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Rita y Pascual Tronelli, \"inmigrantes y laburantes\"

Los hermanos Tronelli llegaron al Alto Valle después de la Segunda Guerra Mundial. El padre de ambos fue el primero en venir y en esta región encontró parientes. Desde distintas experiencias, estuvieron toda su vida ligados a la producción.

Rita y Pascual Tronelli nacieron en la provincia de Ascoli Piceno, en el pueblo de Monte Vidón Corraro. Hijos de Primo Tronelli y de Lionella Di Lucca, inmigrantes de posguerra, gotas de la última gran oleada de extranjeros que llegó a este país durante el siglo XX.

La historia de esta familia no es muy diferente a la de tantos italianos que llegaron al Valle. Aun así, tiene sus peculiaridades. Producto del trabajo duro, conocieron el progreso, aun cuando fue diverso para los hombres y las mujeres de la familia.

Rita Tronelli, al igual que su hermano, no conoce el descanso. Son de esas personas que se sienten mejor trabajando que de vacaciones. Desde que recuerdan tienen responsabilidades y el reposo es tal si sirve para estar en familia. Tienen claro que son reflejo de una cultura.

"Mi papá hizo 7 años de guerra -cuenta Rita-. Luego hizo su familia y crecimos temiendo una nueva guerra. Ése fue el motivo por el que decidieron dejar Europa. El primero en migrar fue mi papá; luego, en distintas etapas, viajamos nosotros", resume.

A Primo Tronelli lo convenció de salir de Italia un hombre de su pueblo. Él le decía que sacara a su hijo del país porque si venía otro conflicto lo iban a mandar al frente. En ese momento la Argentina estaba bien y Tronelli se animó a dar el primer paso. Un año más tarde, llegó su hijo y, dos años después, el resto de la familia.

"Mi mamá no quería venir -recuerda Rita- pero su hijo era la luz de sus ojos. Ella lo quería muchísimo a mi hermano y entonces no tuvo alternativa. Cuando nació mi hermano en Italia estaba todo racionado... mi mamá contaba que ella dejaba de comer para darle a su hijo. Yo mucho no me acuerdo de la guerra y mis padres no contaban mucho. Mi papá había vuelto sordo del frente y de mi pueblo fue el único que se salvó. Mi mamá le rezó tanto a Santa Rita para que volviera con vida que en agradecimiento me puso Rita".

En Italia -cuentan- vivían bien, eran personas de trabajo. Pero el tiempo de entreguerras fue demasiado cruel e incierto como para no optar por una alternativa prometedora. "En Italia teníamos una casa de tres pisos, como se usaba en esa zona, fría y nevadora. La parte más baja era el establo y arriba estaba la familia. Siempre teníamos una pala a mano para sacar nieve de la puerta de casa", recuerda Rita.

Una de las industrias más importantes de esa región de Italia era la fabricación de sombreros. Lionella trabajó años en este oficio y cuando su hija cumplió 8 años ya bordaba sobre los bolsos que se hacían con el mismo material: las varas de trigo.

Primo Tronelli, en cambio, trabajaba en la municipalidad y en el campo, de modo que al llegar a la Argentina tuvo que aprender nuevos oficios, los que ofrecía esta región del país. El primer trabajo que tuvo aquí fue en Bahía Blanca. "Trabajó en la construcción del gran desagüe de Bahía Blanca y luego vino acá, cuando ubicó a unos parientes, unos primos segundos de apellido Tronelli a quienes no conocía".

Ya establecido en General Roca, Primo trabajó en un horno de ladrillos y después en la fruta. "Mi papá -completa Rita- trabajó en un horno de ladrillos que era de los Biancuzzi y de su tío Orlando Tronelli. Después trabajó en la fruta. Él estuvo bien. Mi mamá no se adaptó nunca, lloraba con frecuencia. Se quedaba sola todo el día, por eso no pudo aprender a hablar bien el castellano".

Un año después de su llegada, Primo mandó la llamada a su hijo. Pascual recuerda su salida de Italia, el largo viaje solo en el barco. "Yo tenía 16 años, era un poco pajuerano. Como era menor, andaba siempre con otra gente. Paramos en España unos días y visitamos la ciudad y, por correr atrás de los mayores, casi me pisa un auto. Me salvé y acá estoy contando mi vida de inmigrante".

Un viaje con sobresaltos, pero vivido como una aventura a sus 16 años. Aquel primer derrotero no sería más que una muestra de lo que le deparaba su nueva tierra, la Argentina.

El primer empleo que consiguió Pascual fue en una cuadrilla que atendía las vías a la altura de Chelforó. Allí estuvo un año largo, en el cual se hizo amigo del jefe de Correo de ese punto, quien le enseñó el oficio de telegrafista. "Cumplía mis 8 horas en el ferrocarril y después me iba a aprender al correo. De cualquier modo, ésos no eran los mejores empleos, no estaban bien pagos y no podía hacer ahorro".

Luego su padre le consiguió un empleo en YPF. "Allí se ganaba bien. Había 11 categorías. Yo empecé de cero en Neuquén y al año había ascendido hasta la categoría más alta. Primero entré de chofer, llevaba agua a los pozos. Trabajaba sin levantar la cabeza y progresé y pude ahorrar".

Aun así no quiso quedarse, estaba cansado de vivir en una carpa en el monte y, sobre todo, decidió volver Roca porque su familia por fin se había reunido. Tras un sostenido esfuerzo, padre e hijo les habían enviado pasajes a las mujeres de la familia . "Primero alquilamos una casa pero pronto, con los primeros ingresos, compramos una casita en el barrio Central; allí vivimos todos. Poco tiempo después de

llegar acá -relata Pascual- me contrataron como maquinista del Frigorífico Roca, que era de Aphalo, Frank y no sé si alguien más. Acepté, ganaba menos de la mitad que en YPF, pero acepté porque quería estar con mi familia. Estuve 11 años de maquinista".

Pero, inquieto, Pascual no se resignó a bajar sus ingresos y decidió invertir sus ahorros de YPF en comprar una camioneta usada en cuotas. "Con ese cachivache empecé a vender fruta por mi cuenta. Cumplía las 8 horas en el galpón y después salía, buscaba fruta en Flor del Valle y la repartía en los almacenes. Llenaba mi camioneta de manzanas, que en aquel tiempo había pocas en los comercios, y recorría almacén por almacén, vendiendo manzanas. Después de 6 años de hacer ambas actividades, me asocié para tener un depósito con La Colla. Él me vio repartiendo manzanas y me pidió que trabajáramos en sociedad un depósito de fruta. Estuvimos juntos unos 12 años y, después, rompimos la sociedad".

En aquel depósito, Pascual fortaleció sus vínculos comerciales. Compraba y vendía frutas y verduras. "Para entonces yo ya estaba casado. Mi esposa, Libia Olivieri, estuvo de acuerdo en que nos independizáramos. Cuando me casé me hice un chalecito, mi papá me ayudó. Cuando terminaba el horario de trabajo nos íbamos con mi viejo a trabajar, ladrillo con ladrillo. Hice mi casa y mis padres vinieron a vivir al lado".

Pascual tuvo en la década del '70 un nuevo comienzo. Sus clientes lo siguieron, continuó trabajando con ellos y en poco tiempo pudo comprar un nuevo depósito, un comercio que aún conserva y maneja su hijo. "Le compré a Clarotti, le entregué un montón de cosas en forma de pago. Armé mi depósito de frutas y verduras que era lo que más me gustaba. Mi papá alcanzó a ver todo eso, me ayudó muchísimo. Todo a fuerza de pulmón, nada de bancos nunca. Todos los colegas que se metieron con los bancos desaparecieron. Yo, por suerte, trabaje y trabajé hasta llegar a esto que tengo, el depósito, una chacra y una cámara frigorífica".

Pascual siente que al venir a la Argentina quemó naves. Nunca sintió nostalgias ni extrañó Italia. "No tuve tiempo -explica-, trabajé día y noche. A veces repartía mercadería en Gómez, en Fricader, y cuando volvía tenía que parar en la ruta porque me dormía del cansancio. Le cuento una anécdota. Un señor de Ushuaia me compraba mercadería. Venía con un camión una vez por semana. Yo le había fiado muchísima plata. Me pagaba con cheques y empezaron a venir rebotados. Bueno, llegó un momento que me debía tanto que fui a cobrarle a Tierra del Fuego. Llegué a un alojamiento y ¡dormí dos días y dos noches sin parar! Fueron las primeras vacaciones de mi vida. La dueña del alojamiento me vino a ver para saber si estaba enfermo (risas). Mire qué cosa. Finalmente el hombre me pagó con un motor de barco que terminé vendiendo a un hombre de la Línea Sur, que me pagó con 300 ovejas... pero bueno, me levanté. Ese fue mi momento más difícil, pero me repuse".

En los relatos de inmigrantes, como el de la familia Tronelli, las grandes crisis del país suelen pasar a un segundo plano cuando reconstruyen sus biografías. La partida, los comienzos y las pruebas que tuvieron que atravesar en el nuevo país parecen narradas en un plano distinto al de los ciclos negativos del país.

Rita guarda otros recuerdos. Quizá por ser mujer, su destino se tejió en otra fibra. Le tocó a ella quedarse en Italia con su madre, sumidas en una incertidumbre difícil de aquietar en esos tiempos. Sus recuerdos de Italia son abundantes; su infancia y adolescencia mezclan sabores tan dulces como amargos. "Me acuerdo de la casa grande en la que nacimos. Las vacas nos servían de calefacción. Cuando trenzábamos y bordábamos para la fábricas, nos íbamos a trabajar al establo porque estaba calentito. A las vacas la cuidaban mucho porque eran el sustento, tenían su establo impecable. "El tiempo que estuvimos solas con mi mamá, ella trabajaba y yo iba a la escuela, cocinaba y bordaba hasta las 12 de la

noche". Con el tallo de la espiga hacían las trenzas que las nenas bordaban con rafia. También trenzaban abanicos y sombreros.

Imposible borrar de su memoria los recuerdos de la guerra. "Nos escondíamos de los soldados de la ocupación. Robaban cosas y, si veían a algún hombre joven en la casa, se lo llevaban al frente. Me acuerdo poco de la guerra, pero del miedo que sentí no te olvidás más".

Entre los recuerdos más dulces está el de su primo, Sebastiano Rastelli, el único pariente directo con quien aún se escribe. "Mi primo me venía a buscar y nos íbamos corriendo a su casa, en el pueblo vecino. Corríamos tomados de la mano, bajando la cuesta. ¡Cómo nos queríamos!... Lo extrañé cuando vine. Nunca más nos volvimos a ver. Nos escribimos toda una vida...".

Rita viajo con su madre a la Argentina. "Cumplí 15 años en el barco. Cuando llegamos nos subimos al tren y lloramos desde Buenos Aires hasta Roca. Mi papá nos esperaba en una casita. Después llorábamos debajo de un árbol. Mi hermano, todo lo contrario, cuando conoció el Valle se enamoró de esta tierra. A nosotras nos costó un poco más.

"Fui a la escuela en Italia. Aprendí a leer ya escribir en italiano, pero en castellano no. Me costó aprender a hablar... No teníamos nada de vida social, trabajábamos todo el santo día. ¿Y sabe cómo aprendimos a hablar? Aprendimos las primeras palabras del lechero, del panadero, del verdulero. El lechero era Brandizzi; venía todos los días y se quedaba un rato charlando. Lo primero que nos enseñó fue a cebar mate. Nos convencía de hablar con el verdulero y el panadero, porque al principio no nos animábamos ni a salir de la casa. El panadero era Dimarino; era un viejito que compraba el pan en lo de Apestegui. Él también nos ayudó con las primeras palabras. Y así fuimos aprendiendo. El patrón del galpón era hijo de italianos y también me dio una mano".

A los 40 días de llegar al país, Rita ya estaba trabajando en la fruta. Así empezó otra etapa en la vida de esta joven.

"Cuando vine de Italia -relata su hermano Pascual- me encontré con una cultura muy distinta a la que teníamos en Italia, pero me amoldé, me adapté rápido y bien. La cultura que traje me ayudó a seguir siempre para adelante, a superar las dificultades. No se olvide que pasamos guerra en Europa y en mi casa aprendimos de sacrificios y, sobre todo, la cultura del trabajo". La mejor gratificación para él es estar hoy trabajando junto a sus hijos. Pascual tiene tres: Eduardo, Jorge y Patricia. Un hijo se hizo cargo del depósito, otro le ayuda en la chacra y su hija trabaja en la ENET. Todos salieron trabajadores. "Y tengo tres nietos: dos nenas y un nene", cuenta con orgullo.

Pascual se siente un autodidacta. "Fui inmigrante y laburante". No conocía el negocio al llegar, se le ocurrió trabajando en el frigorífico Roca. Vender fruta en el mercado local era una alternativa interesante. Con el tiempo, cuando pudo agrandar el negocio, se convirtió en un gran proveedor de frutas y verduras de la Línea Sur. Paralelamente compró y vendió algunas chacras y tuvo tierras para hacer horticultura.

Este trabajo, por otra parte, le permitió ayudar a mucha gente. "A mí me gusta mucho la Argentina. Nunca regresé a Italia. No quise ir para no endeudarme. Recién ahora, a los 73 años, estoy sin deuda, aun cuando me quedaron muchos sueños sin realizar. Ahora me puedo dar permiso para viajar. Pero yo quiero a la Argentina. Me sentí muy respetado. Hice mis cosas con seriedad, entonces puedo decir que me fue bien, que mi experiencia ha sido exitosa. Trabajé y progresé, el anhelo de todo inmigrante".

Hoy es productor y alquila el frío, tal como lo soñó cuando era un joven que apenas balbuceaba el castellano.

 

SUSANA YAPPERT

sy@fruticulturasur.com

 



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