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"¿Quién educa a nuestros hijos?"

El señor Buch ("Río Negro", 10/3/08) apunta esta vez a las causas profundas del fracaso educativo y, aunque no lo diga, hay -creo-, en lo suyo, un planteo ético. Comparto en general su punto de vista y me atrevería a reducir todas esas causas a una: parvulocracia.

Los niños mandan. Esto es un hecho y los padres que de algún modo intentan remontar la corriente se sienten desarmados frente a la insistente aplicación de teorías pedagógicas que los descalifican cada vez que intentan proteger a sus hijos apelando al sentido común. Los que alguna información tienen acerca de las hipótesis en boga terminan confundidos, llenos de inseguridades que inmediatamente advierten los destinatarios de ésa, su irrenunciable misión educativa.

Ya nadie sabe dónde está y lo que es peor aún, unido ello al relativismo moral que espantaba a Albert Einstein, ya nadie se atreve a reconocer en sus principios, aquellos que aprendiera de sus mayores, un norte seguro, inconmovible, que ha de inculcar pacientemente y sin culpa a sus hijos. ¿Puede la escuela suplir esa tarea? No. Sólo podría fortalecerla. Pero puede también ayudar a su fracaso. Para el padre inteligente, su gran aliado era el sentido común. Sabía que exigir lo razonable en su justa medida no podía ser objeto de cuestionamiento. Exigir era por entonces posible. Y como la vida está llena de exigencias, para con el prójimo y también para consigo mismo, las limitaciones tenían una fundamentación natural: la existencia del otro con sus libertades y derechos. El énfasis, claro está, debía ser puesto en los deberes.

Que los niños mandan es un hecho. Ya hay alguna literatura que habla del niño emperador. Y va ello necesariamente acompañado de una claudicación del adulto, más preocupado por el miedo al ridículo que por las consecuencias de su inacción. Todavía hay quienes creen que las cosas han de solucionarse cambiando planes de estudio, el diseño curricular, como suele ahora llamársele. "Roma locuta, causa finita", decíase en la antigüedad. ¿Y tiene alguien por verdad que cuando habla Roma, termina la causa? ¿Es que hay acaso alguna forma de enseñar a quien no quiere aprender, a quien no desea invertir en su futuro? Porque estudiar implica una espera y un esfuerzo y todo esfuerzo, como toda postergación, reclama por su sentido. Y entonces, ¿para qué habría alguien de hacerlo? ¿No ha de ser acaso el mundo una fiesta? Así parece hoy entenderse. Y a la hora de repartir responsabilidades, ¿no habremos de preguntarnos si ha nacido el maestro capaz de transmitir en medio de la indiferencia colectiva, del cinismo y de la intolerancia? ¿Y qué decir del padre normal que advierte que no puede tener el control de lo que el medio esparce a diario dentro y fuera de su casa, pero que sabe también que no puede reducir a sus hijos a la rutina y a las exigencias propias de un convento de clausura?

Una ética sin una reconocida escala de valores es imposible. ¿Y cuáles son los que hoy suplen a aquellos que nos inculcaran en el hogar y en la escuela? Hemos arrojado por la borda milenios, como si la experiencia histórica careciera en absoluto de interés y no fuera respetable. Y lo hemos hecho en beneficio de teorías cuya aplicación hemos generalizado sin la menor preocupación por su validez científica. El sentido común ha muerto. Hemos preferido lo conjetural a lo práctico. Y así estamos.

Carlos Yácubsohn, DNI 5.809.394 - Roca



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