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El lobby judío y el proceso de paz en Medio Oriente
Aún sectores conservadores cuestionan la alineación incondicional de EE. UU. con Israel, ya que muchas veces sus intereses son divergentes. Un reciente ensayo desmitifica aspectos de la creación del Estado judío y propone nuevas políticas.

Una de las consecuencias más alentadoras del fin de la Guerra Fría ha sido la paulatina desaparición de las anacrónicas “fronteras ideológicas”. El alineamiento incondicional con el bloque “de los amigos” llevó a una lamentable pérdida de objetividad de muchos intelectuales y, aunque todavía algunas personas conservan con deleite su visión dogmática, son cada vez más quienes prefieren acercarse a la verdad, sacrificando la amistad política.
De este modo, actualmente se puede ser de “izquierdas” y reconocer sin rubor que en Cuba existe una dictadura oprobiosa o que las autodenominadas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), lejos ya de su pretensión de ser un movimiento de liberación nacional, se han constituido en una organización cruel e inhumana que sobrevive gracias al negocio del narcotráfico.
Desde el bando conservador, llegan también nuevas y audaces opiniones. Por ejemplo, para los profesores John Mearsheimer (Universidad de Chicago) y Stephen Walt (Universidad de Harvard) –autores del notable ensayo “El lobby israelí y la política exterior de Estados Unidos” (Editorial Taurus)– con el fin de la Guerra Fría ha llegado también el momento de que Estados Unidos reformule su política exterior de apoyo incondicional a Israel. Los autores aclaran que no es el suyo un llamado a abandonar el compromiso con Israel –no ponen en duda el derecho de Israel a existir y abogan explícitamente por acudir en su auxilio si su supervivencia estuviera en peligro– pero sostienen que se lo debe tratar como un país normal y condicionar la ayuda estadounidense al fin de la ocupación de los territorios palestinos.
Atribuyen el incondicional alineamiento de la política exterior norteamericana con Israel a las actividades de un poderoso lobby judío en Estados Unidos, que ha podido convencer a muchos estadounidenses de que los intereses de Washington y Tel Aviv son idénticos cuando en realidad no lo son. Para los autores, muchas de las políticas que se han seguido en beneficio de Israel ponen ahora en peligro la seguridad nacional del país del Norte. “La combinación del extremadamente generoso apoyo a Israel y la prolongada ocupación israelí de territorio palestino ha avivado el antiamericanismo por todo el mundo árabe e islámico, incrementado así la amenaza del terrorismo internacional”.
El ensayo de Mearsheimer y Walt no es sólo una documentada investigación sobre la desproporcionada ayuda militar y diplomática prestada a Israel y la notable influencia del lobby judío en Norteamérica; se adentra también de manera minuciosa en los antecedentes históricos del conflicto árabe-israelí y detalla de forma descarnada las políticas de apartheid que practica el Estado hebreo.
La primera advertencia de estos investigadores es para señalar las dificultades de entablar un debate sincero sobre las políticas del Estado de Israel. “Cualquier debate del poder político judío tiene lugar a la sombra de dos mil años de historia, especialmente los siglos de un antisemitismo muy real en Europa”. Por consiguiente se corre el riesgo de recibir la acusación estereotipada de “antisemitismo” cuando se critican las políticas del Estado judío (por otra parte los autores aclaran que el carácter judío de Israel está claramente reflejado en la Declaración del Establecimiento del Estado de Israel del 14 de mayo de 1948, que proclama abiertamente “el establecimiento de un Estado judío en Eretz-Israel” y lo describe luego como “el soberano pueblo judío asentado en su propia tierra”).
Actualmente hay unos 5,3 millones de judíos y 1,36 millones de árabes viviendo en Israel y estos últimos –según los autores– “son tratados de facto como ciudadanos de segunda clase”. Para limitar el número de árabes de su población, Israel no permite a los palestinos que se casen con ciudadanos israelíes. La organización israelí de derechos humanos B’Tselem calificó esta restricción de “una ley racista que determina quién puede vivir aquí según criterios racistas”.
El temor a la “amenaza demográfica” ha conducido a que el actual viceprimer ministro Aviador Lieberman, apenas emigrado de Rusia, manifestara públicamente que está a favor de la expulsión de todos esos ciudadanos árabes para conseguir un Estado judío homogéneo.
Los autores señalan que cuando comenzó el sionismo político, a finales del siglo XIX, sólo había entre 15.000 y 17.000 judíos residentes en Palestina. En 1893 los árabes constituían el 95% de la población “y, a pesar de hallarse en parte bajo el control otomano, habían estado en posesión constante de este territorio durante trece siglos. La vieja máxima sionista de que Palestina era ‘una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra’ resulta completamente infundada y errónea, puesto que en lo que a tierra se refiere se encontraba ocupada por otro pueblo”.
Cuando se fundó el Estado de Israel en 1948, los 650.000 judíos que habían arribado en esa primera mitad de siglo constituían en torno del 35% de la población de Palestina y sólo eran dueños del 7% de la tierra. Los sionistas más decididos aspiraban a crear un Estado judío que abarcase la totalidad de Palestina. En consecuencia –dicen los autores– “no tenían apenas otra elección que proceder a la expulsión de grandes cantidades de árabes del territorio que a la sazón iba a constituir el Estado de Israel. La oportunidad de proceder a la expulsión de los palestinos y a la creación de un Estado judío llegó en 1948, cuando las fuerzas armadas judías obligaron a 700.000 palestinos a tomar el camino del exilio”.
Después de la guerra, Israel prohibió el regreso de los exiliados palestinos. “Hacia 1962 Israel se había adueñado de casi el 93% de la tierra dentro de sus fronteras. Para alcanzar este resultado fueron destruidas 531 aldeas árabes y once ciudades fueron despojadas de habitantes”. Recientes estudios, avalados por historiadores revisionistas judíos, ponen de manifiesto que “la creación de Israel en 1948 comportó una serie de actos explícitos de limpieza étnica, entre ellos ejecuciones, masacres y violaciones llevadas a cabo por los judíos”.
Para los profesores autores del ensayo que comentamos, “los palestinos han recurrido al terrorismo contra los ocupantes israelíes así como contra terceras partes inocentes. Su voluntad de atacar a los civiles inocentes es incuestionablemente un error y debe ser condenado sin paliativos. Este comportamiento no es de extrañar, sin embargo, porque a los palestinos hace mucho tiempo que se les niegan los derechos políticos elementales. Si la situación se invirtiera y los israelíes se hallasen bajo la ocupación árabe, casi con toda certeza utilizarían tácticas similares contra sus opresores, como han hecho otros movimientos de resistencia por todo el mundo”. (...) “De hecho, fueron terroristas judíos del famoso Irgun –un grupo militante sionista que luchaba contra la presencia británica basada en el Mandato de Palestina recibido de la ONU– quienes a finales de 1937 introdujeron en Palestina la práctica de colocar bombas en autobuses y en lugares concurridos”.
Hace algunos años fue presentada por un grupo de intelectuales árabes e israelíes la “Iniciativa de Ginebra”. Redactada por el ex ministro israelí Yossi Beilin –arquitecto de los acuerdos de paz de 1993 de Oslo– y por el ex ministro palestino Yaser Abed Rabo, el plan va más allá de los acuerdos de Oslo, exigiendo la eliminación de la mayoría de los asentamientos judíos en Gaza y Cisjordania y el respeto de las fronteras de 1967. Se propone la división de Jerusalén –ocupada en 1967 y anexionada unilateralmente por Israel– para convertirla en las capitales de Israel y de un nuevo Estado palestino.
Desde una visión equidistante, es difícil pensar en un acuerdo de paz en Medio Oriente que no contemple estos puntos. El ensayo de Mearsheimer y Walt, al disolver arraigados mitos sobre el conflicto, representa una importante contribución en esa dirección.

 



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