Dos años atrás, cuando los precios ya se habían disparado sin disimulo superando los dos dígitos para todo el 2005, asumió un funcionario que muy pronto se hizo famoso por sus métodos dictatoriales en una nueva secretaría, la de Comercio Interior. Guillermo Moreno tomó el cargo en abril del 2006 para poner coto a la suba de la carne, tras la primera prohibición a la exportación decretada semanas antes por la ministra Felisa Miceli. La primera resolución de su flamante secretaría desempolvó una ley de junio de 1974 cuya vigencia estaba –y sigue estando– suspendida desde 1991: la Ley de Abastecimiento y Represión del Agio. En su nombre Moreno impuso precios máximos para la carne, los que constituyeron una flagrante violación al régimen legal, interviniendo el libre comercio e impidiendo que funcionara la economía de mercado, con pésimas consecuencias de largo plazo para el sector. A fin de ese año el secretario, que había prometido vanamente “inflación cero” para junio del 2006, descubrió que había un atajo que estaba disponible a “bajo costo”: la intervención del INDEC, con la finalidad de manipular el índice de precios minoristas de la Capital y GBA, conocido como IPC. La elaboración de un nuevo IPC, basado en una discutible metodología que se estaría probando en Estados Unidos, choca con la resistencia de altos funcionarios del gobierno y, lo más importante, con la reprobación de gran parte de la opinión pública, que es justamente a la que van dirigidos estos esfuerzos de simulación. La metodología consiste en tomar una canasta móvil en la que los bienes que más se encarecen son sustituidos por otros que se mantienen más económicos, emulando lo que sería el comportamiento racional de un consumidor de presupuesto restringido. Sin embargo, la medición oficial de la inflación es una de las formas más transparentes de control republicano de una de las instituciones más independientes y poderosas que tiene el Estado: el Banco Central. Por ello, medir una canasta amplia y fija es la única forma de merituar el efecto de la emisión de dinero sobre su propio valor. Una canasta móvil, que sirve para conocer cuál es la capacidad de consumo de la población, disimula –por definición– los excesos de emisión monetaria, pues elige los bienes de menor aumento de cada medición. Es un mal indicador, desde el punto de vista del control republicano que la ciudadanía puede ejercer a diario de manera sencilla, y por ello no debería ser implementado como el índice oficial de inflación, así como tampoco habría que dejar de lado el de canasta fija. ¿Qué es lo que pretende controlar Moreno al respecto? Que haya un margen de rentabilidad “razonable”, es decir, equivalente para todas las ramas productivas en todo momento. Esta medida –por definición– desalienta toda inversión de riesgo, que no se dirige sino a aprovechar los márgenes de rentabilidad que están inusitadamente altos en un momento determinado. Es otra pésima decisión, en aras de controlar un fenómeno que tiene otra causa, la emisión monetaria, y otro responsable, el presidente del BCRA. Pero, además, Moreno no tiene facultades para hacerlo. El permiso que da la Ley de Lealtad Comercial para inspeccionar los libros de las empresas es al solo efecto de comprobar el cumplimiento del objeto de dicha ley, el cual consiste exclusivamente en controlar que la información (origen, peso, marca, etcétera) vertida en los “envases, etiquetas o envoltorios de los frutos y los productos que se comercialicen en el país envasados” sea veraz. Pero, para ello, el Estado no necesita acceder a información privada de las empresas productoras. La empresa ofrece libremente su producto; el consumidor, asistido por el Estado, comprueba la veracidad de la información y este último, en su caso, sanciona la deslealtad. La facultad de inspección que confiere el inciso en cuestión es excesiva y es ésta, incluso, una excelente oportunidad para derogarlo.
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