La vorágine impositiva, la corrupción, el clientelismo y el despilfarro de los fondos públicos caracterizan a una Argentina en donde la trampa y el saqueo han reemplazado la cultura del trabajo y del esfuerzo. Los escándalos de corrupción que surgieron en los últimos tiempos en la Argentina habrían hecho caer el gobierno de cualquier país medianamente organizado. Sin embargo, pareciera que, si bien la gente repudia casos como los de Skanska, la bolsa de dinero en el baño de la ex ministra Miceli, las valijas de Antonini Wilson o tantos otros que podríamos nombrar, decía, si bien la gente parece repudiarlos, es como si los aceptara como un dato de la realidad. No los aprueba pero tampoco sale a hacer marchas por la calle para pronunciarse en contra de semejantes cosas. Evidentemente, el argentino se ha acostumbrado a ciertas reglas de juego perversas y sólo se produce alguna reacción social de envergadura cuando a la gente le meten la mano en el bolsillo –como fue el caso del corralito– o cuando tiene lugar algún estallido inflacionario. Los argentinos nos hemos acostumbrado a vivir bajo reglas tramposas donde todo es cínico y mentiroso. Los gobiernos nos expolian con impuestos hasta niveles insospechados. Esas delirantes cargas tributarias siempre son presentadas como impuestos que tienen que cobrarse en nombre de la justicia social; sin embargo, todos saben que ni el dinero va a parar a los destinos sociales a los que dicen ser asignados ni la gente cumple con todos los impuestos que tiene que pagar. Salvo en contados casos, el contribuyente paga todo, y es cuando éste tiene una alta exposición pública o por la envergadura de la empresa se hace imposible evadir. Desde el punto de vista fiscal todo es una mentira. Los impuestos son confiscatorios y distorsivos, la plata que se recauda se pierde en los pliegues de una burocracia que tiene que sobrevivir a cualquier costo, cuando no se destina a financiar actos de corrupción o clientelismo político. La información que acaba de dar el nuevo jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires sobre los ñoquis que descubrieron es sólo un pequeño botón de muestra de lo que es la administración pública nacional, provincial y municipal en todo el territorio argentino. La creencia popular es que la economía de mercado es igual a la ley de selva, según la cual unos matan a otros para poder sobrevivir. La realidad es que las reglas que imperan en la Argentina, que lejos están de ser las de una economía de mercado, son justamente equiparables a la ley de la selva, donde el más fuerte se devora al más débil o, si se prefiere, donde impera el salvajismo más atroz fruto de la omnipresencia estatal. Proteccionismo, subsidios de todo tipo, dirigentes sindicales que usan la amenaza como forma de “conquistas” sociales, piqueteros con fuerzas de choque, dirigentes políticos que pueden formular las declaraciones más descaradas sin que se les mueva un pelo mientras usan el dinero de los contribuyentes para establecer sus esquemas de poder, gente que se siente con derecho a que otro le pague la vivienda sin explicar por qué el otro tiene esa obligación, pedidos para que se creen bancos que les den créditos baratos a determinadas empresas... en definitiva, los argentinos nos acostumbramos a vivir bajo un sistema que, en vez de crear riqueza, la destruye. Vivimos en un saqueo generalizado, y lo peor es que un gobierno atrás de otro han estimulado ese sistema de vida, siendo el Estado, obviamente, parte del saqueo, cuando no el que lo lidera. En la selva, unos animales matan a otros por hambre. En la Argentina, unos matan a otros –económicamente hablando– por codicia y poder. Causa indignación escuchar a algunos recaudadores tributarios formulando discursos sobre la inmoralidad de no pagar los impuestos mientras la corrupción y el despilfarro de los fondos públicos es cosa de todos los días. ¿Con qué autoridad moral se exige tanto cumplimiento impositivo si el Estado despilfarra descaradamente los impuestos y, encima, se da el gusto de no informar sobre cómo los gasta? No hay comportamiento más inmoral que el de quitarle el fruto del trabajo a la gente para despilfarrarlo en subsidios, prebendas, corrupción y burocracia, gracias al monopolio de la fuerza que detenta el Estado. A nuestro país le cae como anillo al dedo aquella vieja frase que dice: “No robe. Al Estado no le gusta la competencia”. La Argentina debe ser uno de los pocos países que, de la noche a la mañana, mediante fabulosas transferencias patrimoniales transforma a pobres en ricos y a ricos en pobres. Pocos son los que esperan construir su futuro sobre la base del fruto de su trabajo. Más bien, cada uno aprovecha los bruscos cambios de los precios relativos para acaparar una fortuna, la cual, si no es precavido, puede perder en la próxima crisis. Todos aprovechan el momento; mañana verán. Como el objetivo básico no es crear riqueza sino apoderarse del trabajo de los otros, y todos sabemos que ésa es la regla, no podemos esperar otra cosa más que la continuación de esta larga decadencia que venimos padeciendo. Y esto seguirá así hasta que se produzca la próxima crisis económica. Puede ser que en ese momento recuperemos la cordura y, de una vez por todas, dejemos la trampa y el saqueo de lado y adoptemos la cultura del trabajo y el esfuerzo como forma de vida. Claro que el primer ejemplo como muestra de un nuevo camino deberá venir de los gobernantes.
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