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"El piquete paquete"

El lunes 12 de mayo había quedado en encontrarme en Callao y Santa Fe con mi hija menor, Emilia. Mientras la esperaba, me llamó la atención el despliegue policial, patrulleros y motos, que impedía que los autos que venían por Callao doblaran hacia el lado de la avenida 9 de julio. Luego, por sobre el ruido de silbatos policiales, comencé a escuchar un rumor creciente de tapas de ollas que se acercaba. Cuando miro hacia el lado de plaza San Martín venía un compacto conjunto con carteles individuales (nada de pancartas) escritos en computadoras, con leyendas tales como: "No se metan con el campo", "El campo en lucha" y otros ditirambos de corte rural.

En eso, llegó mi hija y la alegría de verla me distrajo por un momento. La invité a participar de la observación de tan insólito como inesperado evento y ella, curiosa, me hizo el aguante.

Al frente del pintoresco conjunto venían unos señores de traje gris, cruzado, camisas donde predominaba el celeste intenso y corbatas con motivos clásicos. Las señoras, con tapados de paño y algún aplique de piel juntaban, en la primera fila nomás, más años que la patria y atrás seguían huestes más o menos del mismo tipo. Casi todos con su respectivo cartelito computarizado y algunas ollas, casi nuevas, lo que explica la floración de "delivery" de comidas en la zona.

Jóvenes, por supuesto, rubios, bien vestidos y alimentados y con todas la vacunas, estudiantes casi seguramente a juzgar por algún libro abajo del brazo y seguramente también usufructuarios de la renta de algún campo de la tan extensa como generosa Pampa Húmeda argentina.

Las señoras, con un fervor digno de mejor causa, impulsaban consignas levantando los brazos con la elasticidad propia de los parquímetros porteños, aunque otras más jóvenes y vestidas con "joggings" , seguramente sorprendidas por el patriotismo a la salida del gimnasio, lo hacían con una particular gracia, también propia de mejores causas, aunque no pude imaginar más que una o dos.

Miré a mi hija, esperando que nada de esto se me reflejara en el rostro y percibí que el frente interno se me derrumbaba a pedazos: Emilia había encontrado tres o cuatro ex compañeras de colegio y se estaban saludando con las sonrisas, grititos, besos y abrazos cariñosos con los que las mujeres celebran los encuentros inesperados. La conversación -si así puede llamarse a cinco mujeres hablando al mismo tiempo- se prolongaba, lo que me hizo pensar en una pequeña victoria: había conseguido que desertaran por lo menos cuatro manifestantes.

El diario "La Nación" habló de combativos 500 manifestantes. Con alguna experiencia en marchas, manifestaciones, caravanas, concilios, congresos y aglomeraciones varias, puedo decir que los valientes y esforzados ciudadanos no excedían de 200, aunque mucho más perfumados y elegantes que la enorme mayoría de los manifestantes que yo he conocido . Algo me he perdido en la vida.

Luego de atronar el espacio campestre de Callao y Santa Fe durante diez minutos y de autoconvocarse para futuras jornadas de lucha, que incluían la ampliación a otros puntos de concentración también de características combativas como Callao y Quintana, por ejemplo, lentamente se fueron disolviendo.

-"¿Vos podés creer que Barbarita perdió el avión en Nueva York?", le decía al pasar junto a mí una señora a su acompañante, mientras los atildados maridos caminaban tres pasos atrás, comentando a cuánto se compraba el dólar en las "cuevas" de Buenos Aires. El nivel político se percibía en el aire.

Al lado mío -y envuelto en una bandera argentina- un joven con boina y bombachas de Cardon vociferaba:"No jodan con el campo" y su voz tenía un no sé qué intimidatorio.

Pensé en lo peligroso que habían descrito a D'Elía y -viendo a los señores de traje gris que hablaban de las cotizaciones cueveras- pensé que a veces el peligro, como el demonio, toma las formas más seductoras e inesperadas.

A los quince minutos sólo quedaban los policías federales en tan campestre como heroico espacio cívico.

Emilita y yo nos fuimos a comer. La pasamos bárbaro.

 

Rodolfo Ponce de León

Roca



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