Ray Stanford estaciona detrás de un restaurante de barrio en una avenida comercial. Con botas de caña alta y una mochila a la espalda, se dirige a los matorrales en la parte trasera del local y se interna bordeando la ribera de un arroyo salpicada de papeles y vasos de cartón descartados. Ha venido a rastrear dinosaurios. Stanford, un texano de 69 años, ha estado revisando los lechos de los arroyos de Maryland en busca de fósiles de dinosaurios desde hace 13 años. El resultado es una colección sin precedentes de huellas que dejaron esos enormes animales hace 112 millones de años en un área donde no se habían reportado antes. Stanford parece lo más alejado a la imagen convencional de un científico, y su falta de entrenamiento formal –apenas tiene un diploma de la secundaria– es sólo una de las cuestiones. Su primera pasión, la que sigue explorando, son los objetos voladores no identificados, aunque prefiere denominarlos “objetos aéreos anómalos”. El interés por los dinosaurios sobrevino más tarde, con no menos pasión. En su búsqueda ha hallado cientos de huellas en los suburbios de Washington y Baltimore que revelan una extraordinaria diversidad de animales que vivieron en un mismo lugar durante el primer período del cretáceo, aproximadamente el doble de las variedades que se habían detectado hasta ahora de ese período geológico. Y ha hallado los restos fosilizados de lo que él y un paleontólogo de la Universidad Johns Hopkins creen que es una especie antes desconocida. “Yo me limito a encontrar cosas. No sé por qué”, admite Stanford. Sus descubrimientos le han granjeado el respeto de los científicos, pese a sus inusuales antecedentes para la actividad. Ha colaborado con doctores en sus trabajos y lo hace con el Instituto Smithsoniano para hallar un espacio permanente para su colección. Matthew Carrano, curador de dinosaurios en el Museo Nacional Smithsoniano de Historia Natural en Washington, está acostumbrado a recibir llamados de gente que cree haber hallado huellas o huevos de dinosaurio. Por lo general están equivocados. Stanford era diferente. “No me mostró nada que yo no pensara que era una huella”, afirmó. Stanford hizo su primer descubrimiento en 1994, cuando buscaba artefactos indígenas junto con sus hijos entonces adolescentes. Después de haber leído bastante sobre dinosaurios, halló algo que le pareció que podía ser una huella. Semanas más tarde vio algo parecido. De pronto se le iluminó la lamparita y se dijo: “¡Son huellas de iguanodonte!”. David Weishampel, un paleontólogo de Johns Hopkins que planea publicar un informe con Stanford sobre la nueva especie de dinosaurio que halló, dice que el número de huellas detectadas por aquél es notable. Hay un factor que ha facilitado la detección de huellas en las últimas décadas: el auge de la construcción. El rápido desarrollo edilicio ha acelerado la erosión del terreno y dejado al descubierto rocas donde están impresas las huellas. Recoger los fragmentos que son empujados por la corriente de los arroyos es una “misión de rescate –dice Stanford–; una vez que llegan al (río) Potomac, no queda ninguna oportunidad de encontrarlos”. Stanford impresiona a los paleontólogos no solamente por su habilidad para divisar las huellas sino también para identificarlas e interpretarlas. Mientras muestra a un visitante la sala de su casa, llena de fósiles, recuerda cómo los encontró. Es capaz de indicar qué clase de dinosaurio dejó cada huella y con qué pata y de señalar si el animal estaba corriendo, resbalando o agazapándose, y a menudo hace conjeturas sobre las circunstancias en que lo hacía: “Éste estaba corriendo –dice señalando un fragmento que muestra dos huellas diferentes–. No sabemos si fueron impresas al mismo tiempo, pero aquí hay un dinosaurio más grande... casi podría pensarse que estaba corriendo detrás de este otro”. “En muchos casos probablemente está en lo cierto –dice Weishampel sobre las narraciones de Stanford–, pero también tiene una buena imaginación, que es una de las herramientas que los paleontólogos especializados en dinosaurios necesitan decididamente”. Stanford dice ser un escéptico de corazón. Aunque le han fascinado los ovnis desde los nueve años, dice que no es un entusiasta de los platillos voladores. Su objetivo, asegura, es aplicar métodos científicos para aprender sobre dichos fenómenos. Con respaldo de algunos interesados, inició el Proyecto Starlight Internacional en los años ’60 y se puso a buscar evidencias. Con el tiempo, el centro empezó a usar equipos modernos como cámaras espectrográficas y magnetómetros. Aunque Stanford rompió con la organización en la década del ’80, continúa su propia investigación. En cuanto a los dinosaurios, Stanford desea transferir su colección de huellas al Smithsoniano antes de mudarse a Texas cuando su esposa se retire de su trabajo en la NASA. Su esperanza es que sean expuestas algún día en el museo de historia natural.
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