, a cuenta del Impuesto a las Ganancias. La eliminación de los derechos de exportación aumentaría los precios de los alimentos. ¿Cómo evitar su impacto sobre los más necesitados? La forma más simple seria eliminar el IVA sobre los alimentos, pero no es el instrumento ideal, ya que: a) abarata los alimentos a los sectores de altos ingresos cuya desgravación no se justifica, b) reduce la recaudación tributaria por encima de lo necesario y c) dificulta el control del IVA, en comercios que venden conjuntamente productos gravados y no gravados. La forma más racional es focalizar la política distributiva en función de la pobreza y no en función del consumo de alimentos. Una combinación posible sería reforzar aquellos programas focalizados en la pobreza y limitar la desgravación del IVA sólo a algunos productos alimenticios básicos. Esta propuesta no es fiscalmente neutral, ya que la recaudación de derechos de exportación excede hoy el impuesto a las Ganancias que le correspondería pagar al sector agropecuario. Si a esto le sumamos la necesidad de reforzar algunos programas de atención a la extrema pobreza, el impacto neto sería una disminución del superávit fiscal. Pero este impacto fiscal es deseable y es posible. Es deseable pues se trata de revertir el peso del sector público sobre la competitividad y el crecimiento económico. Es posible en tanto el crecimiento de la recaudación se destine a bajar impuestos en lugar de realizar obras públicas ineficientes o aumentar gastos salariales sin la contrapartida de reducciones en el empleo clientelista. Conclusión La permanencia de los derechos de exportación no se justifica por razones distributivas, pues existen mejores alternativas para atender el objetivo distributivo sin perjudicar el crecimiento económico. La persistente discriminación contra el sector agropecuario se explica (pero no se justifica) por su escaso peso político frente a los votos urbanos y frente al poder de lobby de las corporaciones empresarias.En el artículo “El retorno del proteccionismo industrial” sostuve que la protección arancelaria discriminatoria no tiene sustento ni en criterios distributivos ni de eficiencia económica.

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