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¿Qué habrá sido de ella?
La década del ’80 y parte de la del ’90 fueron para Perú sinónimo de violencia extrema, un proceso que los reporteros gráficos dejaron inmortalizado. Como siempre, son las fotos las que nos explican situaciones límite.

La foto tiene algo más de 20 años. Y, si sobrevivió a aquel tiempo de sangre y muerte, la campesina ya no hará guardia. Pero seguirá doblando su cuerpo sobre la tierra para sacarle algo de vida. Quizá incluso ignore que su figura recortada en un amanecer heredero de una noche tensa recorrió el mundo como expresión de un tiempo en que Perú se hundió en una violencia cuyo recuerdo estremece. El saldo habla por sí solo: más de 30.000 muertos y desaparecidos.
Pobre, muy pobre el grueso de ellos. Pobreza sin metáforas.
Esa pobreza que alguna vez le hizo decir al mexicano Octavio Paz que “no hay lenguaje para describirla”.
–Estando prisionero en Auschwitz, me preguntaba dónde estaba Dios ante tanto horror –reflexionó años atrás en Buenos Aires ese ser inmensamente digno que es Ely Wiesel.
Reflexión atemporal. Porque, si realmente existís, ¿dónde estabas Dios ante tanta vida sometida a tanto desgarro en aquel Perú tan cercano? ¿Dónde estás donde sólo imperan la muerte, la miseria, el genocidio... en fin, las mil caras de la violencia?
Agrede la inteligencia creer que aquella lava de muerte y más muerte que definió al Perú de los ’80 hasta avanzados los ’90 arrancó el día en que Sendero Luminoso soltó sus sueños de poder. Y que fue más muerte y muerte el día en que, en un típico clásico latinoamericano, el Estado peruano le respondió con la ferocidad habitual para las circunstancias.
Y así, el país enfiló sin más rumbo a lo que el británico Ian Kershaw define como “radicalización acumulativa de posiciones y acciones”. Ir a los extremos seducidos por más extremos.
Muerto por muerto. Masacre por masacre. Desaparición por desaparición. FAL o machete, sangre a sangre. Se mató incluso por lapidación. Casi bíblico.
Cuerpos abiertos en canal. Racimos de seres atados y dinamitados. Metro a metro en carrera por quién mataba más.
“La violencia en el Perú es muy antigua. No sólo se reduce a una relación étnico estamental de racismo y discriminación sino que se apropia y se introduce conflictivamente en la vida cotidiana de los hombres. Cada espacio de socialización será un escenario donde se recrea la violencia. Ya sea en el espacio público o en el espacio privado. En todas ellas, la violencia se verá exacerbada por las exclusiones, las asimetrías y el manto envolvente de la pobreza”, escribe el investigador Marcelino Varillas Castillo en “Una aproximación al universo simbólico del senderista”.
Y ahí está la campesina.
Escopeta en mano. Viendo cómo las sombras de la noche se diluyen y la neblina andina las sustituye.
La foto la captó Paul Vallejos, de la muy limeña revista “Caretas”.
A lo lejos, los cerros cargados de “terrucos” (senderistas) esperando la ocasión. Cerca de ella y agazapados, seguramente, los “sinchis”, cuerpo de choque. Enmascarados. Muy pocas veces en aquellos años tan terribles se les vio el rostro. “Entrenamiento duro, combate fácil”, gritaban en los salitrales del sur peruano mientras, munidos de cuchillos corvos, en dos golpes cortaban una cubierta de auto.
En aquel amanecer de hace más de dos décadas la campesina estaba terminando su guardia como miembro de rondas de autodefensa organizadas por los militares peruanos para cuidar aldeas. Quizá fue una noche tranquila. Sin gritos milenarios ni gorgoteo de gargantas degolladas.
¿Qué habrá sido de esa campesina?

 



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