Misión cumplida. Moneda tomada. Presidente muerto –comunicó el general Javier Palacios a sus mandos. Corrían los primeros minutos de la tarde del 11 de setiembre de 1973 en Chile. –Tapen el cuerpo –ordenó a los comandos que lo acompañaban y volvió a mirar el cadáver que, sentado, tenía enfrente. Salvador Allende acababa de suicidarse. Había cumplido su palabra: no se rendiría, pelearía en defensa del gobierno que legítimamente lideraba. Pelearía. Peleó. Ventana por ventana. Escalera por escalera. Pasillo por pasillo. Así peleó. Así entró en la historia, con honor. Cualquiera sea el juicio que merezca su gobierno, sería miserable negarle ese honor. Al general Javier Palacios la decisión de Allende le generó admiración. Tanto, que cosechó el enojo de algunos de sus pares por seguir llamando “presidente” a ese cuerpo con la bóveda de la cabeza destrozada por el disparo del A K 47 con que se había matado. Salvador Allende, un hombre del cual Augusto Pinochet diría que era un simple “huevón, maricón”. Rústico y fascista el general Pinochet, que hasta 48 horas antes de aquel golpe se cuadraba y juraba fidelidad al mandatario. –Se suicidó con la metralleta que le había regalado Fidel Castro. Yo la tuve en mis manos. “Fue muy valiente, muy varonil. Hay que reconocer las cosas. Él dijo que no entregaba el mando y que estaba dispuesto a cualquier cosa. Era excelente tirador. Antes de entrar (a la Moneda) yo lo veía desde la calle cuando se asomaba; de vez en cuando sacaba la metralleta y disparaba”, declaró el general Palacios años después de aquel 11 de setiembre. Alguien trajo un poncho boliviano y tapó el cuerpo. El combate en la Moneda tocaba su fin. El incendio provocado por las bombas descargadas por los Hawker Hunter de la Fuerza Aérea Chilena perduraba. Las fotos sobre lo que sucedía en Santiago inundaban las redacciones de todo el mundo: Allende con casco junto a un joven armado de AK 47 mirando hacia el cielo desde el frente del Palacio Presidencial. Detrás de él, un hombre de bigotes gruesos y nariz de boxeador. Médico. Socialista. Hoy, con 35 años más, vive en Barcelona. Y aquella otra, la de un joven instalando un fusil ametralladora punto 30 en un balcón de La Moneda que da a la Plaza de la Constitución. Rubio. Mechón rebelde. Polera clara. Se llamaba Antonio Aguirre Vázquez. Era miembro del GAP (Grupo Amigos del Presidente). Cayó herido. La última vez que lo vieron los golpistas lo llevaban a golpes y patadas rumbo a una ambulancia. Lo trasladaron a la “Posta Central, desde donde lo sacaron días después”, cuenta la periodista Mónica González en “Chile, la conjura”. Y entonces, el joven de mechón rebelde es un desaparecido. (*) La foto que acompaña estas líneas está contenida en “Salvador Allende, una época en blanco y negro”, de los historiadores y diseñadores gráficos argentinos Fernando García y Oscar Sola, con relatos de las fotografías a cargo de la chilena Alejandra Rojas; Edt. “El País-Aguilar”; Bs. As., 1998, página 194.
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